domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (76)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 11)

El largo paseo del estudiante de Derecho fue solemne y durante él tuvo en cierto modo una verdadera lucha de conciencia. Se probó, se examinó, titubeó; pero al menos su probidad salió templada de aquella áspera y terrible discusión, como barra de hierro que resiste todos los golpes. Recordó las confidencias que papá Goriot le había hecho la víspera, se trasladó con el pensamiento a la habitación tomada para él al lado de Delfina, sacó la carta de esta, la volvió a leer y la besó.

-Este amor es mi ancla de salvación -se dijo-. Ese pobre anciano ha sufrido mucho y no quiere contar sus penas; pero ¿quién no las adivinaría? Sí, cuidaré de él como de un padre y le procuraré mil alegrías. Si ella me ama, vendrá con frecuencia a mi casa a pasar los días a su lado. Esa gran condesa de Restaud es una infame que no tiene cariño a su padre. Mi querida Delfina es mejor para él y la considero digna de ser amada. ¡Ah, esta noche seré al fin feliz! -dijo sacando el reloj y admirándolo-. Todo me ha salido bien. Cuando dos se quierende verdad y para siempre, le está permitido ayudarse. De modo que bien puedo recibir esto sin escrúpulo. Por otra parte, yo seguramente ganaré dinero y podré devolvérselo centuplicado. En esta unión no hay crimen ni nada que pueda hacer fruncir las cejas a la virtud más severa. Nosotros no engañamos a nadie y lo que envilece al hombre es la mentira. ¿Mentir no es abdicar? Ella hace ya tiempo que está separada de su marido y, por otra parte, yo le diré a ese alsaciano que me ceda su mujer, ya que él no puede hacerla feliz.

El combate de Rastignac duró mucho y, aunque hubiesen salido vencedoras las virtudes de la juventud, una curiosidad invencible lo llevó al oscurecer a eso de las cuatro y media, a la pensión Vauquer, que había jurado abandonar para siempre. Eugenio quería saber si Vautrin había muerto. Después de haberle administrado un vomitivo, Bianchon había hecho llevar al hospital las materias vomitadas por Vautrin, a fin de analizarlas químicamente. Al ver la insistencia de la señorita Michonneau para arrojarlas al estercolero, las dudas del estudiante aumentaron. Por lo demás, Vautrin quedó muy pronto restablecido para que Bianchon no tuviese la seguridad de que se había tramado algún complot contra el alegre bromista de la pensión. Cuando Rastignac volvió, Vautrin se hallaba ya de pie al lado de la estufa del comedor. Atraídos antes que de costumbre por la noticia del duelo de Taillefer, los pensionistas curiosos por conocer los detalles del hecho y la influencia que había de tener en el destino de Victorina, se hallaban reunidos todos, menos papá Goriot, y comentaban la aventura. Cuando Eugenio entró, sus ojos se encontraron con los del imperturbable Vautrin, cuyas miradas penetraron de tal modo en su corazón que lo hicieron temblar.

-Hijo mío -le dijo el forzado evadido-, la Ñata tardará en vencerme. Según estas señoras, he soportado victoriosamente una apoplejía que hubiera podido matar a un buey.

-¡Hombre, ya podría decir usted que a un toro! -exclamó la señora Vauquer.

-¿Le disguta acaso encontrarme vivo? -dijo Vautrin al oído de Rastignac, cuyos pensamientos creyó adivinar-. Ese proceder sería propio de un mal hombre.

-¡Caramba! -dijo Bianchon-. La señorita Muchonneau hablaba ayer de un señor Burla-la-Muerte, y ese nombre le sentaría a usted perfectamente.

Esta palabra produjo el efecto de un mazazo en Vautrin, que palideció y vaciló, y su mirada magnética cayó como un rayo sobre la señorita Michonneau, la que sintió que se le aflojaban las piernas. La solterona se dejó caer sobre una silla. Poiret se apresuró a interponerse entre Vautrin y ella al verla en peligro, tan ferozmente significativa se había vuelto la cara del forzado al abandonar la benigna máscara con que ocultaba su verdadero modo de ser. Sin comprender aun nada de aquel drama, todos los pensionistas guardaron silencio. En ese momento se oyeron los pasos de varios hombres en la calle y el ruido de algunos fusiles contra la acera. En el instante en que Collin buscaba maquinalmente una salida mirando las paredes y ventanas, cuatro hombres se presentaron en la puerta del comedor. El primero era el jefe de policía, y los otros tres oficiales de paz.

-¡En nombre de la ley y del rey! -dijo uno de los oficiales, cuyas palabras quedaron ahogadas por un murmullo de asombro.

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