1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
5
(2)
Entonces recordó aquella
noche de cuatro meses atrás, cuando la había visto por primera vez. Nunca iba a
aquella parte de la ciudad, y ya había olvidado cuál fue el motivo o la razón
por la que tuvo que pasar por aquella esquina, pero sabía que no fue él sino su
cuerpo, ansioso o triste o desesperado, el que estaba caminando y buscando algo
que no conocía pero que parecía necesitar con sed. Ella estaba ahí, recostada
en la pared, fumando, el vestido rojo. La miró acercarse sin pestañear, sin
apartar la cara, observándola fija y atentamente desde el fondo sin brillo de
sus ojos oscuros, una mano apoyada en la cadera y la otra levantando el cigarro
hacia la boca. Él había contemplado su mano huesuda y de gruesos nudos subir y
retirar la colilla del cigarrillo que resplandeció por última vez. Estaba
recostada en la pared, esperándolo tranquilamente como si hubieran marcado una
cita y supiera que él tenía que pasar por ahí, como estaba previsto, y los dos
supieran. Él paró, mirándola, temblando cuando ella volvió a bajar el cigarro y
sin dejar de apartar los ojos hundidos que la luz del farol transformaba en meros
agujeros, abrió la boca negra en la que no se veían los dientes e hizo una
única pregunta: “Vamos”. No fue meramente una pregunta, pensaría después, y ni
siquiera lo que podría ser entendido como una orden. Fue dicha con el tono más
que indiscutible e inexorable de una afirmación que ya estaba prevista de
alguna manera, y que justificaba la postura y la presencia de los dos,
enfrentados por primera vez como si no hubiera otra posibilidad, como si
debieran confirmar lo que ya había decidido que sucedería, de esa manera, en
ese lugar, en aquel momento, con ellos dos como personajes. Siguiéndole de un modo
maquinal, su cuerpo fue detrás, no supo explicárselo ni entenderlo en un primer
momento, como si estuviera condenado a hacerlo, conforme por haber perdido la
última oportunidad de decir que no, darse vuelta y salir corriendo o, antes, la
de nunca haber tenido que pasar por esa esquina. Caminando atrás de ella,
viéndola mover los huesos al subir las escaleras apretadas de aquel edificio con
sus rincones de olores agrios y pesados, y después entrando en el cuarto, él
supo que era como una trampa en la que estaba metiéndose y que su propio cuerpo
le había preparado. Ahora estaba siendo conducido hasta allí, hasta la propia
boca de la perdición para ser empujado en el hueco de su oscuridad. Y
enseguida, cuando la vio sacarse la ropa y cuando ella se dio vuelta hacia él,
ayudándolo a sacarse la ropa, no hubo sorpresas. Miró, supo que algo andaba mal
desde el principio pero su cuerpo no reaccionó, se dejó desnudar como si
hubiera estado preparado también para eso, para cualquier cosa o, tal vez, sólo
para eso. El otro cuerpo parecía poder ser varias cosas al mismo tiempo, se
adaptaba a sentidos diferentes, y la poca luz sobre la cama le acentuaba unos y
escamoteaba otros, destacaba de pronto otro, a medida que se movía. Y no fue
tanto la visión del cuerpo descarnado y flaco lo que lo impresionó, sino la
sensación de estar enfrentándose por primera vez con la decrepitud de la carne,
lo que tiene de efímero adherido a los huesos, y la triste soledad de descubrir
que tanto Ella como él, como todos, no parecían ser mucho más que eso.
No tuvo que hacer nada. Aquello
sobre él ya no era mujer ni hombre, era un animal agitado y ciego a lo que no
fuera su instinto elemental, con la misma ansiedad con la que hubiera mordido,
arrancado y masticado su carne. Sintió que los huesos se le clavaban como
cuchillos en las costillas, fue apenas testigo adormecido y cómodo de una furia
imposible de prever en aquel otro cuerpo, el juego efímero y muy rápido de una
ansiedad sorda y ajena que era como un escupitazo amargo girando en una boca y
que precisaba ser lanzado enseguida para afuera, eliminado. Cuando empezó a
darse cuenta realmente de lo que estaba sucediendo, el movimiento terminó, la
vio inclinándose hacia la cartera que él había dejado sobre la mesa de luz, tal
como lo hacía al acostarse en la pensión de estudiantes en la que vivía, gesto
que había repetido mecánicamente sin darse cuenta donde estaba, la vio revolviendo
entre sus papeles y sacando todo el dinero que encontró, la vio salir sin la
menor prisa cargando el vestido rojo en el hombro, entornando suavemente la
puerta sin cerrarla, como si él estuviera dormido y no quisiera despertarlo, y
entonces estuvo solo en una cama mojada, confusa y caliente, preguntándose si
ya había terminado, si era sólo eso. Espero un buen rato, por si Ella volvía.
Porque tiene que volver, se dijo, tiene que volver. Su cuerpo, el verdadero
culpable, nada dijo, estaba ahí, cansado, como saciado, pero él no. Por eso
después de otro rato, al mirar la puerta que había sido abierta contra la luz
difusa del corredor y darse cuenta que nadie más volvería a entrar, Ella menos
que nadie, se revolvió con rabia entre la sábana de olores mezclados, se lo
volvió a preguntar con rabia, como si lo hubieran engañado, prometiéndole algo
que no se había cumplido: “¿Ya terminó, es sólo eso, nada más que eso?”.
Después se vistió
rápidamente, rabioso todavía, bajó por la misma escalera torcida y sucia
pasando al lado de olores que lo hicieron dejar de respirar, boqueando, se
golpeó contras las paredes estrechas como si estuviese borracho o mareado, y al
salir a la calle Ella estaba allá, igual que como la había visto la primera
vez: apoyada en la pared, la mano en la cintura del vestido rojo, la otra
levantada sujetando el cigarro. Ni lo miró. Estaba simplemente esperando al otro,
al próximo. Entonces, él también sin mirarla, respirando ahora a pleno pulmón,
cruzó la calle hacia la esquina, fue caminando sin apuro los kilómetros que
había hasta la pensión del otro lado de la ciudad, tres o cuatro horas de
caminata que hizo atravesando calles, viaductos, avenidas y alamedas que no
supo cuáles ni cuántas ni cómo eran, porque ahora lo guiaba otra vez el cuerpo
tal vez saciado, y cansado con certeza. Y cuando por fin llegó y se acostó
abriendo los ojos contra el techo, ni supo lo que acababa suceder había sido
real o meramente una pesadilla o el vago recuerdo de algo contado por alguien a
quien ya no recordaba.
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