domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (16)


PARTE 1

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Y entonces emergieron desde atrás, desde el pasado, los dos meses anteriores, cuando todavía estaba el día entero tirado en la cama de la pensión, convaleciente y obediente al deseo de ser uno más, como los otros. De noche se arrastraba por las calles heladas del hospital, sin dejar de preguntarse para qué lo estaba haciendo, como si tuviese una lastimosa necesidad de justificarse. Porque estás luchando por tu vida, se decía, para eso: para seguir viviendo. Por algunas horas más, días, semanas, meses. Sólo para poder continuar, nada más. De pronto, de pie en la parada y sufriendo el frío y más tarde sentado en el ómnibus que le sacudía los huesos, tuvo un cariño extraño, desproporcionado y hasta exagerado por su propia voluntad de vivir, por su tierna carne que a nadie más le pertenecía. Estás luchando por tu vida, se dijo, en busca de su salvación como otros cazan o corren para no ser cazados, o matan o mueren. Y así, caminando desde la parada hasta el hospital seguía movilizando las articulaciones de las rodillas que le estallaban, endurecidas por haberse pasado tirado en la cama todo el día y sin dejar de sentir la agitación apenas perceptible de las abejas. En el hospital ya todos lo conocían hasta por el nombre. A veces tenía que enfrentarse a algún empleado y le entregaba maquinalmente la receta y se sentaba a esperar en el corredor hasta que la mezcla estuviera pronta: el remedio más 5 mililitros de agua destilada. El enfermero salía del consultorio e iban juntos hasta algunos de los cubículos del corredor, donde el aparato de inhalación era ajustado a la válvula de la pared y entonces él se quedaba solo, respirando adentro de la máscara, repitiendo lo mismo que ayer y anteayer y lo que haría mañana, luchando por su vida pero también incrédulo, como si ya lo supiera inútil, como si alguien estuviera burlándose de él, riéndose de sus esfuerzos sin sentido. A veces, en la modorra cansadora del respirar-exhalar, pensaba que lo único que estaba haciendo era alimentar su mal, proporcionándole a las abejas la sustancia necesaria para fortalecerse, engordar y volver más salvaje su baile enloquecido. Y más tarde, tirado en la cama de la pensión y esperando que los dedos se le calentaran un poco para esconderlos entre los muslos escuálidos, escuchando música y las saludables respiraciones de los otros resonando en el cuarto podía sentir algo espeso circulando entre el ajetreo de sus pulmones y que no era meramente sangre sino el coágulo negro de la muerte royéndole las costillas con una imperturbable y constante seguridad, avanzando, siempre avanzando, imponiendo su voluntad inflexible y reduciéndolo a un tembladeral convulsivo, cada vez más débil y flojo. Y de repente era como si nada de eso fuera importante y pudiera dejarse de lado, importando sólo el tiempo que cargaba con un posible y nebuloso futuro transitorio que quizás se pudiera contar en días o en horas, la triste sensación de unos pocos pasos y después el final, la caída. Y si esto era la nada, lo más triste, pensaba, era el insoportable dolor de saber que el mundo continuaría sin él, que habría mañanas de sol en las que no estaría, momentos y cosas de las que ya no sabría nada y estaría definitivamente ausente. Eso, y el dolor que dejaría atrás, las lamentaciones que no podía ni imaginarse.

Cuando salía de noche y estaba en el corredor esperando el remedio o soportando el traqueteo del ómnibus que le molía los huesos, le empezaron a llamar la atención las personas mayores de edad y sobre todo los viejos de pelo blanco. Los observaba cuando podía sin que nadie se diera cuenta, las barrigas abultadas, los gestos calmos y lentos de decrepitud. Y simplemente, se decía, porque ellos habían llegado adonde él ya pensaba que no llegaría. “Porque no fueron burros”, se decía. “Porque no cometieron errores o no tuvieron la infeliz idea de pasar por cierta esquina cierta noche de verano y aceptar lo que jamás pensaron en querer y aceptar, porque fueron vivos y nunca tuvieron necesidad de esa suciedad. O tal vez la tuvieron pero supieron controlarla. No permitieron que el cuerpo se les impusiera, les dijera lo que hacer o porque fueron pasivos y neutros a su exigencia”. Y aunque los viejos le llamasen la atención y los mirase con envidia, admiración y una reverencia sarcástica y una piedad contradictoria y confusa, los odiaba también, porque cada día de más que tenían ellos los separaba de él, a pesar de que al mismo tiempo los dejase más cerca de su propio fin.

Un miércoles de noche las cosas se complicaron. Como todos los días, a las siete y media bajó las escaleras de la pensión y atravesó las calles frías y brumosas en dirección a la parada del ómnibus. Estuvo más de veinte minutos pateando el piso ya sin saber a quién más maldecir, y cuando vio las luces del ómnibus a lo lejos abrió la cartera que tenía sujeta a la cintura para preparar el dinero y en ese momento el frasco con el remedio resbaló y cayó al piso, destrozándose. Él se quedó quieto como sin creer lo que estaba viendo y el ómnibus llegó, se detuvo, las luces brillaron por sobre los pedazos del frasco y volvió a arrancar, los vidrios arrastrados por los dos o tres pasajeros que bajaron hasta que quedó una única sombra y él todavía ahí, de pie, mirando el suelo.

Volvió caminando las seis cuadras hasta la pensión. Ni pensó en la mala suerte. Sólo pensó que las desgracias nunca vienen solas, y que las cosas van siempre generalmente de mal en peor, sin ninguna noticia para contrarrestarlas. “Es así” se dijo: “es necesario joderse, joderse y joderse”. Subió hasta su habitación en el primer piso, retiró un nuevo medicamento de la caja y volvió por las mismas seis cuadras brumosas y silenciosas hasta la parada. Cuando llegó al hospital unas horas después entregó la receta y se sentó en el corredor, esperando que lo llamaran. Después fueron con la enfermera hasta los cubículos: el primer aparato de aire no funcionaba y probaron con el próximo, pero en ese momento la mujer dejó caer el recipiente con el remedio, que chorreó contra la pared, y los dos se quedaron mirando el suelo. Ella trataría de llamar a la farmacia del hospital mientras él, sentado otra vez en el corredor, sabía que era inútil, que ese remedio no se encontraba en cualquier lugar y que por eso el gobierno lo estaba distribuyendo gratuitamente. Al rato ella llegó intentando disculparse y él le tuvo hasta lástima, una pobre mujer negra que le pedía perdón casi llorando. Volvió a la parada, y recién cuando ya estaba en el ómnibus con los huesos molidos por el traqueteo, se dio cuenta de que la enfermera no le había devuelto la receta. Pensó que podía llamarla por teléfono desde la pensión, pero ni siquiera sabía el teléfono del hospital. “Ni siquiera eso” pensó. “Ni siquiera eso”.

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