BURLA-LA-MUERTE (3 / 11)
El largo paseo del
estudiante de Derecho fue solemne y durante él tuvo en cierto modo una
verdadera lucha de conciencia. Se probó, se examinó, titubeó; pero al menos su
probidad salió templada de aquella áspera y terrible discusión, como barra de
hierro que resiste todos los golpes. Recordó las confidencias que papá Goriot
le había hecho la víspera, se trasladó con el pensamiento a la habitación
tomada para él al lado de Delfina, sacó la carta de esta, la volvió a leer y la
besó.
-Este amor es mi ancla de
salvación -se dijo-. Ese pobre anciano ha sufrido mucho y no quiere contar sus
penas; pero ¿quién no las adivinaría? Sí, cuidaré de él como de un padre y le
procuraré mil alegrías. Si ella me ama, vendrá con frecuencia a mi casa a pasar
los días a su lado. Esa gran condesa de Restaud es una infame que no tiene
cariño a su padre. Mi querida Delfina es mejor para él y la considero digna de
ser amada. ¡Ah, esta noche seré al fin feliz! -dijo sacando el reloj y
admirándolo-. Todo me ha salido bien. Cuando dos se quierende verdad y para
siempre, le está permitido ayudarse. De modo que bien puedo recibir esto sin
escrúpulo. Por otra parte, yo seguramente ganaré dinero y podré devolvérselo
centuplicado. En esta unión no hay crimen ni nada que pueda hacer fruncir las
cejas a la virtud más severa. Nosotros no engañamos a nadie y lo que envilece
al hombre es la mentira. ¿Mentir no es abdicar? Ella hace ya tiempo que está
separada de su marido y, por otra parte, yo le diré a ese alsaciano que me ceda
su mujer, ya que él no puede hacerla feliz.
El combate de Rastignac
duró mucho y, aunque hubiesen salido vencedoras las virtudes de la juventud,
una curiosidad invencible lo llevó al oscurecer a eso de las cuatro y media, a
la pensión Vauquer, que había jurado abandonar para siempre. Eugenio quería
saber si Vautrin había muerto. Después de haberle administrado un vomitivo,
Bianchon había hecho llevar al hospital las materias vomitadas por Vautrin, a
fin de analizarlas químicamente. Al ver la insistencia de la señorita
Michonneau para arrojarlas al estercolero, las dudas del estudiante aumentaron.
Por lo demás, Vautrin quedó muy pronto restablecido para que Bianchon no
tuviese la seguridad de que se había tramado algún complot contra el alegre
bromista de la pensión. Cuando Rastignac volvió, Vautrin se hallaba ya de pie
al lado de la estufa del comedor. Atraídos antes que de costumbre por la
noticia del duelo de Taillefer, los pensionistas curiosos por conocer los
detalles del hecho y la influencia que había de tener en el destino de
Victorina, se hallaban reunidos todos, menos papá Goriot, y comentaban la
aventura. Cuando Eugenio entró, sus ojos se encontraron con los del
imperturbable Vautrin, cuyas miradas penetraron de tal modo en su corazón que
lo hicieron temblar.
-Hijo mío -le dijo el forzado
evadido-, la Ñata tardará en
vencerme. Según estas señoras, he soportado victoriosamente una apoplejía que
hubiera podido matar a un buey.
-¡Hombre, ya podría decir
usted que a un toro! -exclamó la señora Vauquer.
-¿Le disguta acaso
encontrarme vivo? -dijo Vautrin al oído de Rastignac, cuyos pensamientos creyó
adivinar-. Ese proceder sería propio de un mal hombre.
-¡Caramba! -dijo
Bianchon-. La señorita Muchonneau hablaba ayer de un señor Burla-la-Muerte, y
ese nombre le sentaría a usted perfectamente.
Esta palabra produjo el
efecto de un mazazo en Vautrin, que palideció y vaciló, y su mirada magnética
cayó como un rayo sobre la señorita Michonneau, la que sintió que se le
aflojaban las piernas. La solterona se dejó caer sobre una silla. Poiret se
apresuró a interponerse entre Vautrin y ella al verla en peligro, tan ferozmente
significativa se había vuelto la cara del forzado al abandonar la benigna
máscara con que ocultaba su verdadero modo de ser. Sin comprender aun nada de
aquel drama, todos los pensionistas guardaron silencio. En ese momento se
oyeron los pasos de varios hombres en la calle y el ruido de algunos fusiles
contra la acera. En el instante en que Collin buscaba maquinalmente una salida
mirando las paredes y ventanas, cuatro hombres se presentaron en la puerta del
comedor. El primero era el jefe de policía, y los otros tres oficiales de paz.
-¡En nombre de la ley y
del rey! -dijo uno de los oficiales, cuyas palabras quedaron ahogadas por un
murmullo de asombro.
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