BURLA-LA-MUERTE (3 / 19)
-Pero, papá -repuso la
señora de Nucingen-, ¿cómo se ha arreglado usted?
-¡Ah, ya verás! -respondió
el anciano-. Cuando te convencí para traerlo a tu lado y te vi comprando cosas
como una recién casada, me dije: “Se va a encontrar apurada.” El procurador
afirma que el pleito con tu marido para que te devuelva tu fortuna demorará por
lo menos seis meses. Así es que vendí mis mil trescientos cincuenta francos de
renta perpetua, obtuve quince mil francos, tomé mil doscientos francos de renta
vitalicia y pagué vuestras compras con el resto del capital, hijos míos. Yo
tengo arriba un cuarto que me cuesta cincuenta escudos al año, y con dos
francos diarios tendré bastante y aun me sobrará. Yo no gasto en casi nada, ni
necesito casi ropa. Hace quince días que me decía para mis adentros: “Ahora van
a ser felices.” ¿Verdad que lo sois?
-¡Oh, papá. Papá! -dijo
la señora de Nucingen abrazándose al cuello de su padre, cubriéndolo de besos,
acariciando sus mejillas son sus cabellos rubios y llenando de lágrimas aquel
rostro viejo, radiante de alegría-. Padre querido, usted es un padre y no hay
otro igual en la tierra. Eugenio lo quería a usted ya, ¿qué será ahora?
-Pero hijos míos -dijo
Goriot, que hacía diez años que no había sentido latir junto al suto el corazón
de su hija-; pero, Delfinita, ¿quieres matarme de alegría? Mi pobre corazón estalla.
Vaya, señor Eugenio, ya estamos en paz- añadió el anciano estrechando a su hija
con delirio.
-¡Ay, me hace daño! -dijo
Delfina.
-¿Te hago daño? -dijo
Goriot palideciendo.
Para describir la
fisonomía de aquel Cristo de la Paternidad sería preciso hacer comparaciones
con las imágenes que los príncipes de la paleta han inventado para describir la
pasión sufrida, en beneficio de los mundos, por el Salvador de los hombres.
Papá Goriot besó cariñosamente la cintura que había sido oprimida por sus
dedos, diciendo:
-No, no, yo no te he
hecho daño, eres tú la que me disgustas con tus gritos. Todo esto cuesta más
caro -dijo al oído de su hija besándola con precaución-; pero hay que engañarlo
para que no se enfade.
Eugenio estaba
petrificado ante la inagotable abnegación de asquel hombre, y lo contemplaba
expresando esa sencilla admiración que es la fe de la juventud.
-Seré digno de todo esto
-exclamó Rastignac.
-¡Oh, Eugenio mío, qué
hermoso es lo que acaba usted de decir! -profirió Delfina besando al estudiante
en la frente.
-Por ti ha despreciado a
la señorita Taillefer y sus millones -dijo a su hija papá Goriot-. Sí, aquella
pequeña lo quería a usted, y una vez muerto su hermano será rica como Creso.
-¡Oh! ¿Por qué lo dice
usted? -exclamó Rastignac.
-Eugenio -le dijo Delfina
al oído-, esa noticia me causa pena, y contribuirá a que lo quiera a usted toda
mi vida.
-He aquí el día más feliz
que he pasado desde que os habéis casado -exclamó papá Goriot-. El buen Dios puede
hacernos sufrir cuanto quiera, porque con tal que no sea por vosotros, me diré
siempre: “En febrero de este año fui por un momento más feliz que cualquier
hombre durante su vida entera.” Fifina, mírame -dijo a su hija-. Es muy bella,
¿verdad? Dígame, ¿ha visto usted nunca mujeres que tengan colores tan hermosos
y tan bonitos hoyuelos? No, ¿verdad? Pues bien, yo he sido rel autor de esta
encantadora mujer. Y en lo sucesivo, si usted la hace feliz, se pondrá mil
veces mejor. Vecino, si necesita usted mi parte de cielo, ya se la doy: yo me
iré al infierno. Comamos, comamos, porque no sé lo que digo.
-¡Pobre papá!
-Hija mía -dijo Goriot levantándose,
aproximándose a su hija, tomándole la cabeza y besando sus cabellos-, ¡si
supieras con qué poco puedes hacerme feliz! Ven a verme alguna vez, yo estaré
arriba y no tendrás más que dar un paso. ¿Me lo prometes?
-Sí, papá querido.
-¿De veras?
-Sí, papaíto.
-Bien, bien, me agrada
tanto escucharte, que te lo haría repetir cien veces. Comamos.
La velada entera fue
empleada en estas puerilidades, y papá Goriot no se mostró el menos loco de los
tres: se acostaba a los pies de su hija para besárselos, se miraba en sus ojos,
rocaba la cabeza contra su bata, hacía, en fin, locuras como pudiera hacerlas
el más joven y tierno amante.
-¿Ve usted? -dijo Delfina
a Eugenio-. Cuando mi padre está con una de nosotras, hay que ser toda de él,
lo que no deja de ser a veces molesto.
Eugenio, que había
sentido ya varias veces el impulso de los celos, no podía censurar estas
palabras, que encerraban el principio de todas las ingratitudes.
-Y, ¿cuándo estará lista
la habitación? -dijo Eugenio mirando a su alrededor-. ¿Tendremos que separarnos
esta noche?
-Sí, pero mañana vendrá
usted a comer conmigo -le dijo ella con aire malicioso-. Mañana es día de Italianos.
-Yo iré al paraíso -dijo
papá Goriot.
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