Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse
entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las
cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en
cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.
Tenía
pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de
transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de
halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y
pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo
al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos.
Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a
fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el
saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las
heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas
de clavos oxidados.
Al
reconstruir la historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría
algo de comer; porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero
que daba al comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo
me inclino a pensar que en realidad no comía.
En ese entonces estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas. Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más ausente, siempre en Babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.
Se
mantenía al margen, con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con
maldad en sugerirle que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea
de paso habíamos descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero
a esa altura ya no valía la pena).
De noche entraba al galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho trabajo tenderse para dormir. Al fin me decidí a ayudarlo en este menester, cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.
Era por
todos sabido que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba
sin discusión que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después
Eduardo se desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja
más o menos estable con cualquiera del resto.
Emilia era
la más deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían
enloquecidos. Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre
nosotros, incluyendo a Eduardo.
Tenía el pelo negro mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un perfume natural especialmente turbador.
El 21 de
julio, a la madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón.
Cuando logré despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes
objetos de madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado,
los dos desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables
de antena de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa,
baldada como estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas,
Eduardo dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.
Finalizados
los preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los
cables y cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el
Crucificado no tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro
comenzó a insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba
a la cola y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban
piedras y los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo,
otros siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es
justo que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.
Trabajaron
como negros para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que
era en forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de
cobre, a él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.
Los
pusieron enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos
metros. Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo.
El cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas,
cicatrices y cardenales.
Los demás
se sentaron sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro
jugaba con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el
conjunto con mucha pena, y también remordimientos.
Me quedé
dormido. Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me
acerqué y vi que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los
ojos de uno en los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin
embargo no me despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez
en cuando, sin ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna
porquería, pero ellos parecían no darse cuenta.
Alguien,
luego, con un palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la
boca. El Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo
borrar de mi memoria:
—La otra vez
fue un error, me habían confundido, ahora está bien.
Y ya nadie
los sacó de mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se
poseían mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse
pero no podían, nos sentíamos mal.
Al caer la
tarde Emilia había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El
Crucificado parecía más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó
a manar de sus viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices
que nunca habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban
hilitos rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se
oscureció de golpe. El Crucificado volvió a hablar.
—Padre mío
—dijo— por qué me has abandonado.
Y después
rió.
La escena
quedó estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un
trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.
Todos
parecían muertos, todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la
mayoría ridículas. Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.
Me acerqué
a la cruz de Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme
para que no se me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la
sonrisa en los labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un
halo.
Sin querer
tuve que manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme
excitado, pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi
tradicional haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la
llevé a la casa. Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por
cansancio, y sin embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me
dolía la cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la
cama de Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar
de siempre.
Al otro
día Emilia me despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después
advertí que seguía desnuda y sonriente.
—¿Y ahora
qué hacemos? —le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver
del Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió
de hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:
—Ya nada
tiene importancia.
Hizo una
pausa, y agregó:
—Espero un
hijo. Nacerá dentro de tres días.
Noté, en
efecto, que su vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.
—¿Busco un
médico? —pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del
Crucificado.
—No tienes
más nada que hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.
Y me dio
un beso en la boca.
Fui al
casillero y saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.
—Adiós
—dije; y Emilia, sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era un día primaveral
y fresco, lleno de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella
seguía en la puerta.
No me hizo adiós con la mano. Pero más tarde, en el
camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi mano derecha con el tallo de
una rosa, roja.
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