lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (83)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 19)


-Pero, papá -repuso la señora de Nucingen-, ¿cómo se ha arreglado usted?

-¡Ah, ya verás! -respondió el anciano-. Cuando te convencí para traerlo a tu lado y te vi comprando cosas como una recién casada, me dije: “Se va a encontrar apurada.” El procurador afirma que el pleito con tu marido para que te devuelva tu fortuna demorará por lo menos seis meses. Así es que vendí mis mil trescientos cincuenta francos de renta perpetua, obtuve quince mil francos, tomé mil doscientos francos de renta vitalicia y pagué vuestras compras con el resto del capital, hijos míos. Yo tengo arriba un cuarto que me cuesta cincuenta escudos al año, y con dos francos diarios tendré bastante y aun me sobrará. Yo no gasto en casi nada, ni necesito casi ropa. Hace quince días que me decía para mis adentros: “Ahora van a ser felices.” ¿Verdad que lo sois?

-¡Oh, papá. Papá! -dijo la señora de Nucingen abrazándose al cuello de su padre, cubriéndolo de besos, acariciando sus mejillas son sus cabellos rubios y llenando de lágrimas aquel rostro viejo, radiante de alegría-. Padre querido, usted es un padre y no hay otro igual en la tierra. Eugenio lo quería a usted ya, ¿qué será ahora?

-Pero hijos míos -dijo Goriot, que hacía diez años que no había sentido latir junto al suto el corazón de su hija-; pero, Delfinita, ¿quieres matarme de alegría? Mi pobre corazón estalla. Vaya, señor Eugenio, ya estamos en paz- añadió el anciano estrechando a su hija con delirio.

-¡Ay, me hace daño! -dijo Delfina.

-¿Te hago daño? -dijo Goriot palideciendo.

Para describir la fisonomía de aquel Cristo de la Paternidad sería preciso hacer comparaciones con las imágenes que los príncipes de la paleta han inventado para describir la pasión sufrida, en beneficio de los mundos, por el Salvador de los hombres. Papá Goriot besó cariñosamente la cintura que había sido oprimida por sus dedos, diciendo:

-No, no, yo no te he hecho daño, eres tú la que me disgustas con tus gritos. Todo esto cuesta más caro -dijo al oído de su hija besándola con precaución-; pero hay que engañarlo para que no se enfade.

Eugenio estaba petrificado ante la inagotable abnegación de asquel hombre, y lo contemplaba expresando esa sencilla admiración que es la fe de la juventud.

-Seré digno de todo esto -exclamó Rastignac.

-¡Oh, Eugenio mío, qué hermoso es lo que acaba usted de decir! -profirió Delfina besando al estudiante en la frente.

-Por ti ha despreciado a la señorita Taillefer y sus millones -dijo a su hija papá Goriot-. Sí, aquella pequeña lo quería a usted, y una vez muerto su hermano será rica como Creso.

-¡Oh! ¿Por qué lo dice usted? -exclamó Rastignac.

-Eugenio -le dijo Delfina al oído-, esa noticia me causa pena, y contribuirá a que lo quiera a usted toda mi vida.

-He aquí el día más feliz que he pasado desde que os habéis casado -exclamó papá Goriot-. El buen Dios puede hacernos sufrir cuanto quiera, porque con tal que no sea por vosotros, me diré siempre: “En febrero de este año fui por un momento más feliz que cualquier hombre durante su vida entera.” Fifina, mírame -dijo a su hija-. Es muy bella, ¿verdad? Dígame, ¿ha visto usted nunca mujeres que tengan colores tan hermosos y tan bonitos hoyuelos? No, ¿verdad? Pues bien, yo he sido rel autor de esta encantadora mujer. Y en lo sucesivo, si usted la hace feliz, se pondrá mil veces mejor. Vecino, si necesita usted mi parte de cielo, ya se la doy: yo me iré al infierno. Comamos, comamos, porque no sé lo que digo.

-¡Pobre papá!

-Hija mía -dijo Goriot levantándose, aproximándose a su hija, tomándole la cabeza y besando sus cabellos-, ¡si supieras con qué poco puedes hacerme feliz! Ven a verme alguna vez, yo estaré arriba y no tendrás más que dar un paso. ¿Me lo prometes?

-Sí, papá querido.

-¿De veras?

-Sí, papaíto.

-Bien, bien, me agrada tanto escucharte, que te lo haría repetir cien veces. Comamos.

La velada entera fue empleada en estas puerilidades, y papá Goriot no se mostró el menos loco de los tres: se acostaba a los pies de su hija para besárselos, se miraba en sus ojos, rocaba la cabeza contra su bata, hacía, en fin, locuras como pudiera hacerlas el más joven y tierno amante.

-¿Ve usted? -dijo Delfina a Eugenio-. Cuando mi padre está con una de nosotras, hay que ser toda de él, lo que no deja de ser a veces molesto.

Eugenio, que había sentido ya varias veces el impulso de los celos, no podía censurar estas palabras, que encerraban el principio de todas las ingratitudes.

-Y, ¿cuándo estará lista la habitación? -dijo Eugenio mirando a su alrededor-. ¿Tendremos que separarnos esta noche?

-Sí, pero mañana vendrá usted a comer conmigo -le dijo ella con aire malicioso-. Mañana es día de Italianos.

-Yo iré al paraíso -dijo papá Goriot.

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