LA MUERTE DEL PADRE (4
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En ese instante se detuvo
un coche en la calle Nueva de Santa Genoveva y se oyó en la escalera la voz de
la señora de Restaud, que le decía a Silvia: “¿Está mi padre en casa?”. Esta
circunstancia libró felizmente a Eugenio de ser sorprendido; el joven había pensado
ya en tumbarse sobre la cama y hacerse el dormido.
-¡Ah, papá! ¿Le han
hablado a usted de Anastasia? -dijo Delfina reconociendo la voz de su hermana-.
Al parecer, ocurren en su casa cosas extraordinarias.
-¿Qué le pasa? -dijo papá
Goriot-. ¿Será este el fin de mis días? Mi pobre cabeza no soportaría otra
desgracia.
-Buenos días, padre -dijo
la condesa entrando-. ¿Ah, estás ahí, Delfina? -añadió al ver a su hermana, cuiya
presencia pareció contrariarla.
-Buenos días, Nasia -dijo
la baronesa-. ¿Encuentras mi presencia aquí extraordinaria? Yo veo a mi padre
todos los días.
-¿Desde cuándo?
-Si vinieras lo sabrías.
-No me molestes, Delfina
-dijo la condesa con voz lastimera-. ¡Soy muy desgraciada, estoy perdida, padre
mío! ¡Esta vez, completamente perdida!
-¿Qué tienes, Nasia?
-gritó papá Goriot-. Dínoslo todo, hija mía.
La condesa palideció.
-Vamos, Delfina,
socórrela, sé buena con ella y te querré más, si eso es posible.
-¡Pobre Nasia! -dijo la
señora de Nucingen sentando a su hermana-. Habla. Nosotros somos las dos únicas
personas que te aman bastante para perdonártelo todo. Mira, los afectos de la
familia son los más seguros.
Delfina le hizo respirar
sales y la condesa volvió en sí.
-Esto me hará morir
-murmuró papá Goriot-. Vamos -dijo removiendo el fuego-, aproximaos las dos,
tengo frío. ¿Qué tienes, Nasia? Dilo pronto, porque la impaciencia me mata.
-Pues bien -dijo la pobre
mujer-; mi marido lo sabe todo. ¡Figúrese usted, padre mío! ¿Se acuerda de
aquella letra de Máximo, de hace algún tiempo? Pues no era la primera, yo había
pagado ya muchas. A principios de enero me pareció que el señor de Trailles
estaba muy triste. No me decía nada, pero aparte de los presentimientos, es tan
fácil leer en el corazón de lo que se ama, que con una nada basta. En fin, lo
cierto es que él estaba conmigo más amante y más cariñoso que nunca y yo seguía
siempre feliz. ¡Pobre Máximo, después me ha dicho que en su interior estaba
despidiéndose de mí! Quería levantarse la tapa de los sesos. Al fin yo
permanecí dos horas s sus pies, lo atormenté tanto y tanto, le supliqué, que me
dijo que debía cien mil francos. ¡Oh, papá, cien mil francos! Perdí la cabeza.
Usted no los tenía y yo lo había devorado todo.
-No, no hubiera podido
dártelos, a menos que hubiese ido a robar. Pero habría ido, Nasia. ¡Iré!
Al oír estas palabras pronunciadas
lúgubremente como el sonido del estertor de un moribundo, palabras que acusaban
la agonía del sentimiento paternal reducido a la impotencia, las dos hermanas
guardaron silencio. ¿Qué egoísmo habría permanecido impasible ante aquel grito
de desesperación que como una piedra lanzada al abismo, revelaba su
profundidad?
-Los hallé, disponiendo
de lo que me pertenecía, padre mío -dijo la condesa derramando abundantes
lágrimas.
-¿De modo que todo es
cierto? -dijo Delfina conmovida, rompiendo en llanto y apoyando la cabeza en el
hombro de la hermana.
Anastasia inclinó la
frente, la señora de Nucingen la abrazó tiernamente y, reclinando la cabeza
sobre su corazón murmuró:
-Aquí serás siempre
querida sin ser juzgada.
-Ángeles míos -dijo
Goriot con voz débil-, ¿por qué se debe vuestra unión a la desgracia?
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