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EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (23) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

DEL BARRIO 6

Mamá Lucha no iba a olvidar nunca más el placer insípido que el Delirio le metió en la cabeza. Fue hace once años, durante un ataque de pánico. Las opciones eran el Delirio o matarse: terminó sucediendo algo intermedio.

Mientras uno tiene un ataque de pánico el mundo es desesperantemente incómodo. Las ideas desaparecen y uno queda atorado en la única obsesión de escapar. Una botellita no le iba a alcanzar. Ella sabía lo que tenía que hacer aunque no cambiara en lo más mínimo el resultado: se inyectó cinco al mismo tiempo.

El efecto de la droga no pudo ser completamente dirigido a la cabeza y gran parte de los siete segundos de placer se le alojaron en el útero, ovario y trompas de Falopio: toda su posibilidad de ser madre quedó repentinamente empantanada en un cristalino fango azul.

Su única intención había sido recordar la felicidad, su infancia antes de que sus padres murieran y su pálido pasado ya ni los olores evocaba.

Al día siguiente vio cómo el azul de los cristales comenzó a filtrársele a través de su piel. Se miró el vientre y supo que tenía que hacer algo para esconder el manchón flúo: un amigo le hizo un tatuaje de una cigüeña blanca en vuelo. Esa cigüeña que representa la vida pero esconde la muerte.


DEL BARRIO 7

Acostada boca arriba sobre una mullida alfombra beige (aun en ropa interior) la mujer de veinticuatro años juntaba manos y pies a un metro sobre su cabeza una y otra vez. La musculatura de su abdomen aparecía al ritmo del esfuerzo mientras que el sudor comenzaba a hacer visible el resto del botín sobre su remera blanca. Sus interminables rulos rubios estaban recogidos en un práctico moño y sus ojos celestes seguían clavados en el techo.

Cien gritó aliviada y se puso como foca para estirar. Un minuto después se paró, agarró una manzana y se colgó la toalla como si fuera una bufanda. Es evidente que ella no es del barrio, que no se parece en nada al resto de las piezas y que de no ser por la llamada que iba a ocurrir dentro de unas horas ella nunca hubiese sido parte de todo esto. (Hizo lo del saco, es verdad, pero no parecía demasiado grave comparado con lo que hace siempre.)

Hacía dos días que había matado a aquel cuarentón medio pelado. Era un buen tipo que se metió con quien no debía (el típico tarado que cree que ser héroe es fácil). Suplicó por la vida de su hijo pero a ella le habían pagado sólo por matarlo a él. Pateó con precisa violencia la puerta del apartamentucho, apuntó con su arma y le abrió un tercer ojo en la frente. “Si te encariñás, no los matás” se repitió como siempre. Podía sentir la respiración asustada del niño en la cocina y la sombra de sus piececitos se dibujaba en el hilo de luz que se escurría bajo la puerta. Pero no se habían visto y era mejor que fuera así. Sacó una foto del cadáver con su celular y se la mandó al patrón circunstancial. Miró una vez más la puerta de la cocina y se fue.

Había ahorrado durante siete años. Si sus cuentas no fallaban con cinco trabajitos más ya iba a ser capaz de comprarle a su abuela una casa con las adaptaciones necesarias. Ese era el único sueño que tenía y su abuela la única razón para no odiar al mundo. Estaba a una casa de ser libre, de poder pensar en ella misma y dejar a la vieja morir con la paz que se merecía (la paz que nunca le vio tener).

Después de una ducha fresca y un desayuno liviano, sacó la basura. De camino, juntó unos papeles que alguien había tirado en la vereda. Se saludó con el par de abuelos que viven en la casa de al lado y se fue al parque a meditar.

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