domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (87)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 2)


En ese instante se detuvo un coche en la calle Nueva de Santa Genoveva y se oyó en la escalera la voz de la señora de Restaud, que le decía a Silvia: “¿Está mi padre en casa?”. Esta circunstancia libró felizmente a Eugenio de ser sorprendido; el joven había pensado ya en tumbarse sobre la cama y hacerse el dormido.

-¡Ah, papá! ¿Le han hablado a usted de Anastasia? -dijo Delfina reconociendo la voz de su hermana-. Al parecer, ocurren en su casa cosas extraordinarias.

-¿Qué le pasa? -dijo papá Goriot-. ¿Será este el fin de mis días? Mi pobre cabeza no soportaría otra desgracia.

-Buenos días, padre -dijo la condesa entrando-. ¿Ah, estás ahí, Delfina? -añadió al ver a su hermana, cuiya presencia pareció contrariarla.

-Buenos días, Nasia -dijo la baronesa-. ¿Encuentras mi presencia aquí extraordinaria? Yo veo a mi padre todos los días.

-¿Desde cuándo?

-Si vinieras lo sabrías.

-No me molestes, Delfina -dijo la condesa con voz lastimera-. ¡Soy muy desgraciada, estoy perdida, padre mío! ¡Esta vez, completamente perdida!

-¿Qué tienes, Nasia? -gritó papá Goriot-. Dínoslo todo, hija mía.

La condesa palideció.

-Vamos, Delfina, socórrela, sé buena con ella y te querré más, si eso es posible.

-¡Pobre Nasia! -dijo la señora de Nucingen sentando a su hermana-. Habla. Nosotros somos las dos únicas personas que te aman bastante para perdonártelo todo. Mira, los afectos de la familia son los más seguros.

Delfina le hizo respirar sales y la condesa volvió en sí.

-Esto me hará morir -murmuró papá Goriot-. Vamos -dijo removiendo el fuego-, aproximaos las dos, tengo frío. ¿Qué tienes, Nasia? Dilo pronto, porque la impaciencia me mata.

-Pues bien -dijo la pobre mujer-; mi marido lo sabe todo. ¡Figúrese usted, padre mío! ¿Se acuerda de aquella letra de Máximo, de hace algún tiempo? Pues no era la primera, yo había pagado ya muchas. A principios de enero me pareció que el señor de Trailles estaba muy triste. No me decía nada, pero aparte de los presentimientos, es tan fácil leer en el corazón de lo que se ama, que con una nada basta. En fin, lo cierto es que él estaba conmigo más amante y más cariñoso que nunca y yo seguía siempre feliz. ¡Pobre Máximo, después me ha dicho que en su interior estaba despidiéndose de mí! Quería levantarse la tapa de los sesos. Al fin yo permanecí dos horas s sus pies, lo atormenté tanto y tanto, le supliqué, que me dijo que debía cien mil francos. ¡Oh, papá, cien mil francos! Perdí la cabeza. Usted no los tenía y yo lo había devorado todo.

-No, no hubiera podido dártelos, a menos que hubiese ido a robar. Pero habría ido, Nasia. ¡Iré!

Al oír estas palabras pronunciadas lúgubremente como el sonido del estertor de un moribundo, palabras que acusaban la agonía del sentimiento paternal reducido a la impotencia, las dos hermanas guardaron silencio. ¿Qué egoísmo habría permanecido impasible ante aquel grito de desesperación que como una piedra lanzada al abismo, revelaba su profundidad?

-Los hallé, disponiendo de lo que me pertenecía, padre mío -dijo la condesa derramando abundantes lágrimas.

-¿De modo que todo es cierto? -dijo Delfina conmovida, rompiendo en llanto y apoyando la cabeza en el hombro de la hermana.

Anastasia inclinó la frente, la señora de Nucingen la abrazó tiernamente y, reclinando la cabeza sobre su corazón murmuró:

-Aquí serás siempre querida sin ser juzgada.

-Ángeles míos -dijo Goriot con voz débil-, ¿por qué se debe vuestra unión a la desgracia?

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