lunes

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (8)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

5 (2)

Entonces recordó aquella noche de cuatro meses atrás, cuando la había visto por primera vez. Nunca iba a aquella parte de la ciudad, y ya había olvidado cuál fue el motivo o la razón por la que tuvo que pasar por aquella esquina, pero sabía que no fue él sino su cuerpo, ansioso o triste o desesperado, el que estaba caminando y buscando algo que no conocía pero que parecía necesitar con sed. Ella estaba ahí, recostada en la pared, fumando, el vestido rojo. La miró acercarse sin pestañear, sin apartar la cara, observándola fija y atentamente desde el fondo sin brillo de sus ojos oscuros, una mano apoyada en la cadera y la otra levantando el cigarro hacia la boca. Él había contemplado su mano huesuda y de gruesos nudos subir y retirar la colilla del cigarrillo que resplandeció por última vez. Estaba recostada en la pared, esperándolo tranquilamente como si hubieran marcado una cita y supiera que él tenía que pasar por ahí, como estaba previsto, y los dos supieran. Él paró, mirándola, temblando cuando ella volvió a bajar el cigarro y sin dejar de apartar los ojos hundidos que la luz del farol transformaba en meros agujeros, abrió la boca negra en la que no se veían los dientes e hizo una única pregunta: “Vamos”. No fue meramente una pregunta, pensaría después, y ni siquiera lo que podría ser entendido como una orden. Fue dicha con el tono más que indiscutible e inexorable de una afirmación que ya estaba prevista de alguna manera, y que justificaba la postura y la presencia de los dos, enfrentados por primera vez como si no hubiera otra posibilidad, como si debieran confirmar lo que ya había decidido que sucedería, de esa manera, en ese lugar, en aquel momento, con ellos dos como personajes. Siguiéndole de un modo maquinal, su cuerpo fue detrás, no supo explicárselo ni entenderlo en un primer momento, como si estuviera condenado a hacerlo, conforme por haber perdido la última oportunidad de decir que no, darse vuelta y salir corriendo o, antes, la de nunca haber tenido que pasar por esa esquina. Caminando atrás de ella, viéndola mover los huesos al subir las escaleras apretadas de aquel edificio con sus rincones de olores agrios y pesados, y después entrando en el cuarto, él supo que era como una trampa en la que estaba metiéndose y que su propio cuerpo le había preparado. Ahora estaba siendo conducido hasta allí, hasta la propia boca de la perdición para ser empujado en el hueco de su oscuridad. Y enseguida, cuando la vio sacarse la ropa y cuando ella se dio vuelta hacia él, ayudándolo a sacarse la ropa, no hubo sorpresas. Miró, supo que algo andaba mal desde el principio pero su cuerpo no reaccionó, se dejó desnudar como si hubiera estado preparado también para eso, para cualquier cosa o, tal vez, sólo para eso. El otro cuerpo parecía poder ser varias cosas al mismo tiempo, se adaptaba a sentidos diferentes, y la poca luz sobre la cama le acentuaba unos y escamoteaba otros, destacaba de pronto otro, a medida que se movía. Y no fue tanto la visión del cuerpo descarnado y flaco lo que lo impresionó, sino la sensación de estar enfrentándose por primera vez con la decrepitud de la carne, lo que tiene de efímero adherido a los huesos, y la triste soledad de descubrir que tanto Ella como él, como todos, no parecían ser mucho más que eso.

No tuvo que hacer nada. Aquello sobre él ya no era mujer ni hombre, era un animal agitado y ciego a lo que no fuera su instinto elemental, con la misma ansiedad con la que hubiera mordido, arrancado y masticado su carne. Sintió que los huesos se le clavaban como cuchillos en las costillas, fue apenas testigo adormecido y cómodo de una furia imposible de prever en aquel otro cuerpo, el juego efímero y muy rápido de una ansiedad sorda y ajena que era como un escupitazo amargo girando en una boca y que precisaba ser lanzado enseguida para afuera, eliminado. Cuando empezó a darse cuenta realmente de lo que estaba sucediendo, el movimiento terminó, la vio inclinándose hacia la cartera que él había dejado sobre la mesa de luz, tal como lo hacía al acostarse en la pensión de estudiantes en la que vivía, gesto que había repetido mecánicamente sin darse cuenta donde estaba, la vio revolviendo entre sus papeles y sacando todo el dinero que encontró, la vio salir sin la menor prisa cargando el vestido rojo en el hombro, entornando suavemente la puerta sin cerrarla, como si él estuviera dormido y no quisiera despertarlo, y entonces estuvo solo en una cama mojada, confusa y caliente, preguntándose si ya había terminado, si era sólo eso. Espero un buen rato, por si Ella volvía. Porque tiene que volver, se dijo, tiene que volver. Su cuerpo, el verdadero culpable, nada dijo, estaba ahí, cansado, como saciado, pero él no. Por eso después de otro rato, al mirar la puerta que había sido abierta contra la luz difusa del corredor y darse cuenta que nadie más volvería a entrar, Ella menos que nadie, se revolvió con rabia entre la sábana de olores mezclados, se lo volvió a preguntar con rabia, como si lo hubieran engañado, prometiéndole algo que no se había cumplido: “¿Ya terminó, es sólo eso, nada más que eso?”.

Después se vistió rápidamente, rabioso todavía, bajó por la misma escalera torcida y sucia pasando al lado de olores que lo hicieron dejar de respirar, boqueando, se golpeó contras las paredes estrechas como si estuviese borracho o mareado, y al salir a la calle Ella estaba allá, igual que como la había visto la primera vez: apoyada en la pared, la mano en la cintura del vestido rojo, la otra levantada sujetando el cigarro. Ni lo miró. Estaba simplemente esperando al otro, al próximo. Entonces, él también sin mirarla, respirando ahora a pleno pulmón, cruzó la calle hacia la esquina, fue caminando sin apuro los kilómetros que había hasta la pensión del otro lado de la ciudad, tres o cuatro horas de caminata que hizo atravesando calles, viaductos, avenidas y alamedas que no supo cuáles ni cuántas ni cómo eran, porque ahora lo guiaba otra vez el cuerpo tal vez saciado, y cansado con certeza. Y cuando por fin llegó y se acostó abriendo los ojos contra el techo, ni supo lo que acababa suceder había sido real o meramente una pesadilla o el vago recuerdo de algo contado por alguien a quien ya no recordaba.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+