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FRANZ KAFKA: EL ARTE DE LA FUGA


por Rafael Narbona

“Fuga de la muerte” es uno de los poemas más conocidos de Paul Celan: “Negra leche del alba la bebemos al atardecer / la bebemos al mediodía y en la mañana la bebemos de noche / bebemos y bebemos / cavamos una fosa en el aire donde no se yace estrecho”. Compuesto en 1948, podría ser el epitafio de Franz Kafka, que murió de tuberculosis en 1924, librándose del triste destino de sus tres hermanas, víctimas de la Shoah. Kafka podría ser el hombre que excava en el cielo, buscando un lecho acogedor. Toda la vida de Kafka puede interpretarse como una fuga, como una huida de un mundo que no le comprende y le repudia, invitándolo a desaparecer por un discreto desagüe. En el ámbito de la música, fuga es un término que designa una composición donde varias voces o líneas instrumentales imitan y reiteran melodías en distintas tonalidades. Kafka huye del mundo, pero no lo hace de forma desordenada y confusa, sino escindiendo su interior en diferentes voces que se interpelan mutuamente. Su obra es una polifonía de su vida psíquica vertebrada por el contrapunto de una mente dividida. Eso sí, las voces no desembocan en la armonía, sino en un pandemónium que evoca esas “rimas estridentes y ásperas” invocadas por Dante para describir el último círculo del infierno. El inconsciente de Kafka es un pozo donde bullen las ideas de culpa, expiación y desarraigo. Abocados al exilio o a la muerte, sus personajes parecen anhelar una existencia impersonal. Piensan que renunciando a su identidad podrán librarse de los abusos del poder y la violencia de las pasiones. Será inútil. A los ojos de los demás, siempre serán el “judío errante”, una abominación que debe ser borrada de la faz de la tierra.

Se ha interpretado la obra de Kafka como una prefiguración de la Shoah. No es un argumento desdeñable, pero sólo contempla un aspecto de una literatura que desciende hasta el fondo último de lo humano, buscando esa desnudez esencial que no contempla atributos ni cualidades. En ese núcleo remoto, común a todos los hombres, no late únicamente la neurosis del escritor, objeto de inacabables especulaciones y diagnósticos, sino una angustia existencial más profunda: la imposibilidad de vivir en un mundo que obliga a elegir entre el adocenamiento y la exclusión, la asimilación y la segregación, la enajenación colectiva y el aislamiento individual. El ser humano no ha conseguido conciliar la necesidad de vivir en comunidad con su aspiración a la libertad. Para el joven Kafka, integrarse en la comunidad judía no es una alternativa, pues no habla yiddish e ignora el hebreo. Su padre acude a la sinagoga por costumbre, no por convicción. No piensa demasiado en Dios, ni en una patria judía. Hermann Kafka, propietario de una sastrería, sólo desea prosperar económicamente. Por eso, ha proporcionado estudios universitarios a su hijo mayor, logrando que se doctorara en leyes. Kafka crece con un agudo sentimiento de culpabilidad. Su padre no cesa de recordarle las penurias de su niñez como hijo de un simple carnicero y los sacrificios que ha realizado para subir en la escala social. Su madre, Julie Löwry, posee una educación más refinada, pero considera que la última palabra siempre corresponde al cabeza de familia. Su papel en la educación de sus hijos se limita a los asuntos elementales. Al sentimiento de culpabilidad del joven Kafka se suma enseguida su vergüenza por ocultar su condición de judío. Ateo y socialista, evita las confrontaciones. La idea de militar en una facción política le horroriza. Prefiere contemplar las cosas desde lejos, cobijado en la prudencia.

Kafka intuye que la literatura puede ser su hogar, pero sus primeras tentativas sólo le producen frustración, sin desencadenar la ansiada liberación de la culpa y la vergüenza. Advierte que su ansiedad se agrava, pues la escritura le arroja a un nuevo laberinto, separándolo aún más de los otros. Se abre una nueva escisión, pero esta vez de orden metafísico. La literatura no es una realidad subsidiaria, sino un ámbito con una realidad propia. Escribir es como pasearse por una eternidad inconcebible e irrepresentable. Kafka no se acerca a la religión; simplemente descubre que hay otros mundos, esperando ser habitados por el hombre. Descubrirlo le causa un nuevo desgarramiento. Parece condenado a vagar por distintos mundos, pero sin pertenecer a ninguno. Su lugar natural es lo fronterizo e indeterminado. Se cansará de llamar a distintas puertas, pero todas permanecerán cerradas, arrojándole a una tierra de nadie que le impedirá vivir en paz consigo mismo. Soportará una herida incurable el resto de su vida, aguardando algo que jamás acontecerá. Le guste o no, es “un judío errante”, pero no porque escatimara un poco de agua a Jesús en su camino al calvario, sino porque se niega a ser compasivo con su propio dolor. No tiene patria, pasado ni porvenir. Sólo dispone del lenguaje para echar raíces, pero el alemán, el idioma en que escribe, pertenece a los gentiles. Si sus textos le sobreviven, arderán en las hogueras del antisemitismo. Tal vez por eso le encarga a su amigo Max Brod que arroje al fuego sus inéditos.

Kafka desea huir, salvarse, escapar del padre, que simboliza la imposible integración en el orden existente. Su padre desprecia su literatura. No lee sus relatos y lamenta que carezca de ambición material. Su ascetismo y su vegetarianismo le parecen sencillamente repugnantes. A la hostilidad del padre biológico, hay que añadir la presunta hostilidad del padre celestial: “Dios no quiere que escriba, pero yo debo hacerlo”. Dios es esa voz interior que expresa las exigencias del superyó. Lector de Freud, Kafka sabe que la conciencia deambula entre abismos infinitos. La geografía interior del hombre es más pavorosa que cualquier paisaje devastado. El escritor está familiarizado con sus fantasmas. No puede huir de ellos, aunque lo intenta tenazmente. Su antagonismo con el padre no es menos turbador que su tibio afecto a su madre. Una vez más procura rebajar sus sentimientos de culpa, descargando su responsabilidad en el idioma alemán. Su madre procede de la burguesía alemana de origen judío. Siempre se ha dirigido a ella como Mutter, una palabra que asocia a la frialdad del esplendor cristiano. Quizás todo habría sido diferente, si hubiera dispuesto de otra palabra. El lenguaje, que podría ser su salvación, se revela una vez más como una trampa mortal. De forma simbólica, conviene matar al padre, pero no a la madre, matriz de la vida. Matar al padre puede ser un paso necesario en el proceso de maduración. Matar a la madre, en cambio, manifiesta un preocupante desapego hacia la existencia. No parece casual que Kafka deshiciera todos sus compromisos matrimoniales. El que huye de la vida no puede fundar una familia y, menos aún, engendrar hijos.

Kafka reserva la pasión de crear para la literatura. Eso no significa que carezca de sentimientos hacia sus semejantes. No busca un sentido trascedente en la realidad. Sólo cree en un sentido humano que se refleja en la solidaridad con los más débiles e insignificantes, como los niños judíos del Este, atrapados en una pobreza ancestral. La idea de una comunidad maldita que sólo puede sobrevivir adquiriendo conciencia de su destino como pueblo le acerca al sionismo. Estudiará hebreo y se planteará emigrar a Palestina, donde trabajará como encuadernador. Piensa que hay más nobleza en el trabajo manual que en el burocrático o intelectual. Fantasea con el matrimonio, pero la intimidad sexual con el ser amado le parece una profanación. Como otros jóvenes de su época, ha frecuentado los burdeles, pero al cabo de un tiempo se ha alejado de ese mundo, convencido de que sólo una vida ascética podría mitigar sus sentimientos de culpa y vergüenza. Sin embargo, el ascetismo apenas aplacará su angustia e insatisfacción. Escribe sin parar, pero no termina muchos textos. Define su escritura como “una marcha inmóvil”. Un hombre que se distancia de su familia y se resiste a crear otra mediante el compromiso con una mujer es un ser incompleto. Su literatura sólo puede ser algo inacabado, informe, estéril, fallido.

Aficionado al ayuno, Kafka se considera un artista del fracaso. Con la edad, se aleja cada vez más de sus semejantes. Influido por las ideas del polémico Horace Flecther, empezará a masticar cien veces cada bocado, lo cual le excluirá de cualquier comida en sociedad. Se acostumbrará a comer solo, pues su familia no soporta su hábito y no quiere obligar a sus amigos a presenciar algo embarazoso. Su celibato acentuará su sensación de aislamiento, pues, a los ojos del judaísmo, la abstinencia sexual no es una virtud, sino una ofensa a Dios. Su experiencia en los burdeles le ha inculcado la idea de que el coito es “un lazo que separa”. Su romance -si es que puede llamarse así- con Milena, ha ensombrecido aún más su visión, revelándole que el coito es “un muro o una montaña, o, más exactamente, una tumba”. En 1913, escribe en su Diario: “El coito considerado como castigo de la felicidad de vivir juntos. Vivir en el ascetismo más grande posible, más ascéticamente que un soltero, es para mí la única posibilidad de soportar el matrimonio”. La posibilidad de un doble suicidio le resulta menos intolerable que mancillarse con la indignidad del coito. No ignora que sus ideas son extravagantes y turbadoras. Cuando le diagnostican tuberculosis, especula aliviado: “A veces tengo la impresión de que mi cerebro y mis pulmones han concluido algún pacto a mis espaldas. ‘Esto no puede continuar así’, ha dicho el cerebro y, al cabo de cinco años, los pulmones se han declarado dispuestos a ayudarlo”.

Aunque la literatura es una actividad dolorosa, Kafka se vuelca en ella. Sin ceder en su escepticismo religioso, admite que escribir es un estado de gracia, “una apertura casi total del cuerpo y del alma”. No experimenta algo así con su trabajo, meramente rutinario: “Mi empleo me resulta intolerable porque contradice mi único deseo y mi única vocación, que es la literatura. Como no soy más que literatura, como no puedo y no quiero ser otra cosa, mi empleo jamás podrá exaltarme, pero muy bien podrá desquiciarme por completo. No me hallo lejos de estarlo”. Kafka no es un empleado negligente. Conservamos sus informes y sus dibujos, que reflejan conocimientos precisos de mecánica. Sabemos que sus jefes lo apreciaban por su seriedad y diligencia. En el ámbito familiar, la situación tampoco es insostenible. Su padre es autoritario e intransigente, pero no más que otros progenitores de la época, y su madre y sus hermanas le profesan un sincero afecto, como admite el propio Kafka: “Vivo con mi familia, en medio de los mejores seres, de los más amantes, más extraño que un extraño. […] No tengo nada que decirles. Todo lo que no es literatura me aburre y lo detesto, pues me molesta o me restringe, aunque sólo sea una presunción”. Kafka admite que es “un ser introvertido, taciturno, insociable, insatisfecho”. La vocación literaria es el sentido último de su existencia: “Si tuviera que abandonarla, dejaría de vivir”. La literatura es “una forma de plegaria”, pero no está dirigida a un dios inexistente, sino a las palabras. Para el que no cree en nada, apuntó Flaubert, no hay otra mística posible, pero –¡ay!- el destino de los místicos es la incomprensión y el rechazo. Cuando un tío de Kafka echa un vistazo a una hoja manuscrita de Kafka, resopla y comenta desdeñosamente: “El fárrago de siempre”. Para el escritor, el comentario es una condena fulminante: “se me había expulsado de una sola vez de la sociedad”. Arrojado a “los fríos espacios de nuestro mundo”, no le quedaba otra opción que buscar “un fuego” capaz de calentar su alma. Ese fuego sólo podía ser la literatura, maldición y gracia a la vez.

En Franz Kafka o la soledad, Marthe Robert afirma que Kafka “separa radicalmente al hombre del escritor para lograr que su literatura se constituya como un dominio verdadero, puro e inmutable”. Su estilo prescinde de cualquier nota subjetiva. Omite juzgar a sus personajes o exponer sus ideas. No pretende ser un maestro o un pedagogo. Menos aún, un pensador o un narrador omnisciente. Se limita a trasladar a sus personajes su impotencia para vivir, pero no lo hace con juicios, sino con las incidencias de sus relatos. En palabras de Marthe Robert, “transforma directamente el fondo en forma, lo que asegura al menor de sus textos inconclusos la unidad más sólida con que la prosa puede soñar”. No es una tarea fácil. Kafka describe su trabajo como una rutina penosa, acosada por la duda: “Oigo las consonantes rechinar unas contra otras con un ruido de fierros viejos. […] Cuando me siento ante mi mesa de trabajo, no estoy más a gusto que alguien que cae en la plaza de la Ópera en pleno tráfico y se rompe las dos piernas”. La prosa de Kafka nunca olvida su desarraigo, pues procede de un hombre que se ha apropiado de un idioma ajeno, casi robado. Es una prosa sin calor, deliberadamente impersonal y anémica, al borde de la deshidratación y la asfixia. Se puede afirmar que es un ejercicio de desposesión, donde el tono administrativo, pericial, se cruza con los misterios del inconsciente. En Kafka, “lo real –escribe Marthe Robert- se transforma en lugar de metamorfosis y de encantamientos. De ahí la extraña belleza de ese arte paradójico, que [hace] de la lógica el argumento de lo fantástico y de lo fantástico, un simple accidente de la normalidad”. El narrador de las ficciones de Kafka es un ser insignificante y sin ninguna pretensión de originalidad. El arte de la fuga en Kafka es un viaje hacia una eternidad impersonal. Su objetivo último no es conceder gloria a su autor, sino crear un espacio para la salvación y la curación, pero Kafka sólo cosecha –según Marthe Robert- “una inmortalidad sin esperanza, vacía y sombría”. Es la recompensa irrisoria que le aguarda por apartarse de sus semejantes para escribir su obra. No es un apóstol del nihilismo, como Nietzsche, sino una conciencia desdichada que ha naufragado en las aguas turbulentas de la neurosis.

“La condena”, un breve relato compuesto en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, reúne las inquietudes esenciales de Kafka: impotencia ante el poder, sentimientos de culpa y vergüenza, miedo al compromiso, problemas de identidad, fantasías autodestructivas, tensión entre la escritura y la vida. George Bendemann, un joven comerciante, escribe a un viejo amigo durante “una mañana de domingo en la primavera más hermosa”. Su amigo regenta un negocio en San Petersburgo. Su partida no fue voluntaria. Huyó de una rutina sin expectativas de felicidad o éxito. En Rusia, no le ha favorecido la suerte y se prepara para una soltería definitiva. Bendemann piensa que su amigo ha escogido el camino equivocado y tendrá que volver a casa para enfrentarse con una existencia absurda y vacía. No le resulta fácil comunicarle que se ha comprometido. Cree que la noticia agravará su sensación de fracaso y soledad, pero no quiere que lo descubra por medio de otras personas. Cuando finaliza la carta, se acerca a la habitación de su padre para contarle que ha escrito a su amigo. A pesar del sol primaveral, la estancia se halla en penumbra. Su padre es un gigante algo grotesco que le acusa de mentir, asegurando que no tiene ningún amigo en San Petersburgo, que sólo es un comediante y que se ha comprometido por debilidad y lujuria. Afirma a gritos que no es un buen hijo, sino una criatura diabólica. Finalmente, le condena a morir ahogado. George sale de la habitación y se arroja a las ruedas de un tranvía. Su último pensamiento está dirigido a sus padres: “A pesar de todo, siempre os he amado”.

Todo indica que Bendemann se ha desdoblado en un amigo ficticio para reflejar su propio desamparo. Su existencia le parece tan áspera como la de un exiliado en una tierra inhóspita y lejana. Su compromiso de matrimonio esboza una luminosa expectativa de felicidad, pero la confrontación con el padre-ogro en su dormitorio-cueva corrobora su sospecha de ser un farsante. Su carta es una obscena manipulación de la realidad. Se refugia en el sortilegio de la escritura para no admitir que su vida es una comedia, o, más exactamente, una condena. El tránsito de la luz primaveral de su cuarto a la oscuridad de la habitación paterna se parece extraordinariamente a un proceso judicial con una sentencia adversa. El suicidio en “un puente con un tráfico francamente interminable” podría ser una fría ejecución. No es una muerte arbitraria, sino una purificación que restablece el orden perturbado por las ensoñaciones de un hombre atormentado. “La condena” condensa en unas pocas páginas todo el universo de Kafka, donde la escritura es el hilo de Ariadna que permite explorar el laberinto de la mente humana.

Kafka triunfó como escritor, pero fracasó como fugitivo del mundo. Su literatura no le salvó de su sufrimiento psíquico. Tampoco le acercó a los otros. Vivió en una lejanía perpetua, extraviado en las brumas de la neurosis, pero sus lectores lo sentimos muy cerca, casi como a un hermano que alivia nuestra sed cuando la fatiga de vivir había hecho que perdiéramos toda esperanza.



Nota bibliográfica:

He utilizado la excelente traducción de “La condena” de Luis Fernando Moreno Claros, publicada por Acantilado (Barcelona, 2018) en un pequeño y hermoso tomo que también incluye “El fogonero”.


(El Cultural / 13-11-2018)

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