1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DEL BARRIO 6
Mamá Lucha no iba a olvidar nunca más el placer insípido que el Delirio le
metió en la cabeza. Fue hace once años, durante un ataque de pánico. Las
opciones eran el Delirio o matarse: terminó sucediendo algo intermedio.
Mientras uno tiene un ataque de pánico el mundo es desesperantemente
incómodo. Las ideas desaparecen y uno queda atorado en la única obsesión de
escapar. Una botellita no le iba a alcanzar. Ella sabía lo que tenía que hacer
aunque no cambiara en lo más mínimo el resultado: se inyectó cinco al mismo
tiempo.
El efecto de la droga no pudo ser completamente dirigido a la cabeza y gran
parte de los siete segundos de placer se le alojaron en el útero, ovario y
trompas de Falopio: toda su posibilidad de ser madre quedó repentinamente
empantanada en un cristalino fango azul.
Su única intención había sido recordar la felicidad, su infancia antes de
que sus padres murieran y su pálido pasado ya ni los olores evocaba.
Al día siguiente vio cómo el azul de los cristales comenzó a filtrársele a
través de su piel. Se miró el vientre y supo que tenía que hacer algo para
esconder el manchón flúo: un amigo le hizo un tatuaje de una cigüeña blanca en
vuelo. Esa cigüeña que representa la vida pero esconde la muerte.
DEL BARRIO 7
Acostada boca arriba sobre una mullida alfombra beige (aun en ropa
interior) la mujer de veinticuatro años juntaba manos y pies a un metro sobre
su cabeza una y otra vez. La musculatura de su abdomen aparecía al ritmo del
esfuerzo mientras que el sudor comenzaba a hacer visible el resto del botín
sobre su remera blanca. Sus interminables rulos rubios estaban recogidos en un
práctico moño y sus ojos celestes seguían clavados en el techo.
Cien gritó aliviada y se puso como foca para estirar. Un minuto después se
paró, agarró una manzana y se colgó la toalla como si fuera una bufanda. Es
evidente que ella no es del barrio, que no se parece en nada al resto de las
piezas y que de no ser por la llamada que iba a ocurrir dentro de unas horas
ella nunca hubiese sido parte de todo esto. (Hizo lo del saco, es verdad, pero
no parecía demasiado grave comparado con lo que hace siempre.)
Hacía dos días que había matado a aquel cuarentón medio pelado. Era un buen
tipo que se metió con quien no debía (el típico tarado que cree que ser héroe
es fácil). Suplicó por la vida de su hijo pero a ella le habían pagado sólo por
matarlo a él. Pateó con precisa violencia la puerta del apartamentucho, apuntó
con su arma y le abrió un tercer ojo en la frente. “Si te encariñás, no los
matás” se repitió como siempre. Podía sentir la respiración asustada del niño
en la cocina y la sombra de sus piececitos se dibujaba en el hilo de luz que se
escurría bajo la puerta. Pero no se habían visto y era mejor que fuera así.
Sacó una foto del cadáver con su celular y se la mandó al patrón
circunstancial. Miró una vez más la puerta de la cocina y se fue.
Había ahorrado durante siete años. Si sus cuentas no fallaban con cinco
trabajitos más ya iba a ser capaz de comprarle a su abuela una casa con las
adaptaciones necesarias. Ese era el único sueño que tenía y su abuela la única
razón para no odiar al mundo. Estaba a una casa de ser libre, de poder pensar
en ella misma y dejar a la vieja morir con la paz que se merecía (la paz que
nunca le vio tener).
Después de una ducha fresca y un desayuno liviano, sacó la basura. De
camino, juntó unos papeles que alguien había tirado en la vereda. Se saludó con
el par de abuelos que viven en la casa de al lado y se fue al parque a meditar.
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