por Joaquín León
Guadalupe es un
país pequeño, importante para los que han crecido ahí, pero solo mencionado por
otros cuando hay huracanes y terremotos. En esta pequeña isla de las Antillas
francófonas nació, durante 1937, la escritora Maryse
Condé, quien el pasado viernes 12 de octubre, en la
librería pública de Estocolmo, fue reconocida como la ganadora del primer
premio literario otorgado por la NuevaAcademia sueca.
Maryse Condé,
autora de más de una decena de libros, empezó a escribir cuando era apenas una
niña en Guadalupe. Escribía para su familia y sus hermanos, sin embargo, no
sería hasta 1976, mientras vivía en Guinea con sus cuatro hijos, que publicaría
su primera novela, Heremakhonon. Su
protagonista, Veronica Mercier, es una sofisticada mujer caribeña que vive en
París trabajando como maestra y viaja al oeste de África en búsqueda de su
propia identidad. Condé, muy al estilo de Mercier, tras pasar una infancia
privilegiada en Guadalupe, se mudó a Europa a los dieciséis años para estudiar
en la École Normale Supérieure en París y más adelante
pasó diez años, de forma itinerante, entre Guinea, Ghana y Senegal.
“En Guadalupe
–dice la autora– no éramos libres de salir a las calles. Teníamos, en todo
caso, que ir acompañados de nuestra sirvienta, una Da como se les decía, o por nuestros hermanos mayores.
Debíamos comportarnos de forma correcta. En otras palabras, no podíamos correr,
maldecir, ni hablar en Creole. No podíamos interactuar con otras personas; los
negros eran demasiado iletrados; los mulatos eran medias castas y, por lo
tanto, inaceptables. Así que no nos relacionábamos con nadie. Ninguno era
suficiente para nuestra familia.” Para Condé, cuando
era niña en Guadalupe, el color de su piel nunca fue un tema de importancia.
Fue hasta su llegada como extranjera a París en 1953, un tiempo en el que el
racismo estaba viviendo grandes transformaciones, que cobró conciencia de
pertenecer al mundo negro. “En ese tiempo, en las aulas y a través de los
textos de Aimé Cesaire, fue que me
percaté que el color tenía un significado y que ser negro implicaba que tenías
un pasado y una historia distinta.”
Los libros de
Cesaire, entre ellos su poema Retorno al país natal (1939)
y Discurso del colonialismo (1955), serían un
parteaguas en la comprensión de la negritud antillana. Cesaire era para los
negros antillanos el regreso espiritual a África, la búsqueda del origen y el
cuestionamiento por la identidad. Sin embargo, fue Frantz
Fanon, cuya obra fue de gran influencia en los
movimientos y pensadores revolucionarios de los años 60 y 70, que cambió la
percepción de Condé sobre la negritud. Fanon dice que el negro es una invención
europea y si Europa no existiera todos seriamos solamente personas.
Fue durante sus
años en París, entre libros y lecturas universitarias, que Condé forjó una
inquietud que la llevaría muy lejos de Francia, rumbo a África. Ahí, como
profesora en un instituto en Guinea, forjó una familia, escribió su primera
novela y descubrió un talento literario que la llevaría a escribir, en las
siguientes décadas, libros aclamados como Los hijos de Ségou (1989), Yo, Tituba: Bruja Negra de Salem (1986) y Barlovento (2008), una obra inspirada en la
novela Cumbres Borrascosas de Emily Brönte.
“Me fui a África, porque quería conocer mis origines”, dice Condé. “Sin embargo, más tarde, la palabra origen dejo de ser significativa para mí y me di cuenta que era más importante descubrir quién era. Ser uno mismo. Encontrar una propia voz, un propio camino”. Fue así que tras un divorcio, cuatro hijos, varias novelas y un nuevo matrimonio con Richard Philcox, que Maryse Condé cruzó el Atlántico y llegó por primera vez a Estados Unidos.
Entre UCLA, Columbia, Berkeley y la universidad de Virginia, Condé se convirtió en una académica y no solo en una escritora. En el aula, como en sus libros, dedicó sus clases a explorar y pensar las Antillas, las condiciones de la gente negra alrededor del mundo, ser mujer. En 2004, tras casi veinte años como docente, se retiró como profesora emérita de la Universidad de Columbia, en donde fundó en 1997 el Centro de Francés y Estudios Francófonos.
En los veinte años que ha pasado en Estados Unidos, primero en Los Ángeles y luego en Nueva York, Maryse Condé ha logrado introducir la literatura francófona como disciplina, haciendo entender a la gente que es una literatura rica, bella, viva y plural, y que es necesario que sea comprendida, apreciada y amada. “Yo creo –afirma Condé– que la responsabilidad de una escritora mujer y negra es la de inculcar en el otro respeto y amor por la diferencia. Para mí esa es la belleza de mi trabajo y de mis orígenes.”
Su última novela publicada, Victoria: la madre de mi madre (2010), es la quintaesencia de su literatura, una vuelta al pasado, un retorno al país natal, la búsqueda inagotable de la propia historia, del propio origen. La historia es el producto de la inquietud de Maryse cuando era niña; sentada a la orilla de un piano y ante una fotografía a blanco y negro: un retrato de Victoire Elodie Quidal, su abuela.
Actualmente Condé, con 81 años de edad, una mujer con nariz robusta, pelo cano e icónicos aretes dorados, vive en Nueva York en un departamento de altos ventanales, ante una ciudad que reta, por la confluencia de nacionalidades, a pensar al otro y reflexionar sobre la diferencia. Originaria de Guadalupe, pero habitante del mundo, Maryse Condé es una exploradora que a través de la palabra ha tendido una literatura que tiene como solo propósito dinamitar las tradiciones, narrar la periferia e ir en búsqueda de la propia voz. “La lengua en la que escribo –dice la escritora antillana– no es ni francés ni creole, es una lengua propia. Yo escribo en Maryse Condé.”
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