HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO
22 / EL OBELISCO
Hoy hace diez días que
presentamos en el viejo teatro de barrio de Malvín el espectáculo Belleza uruguaya, que incluyó el
lanzamiento de mi última novela, El
evangelio según el traidor, el estreno montevideano del making-off del largometraje Jesús de Punta del Este de Álvaro Moure
Clouzet, y actuaciones de los protagonistas centrales de la película, el
cantautor Guillermo Wood y la bailarina de candombe Leticia Acosta.
Julio Nattero, un vecino
integrante de La Gozadera, la
comparsa y gestora cultural que co-produjo el acto junto con elMontevideano
Laboratorio de Artes y el Grupo Editor Caracol al Galope, me preguntó el día
anterior, mientras me cortaba el pelo en su casa, qué entendía por Belleza Uruguaya, y yo no tuve más
remedio que aludir al acto clandestino contra la dictadura que protagonizamos
medio millón de personas frente al obelisco la tarde rabiosamente primaveral y
radiantemente artiguista del 27 de noviembre de 1983.
Después del plebiscito
del 80 ya se habían organizado actos zonales rápidos y sin oratoria donde
empezaron a aparecer carteles con las caras de Aparicio Saravia y José Batlle y
Ordóñez, los irreconciliables enemigos y mutuos admiradores novecentistas que paradojalmente
afirmaron sin vuelta atrás la grandeza
libertaria de esta comunidad que ningún artiguista
debería llamar paisito.
Y cuando Nattero terminó
de recortarme la barba ya estábamos de acuerdo en que no puede haber belleza uruguaya en ningún discurso que no genere una
base de unión hacia una humanidad nueva fermentada sobre arquetipos universales
pero enriquecidas con nuestras incanjeables facciones.
Y que todo esto implica
la complicadísima construcción de una cultura con un sentido purificador y enamorado del vuelo. Por
eso lo profundamente oriental o uruguayo, como quiera llamársele, tiene
que engancharse con Artigas o desanclarse de lo cósmico. No hay otra
elección.
Me contaba mi madre que
durante el primer verano vivido en dictadura, cuando Sergio viajó a París, a
veces cerraban Maspons a medianoche y se escapaban de la frivolidad del corso
de Gorlero y mi padre se paraba en la plaza de Maldonado frente a la estatua de
Artigas, a una cuadra del Cuartel de Dragones, y se ponía a cantarle una de las
Décimas al Cumba Viejo que le había
escuchado a Tabaré Etcheverry por primera vez en el taller de casa: Quisiera verte hoy aquí / que somos tantas
banderas / y que se ha vuelto tapera / lo que querías conseguir / yo sé que es
mucho pedir / un sueño de ese tamaño / fanega y media de años / es carga para
el más fuerte / por eso lloro mi suerte / y hay que ver cómo ye extraño. Y
ella no se animaba a taparle la boca.
El 27 de noviembre de
1983 la militancia clandestina barrial organizó la ida al obelisco en bañaderas
y nosotros salimos de la esquina de Grito de Gloria y Rivera con los
chiquilines, por supuesto. Micaela tenía seis años y Nacho todavía no había
cumplido los tres, pero lo que nos empujaba era algo capaz de sobredorar la tarde y paralizar al diablo más
pintado. Se llama fe, y para
definirlo a lo Linacero, vendría a ser como una capa de paz que visita cualquier clase de alma en cualquier momento y
ordena todo en todos.
Hay una foto mítica que
sacó mi ex-alumno de guitarra Pepe Pla colándose en un edificio vacío con un
fervor digno de Blanes y que Antonio Dabezies tituló al otro día en un
semanario: Un río de libertad.
Es un paisaje digno del
mejor oro evolutivo que pueda imaginarse en cualquier comunidad de cualquier
época, y representa la montañosidad más absoluta emergida de este pueblo tan
peligrosamente adicto, como ya quedó dicho, a la mística de parrillero y al eterno paño tibio de la epistemología universitaria.
Y sin embargo fueron
Gonzalo Aguirre Ramírez y Enrique Tarigo, dos dotores de los que desconfiaba tanto Aparicio, los redactores de
una proclama que entremezcló y transfiguró maestramente retóricas de barricada
y Palacio Legislativo para que Alberto Candeau pudiera ensartar en un solo
alarido de espada fálica todas las griterías y volviéramos a casa a festejar la
echada de culo de la Bestia.
Y eso empezó cuando un
ex-contrabandista se casó con el
verdor y la platería serrana de una Banda salvaje y se volvió Blandengue para
que no la siguieran despedazando los portugos y en la intemperie mestiza de
Arerunguá concibió un agrupamiento continental revolucionario y antimperialista
y crístico que existió y fue forzado
a rendirse aunque el Hombre Nuevo
jamás va a darse por vencido.
23
/ LA HEREDAD
Porque
sólo la muerte construye / la espesura del amor,
grabó sobre la piedra Juan Carlos Macedo.
Y entre el 80 y el 82
resistí los achaques boxeando mentalmente con veintún textos como me había
pasado durante algunos días muy duros en Saint-Tropez, pero esta vez era con la
colaboración de un espejo que colgaba del otro lado del sol.
Por eso especifiqué en la
dedicatoria de Heredad de mi padre: Padre: escribimos juntos / estos poemas /
desde que me abrigó / tu lámpara celeste. / Estás allá y aquí / y estoy aquí y
allá / como hermanos que llevan / un idéntico nombre. / Que así sea.
Hubo un tercer soplo
autoral, además, y demoré años en entender que esa nueva coloración vocal y conceptual provenía sinestésicamente de la
atmósfera de los cuadros polifocalistas de Manuel Espínola Gómez, y muy en
especial del horadante Alborada en las
gargantas, donde el morado y el bermellón del gallo que clarina la gran noticia parecen destapar el misterio.
En esos años también leí Introducción al cristianismo de Joseph
Ratzinger, una summa posconciliar que
me había recomendado Guillermo Fernández mientras agonizaba mi padre y sentí
que la palpación paulina del reino del
más acá que reinará más allá era la única
dialéctica histórica que me importaba, aunque el desexilio y las grandes esperanzas de avanzar en democracia
hacia una revolución mesiánica terminaron retrotrayéndome a mi inocente
pose de 34 oriental más angustiado que nunca.
El mes pasado Sergio me
invitó a ver a Liverpool al Parque Central y mientras los negriazules perdían
inmerecidamente una vez más en la vida pudimos filosofar tranquilos y me
sorprendí afirmando que papi le tenía más
miedo a la vejez que a la muerte.
Y sin embargo no es justo
sostener que se haya ido por eso. El
mismo día que mi padre se metió en la cama por aquella gripe de pecho que
escondía un fulminante cáncer de pulmón mi madre discutió en la cocina conmigo
porque era sábado y Rosina acababa de llevarse a Micaela a ver a los otros
abuelos todo el fin de semana y de
golpe empezó a danzar rebotadoramente contra la heladera y la mesa y los
armarios chillando Yo el único lugar
donde quiero vivir es en el cementerio con mamita, y cualquiera podía darse
cuenta de que el tumor principal de la
familia Giovanetti Viola era el amontonamiento de gente contaminada por la
autodestructividad de Lady Macbeth.
Vale decir: que mientras ella no decidiera escaparse al cementerio,
como terminó haciendo once años después, por lo menos tenía que irse algún otro
de la casa. Y como el malo que no le
ponía la nieta en los brazos todas las
horas que ella quería era yo, parecía muy evidente que lo único que me
quedaba era borrarme por lo menos a lo de mis suegros antes de que el Tren
Fantasma nos pusiera bizcos a todos.
Y eso lo decidí esa misma
semana, pero ya era tarde. Ahora la gripe de mi viejo se había transformado en
neumonía y había que esperar que desapareciera el nubarrón de las placas y no
desapareció. Le tocaba irse a él.
Y como odio la ironía
cuchillera más que al odio y no tuve más remedio que usarla para contar la
decadencia macabra de un parque que pudo ser un pedazo del paraíso del más acá, quisiera compensar al tajeado lector con la
historia de dos milagros subterráneos vinculados
a la heredad que importa.
Después que faltó mi
padre decidimos que Sergio me fuera comprando mi parte de la herencia y sacamos
dos préstamos en el Banco Hipotecario para que yo pudiera conseguirme un
apartamento, y ese verano tuvimos una discusión tan fuerte que terminé sentado
veinte minutos abajo de la ducha y después me encerré en el taller y metí la
mano en un bolso donde se empolvaban mis papeles adolescentes y lo primero que saqué fue un tiernísimo
poema en prosa que se titulaba Hermano,
lluvia… Se lo había escrito a Sergio cuando él todavía estaba en la escuela
y lo escalofriantemente asombroso es que
estaba pasado a máquina por mi padre. Porque yo jamás empecé una frase con
mayúscula sin dejar un espacio después del punto. Y mi padre escribía así.
Y otra cosa inexplicable
era que mi padre jamás pasaba de nuevo a
máquina lo que yo ya había escrito. Entonces salí corriendo y se lo regalé
a mi hermano y nos reconcilió inmediatamente una especie de arcoiris que nos
llegaba desde el otro sol.
Y cuando estábamos por
cobrar los préstamos apareció el abogado del padrino de confirmación de Sergio
para decirle que acababa de heredar cinco mil dólares que se quintuplicaron en
valor esa misma semana porque la
dictadura rompió la famosa tablita y terminé comprándome un apartamento de tres
dormitorios en Punta Gorda. ¿Casualidades?
Sí, pero de las que nos llueven nada
más que cuando nos queremos.
24
/ EL PARTIDO
Yo hacía años que me
consideraba desasimilado del Partido
Comunista, y empecé a participar como independiente en las reuniones barriales
de reorganización clandestina del Frente Amplio y seguía bolicheando con
Leonidas Spatakis, Felipe Novoa, Manuel Márquez, Ariel Méndez y algún otro
escritor camarada de la vieja guardia cuyo nombre aquí sobra.
Y un jueves santo Rosina
me acompañó a la parroquia de San José de la Montaña en la calle Havre y no
sería justo decir que no sentí nada,
porque cuando el padre Peco hizo circular un crucifijo tallado para que lo
besara el que tuviera necesidad me escandalicé
en silencio.
El nene todavía no estaba preparado para las verdaderas bodas con el dolor. ¿Estará preparado en este
momento?
Demoraría diez años en
volver a aquel templo donde el padre Fidel Gil eligió usar la espada del
Vaticano para partir un nudo dogmático y darme la comunión a pesar de mi
divorcio.
Pero demoré muy poco en
empezar a reunirme con gente de la nueva agrupación de escritores del Partido,
que me invitaron a participar en una revista amplia y con los que me mataba de la risa payasescamente
autocalificándome como el monje de la
junta al estilo de Ernesto Cardenal.
Y un día nos
reencontramos en una fiesta patria de la Escuela Susana Soca con Héctor
Lescano, compañero de aventuras liverpoolenses de toda la vida, y el diálogo
fue asombroso.
Yo sabía que él ya se
perfilaba como un posible sustituto de Juan Pablo Terra porque, Onetti dixit,
los novelistas somos chusmas de alma. Y enseguida de hablar sobre nuestros
hijos, Martín y Micaela, el futuro Presidente del Partido Demócrata Cristiano
escarbó, con esa especie de jocosidad agatillada que ya lo hacía tan simpático
cuando domábamos en la cancha del Tiburón, el baldío donde ahora estaba
edificada la escuela 180. ¿Y cómo andás
con los camaradas, che? Bien, me alegré de poder ofrecerle el tesoro de mi
noticia: Pero ahora soy cristiano. Y
entonces el popular Negro cabeceó desconcertado: Bueno, yo perdí la fe. Aunque los principios éticos sigan siendo los
mismos.
Creo que más adelante
recuperó la fe y es un problema absolutamente personal, pero lo que yo nunca
pude perdonarme fue no haber aprovechado aquel momento para entender lo que nos
enseñó Maquiavelo, aunque le costase morir ignorado y rechazado por todo el
mundo: para los políticos que se dedican a figurar
en la tripulación del establishment la existencia de Dios o de la nada es
algo secundario.
Al actor lo
que le interesa es el libreto: A poor
player that strats and frets his hour upon the stage and then is heard no more,
viejo cisne.
¿Cómo olvidar que después
del pacto cívico-militar Rodney Arismendi le agradeció sonrientemente en
público a Dios nos hubiese mandado a
los demócratas cristianos de compañeros de ruta? Y yo también sonreía, porque
el monje de la junta había vuelto a afiliarse.
¿Cómo olvidar que muy
pocos años después Lescano, ya virado a una candidatura relevante en el Nuevo
Espacio, viajó al Vaticano a denunciarle a Juan Pablo II la intolerancia del
marxismo uruguayo?
Pero el 34 oriental
resurgía, renovado. Y mientras terminaba la complicadísima Creer o reventar me sumergí en el periodismo partidario y a veces
no dormía para terminar notas que hacían lucirse a un Jefe de Redacción
sobrenombrado el Chancho. Pero la culpa no es del chancho, botija.
Y lo primero que aprenden
los ansiosos en todas las instituciones del planeta, incluida la Santa Madre,
es a rascarse el lomo al mandamás que tienen adelante. Y si no os resignáis no
aspiréis a más lustre, Capitán Josef Artigas.
Así que en la primavera
del 86 me reventó una angustia con unas crisis de pánico perores que las de la
adolescencia, y fui a ver a Demian enseguida y no es fácil entender porque él
postergó un año una terapia tan imprescindible.
Pero creo que en aquellos
tiempos me tenía mucho más miedo que cariño y lo primero que hizo cuando
empezamos en el 87 fue hablarme de Torres García.
Los
días que daba las conferencias en Humanidades se paraba en la puerta con un
reloj y mientras Manolita corría a los chiquilines para vestirlos saltaba como
un macaco y a veces amenazaba con romperle los sesos al insufrible Horacio
contra la pared, terminó por forzar una risa lastimada: Mi abuelito.
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