domingo

Freud y Jung: La extraña pareja


El primer encuentro entre ambos tiene lugar en Viena en 1907, donde conversan sin interrupción durante 13 horas


Cuando el joven Jung lee los primeros trabajos de Freud sobre los sueños, enseguida reconoce al maestro que abre un camino inédito en la investigación de la mente. Su primer encuentro tiene lugar en Viena en 1907, conversan sin interrupción durante 13 horas, pero no acaban de entenderse. Freud ve en el trauma sexual la causa única de la represión, mientras que el discípulo ya ha tenido ocasión de examinar neurosis en las que la sexualidad desempeña un papel secundario comparado con el estrés económico, las aspiraciones profesionales o la adaptación social. La conversación se tensa, cruje la madera, pero Freud se resiste a admitir otros factores que no sean los sexuales. No obstante, Jung se declarará públicamente a su favor, a sabiendas de que Freud ya es persona non grata en el mundo académico. Tiempo después describirá lo importante que era la teoría sexual para el padre del psico­análisis. Desde su perspectiva, cualquier tipo de espiritualidad dejaba entrever una sexualidad reprimida. “Cuando hablaba del tema, su voz se hacía imperiosa, casi angustiosa, y ya no se percibía ese escepticismo que mostraba con otros asuntos”. Para Freud su teoría no sólo era un numinosum, sino el bastión contra la negra avalancha del ocultismo y la parapsicología. Aunque le gustaba hacer gala de su irreligiosidad, había convertido la libido en el nuevo deus absconditus,científicamente irreprochable y libre del lastre religioso.

Jung nunca aceptaría esa idea. La sexualidad era demasiado simple para explicar la complejidad de la psique. Lo que emerge del inconsciente puede ser sublime y rastrero. “Si Freud hubiera admitido que la sexualidad era numinosa (es un dios y un diablo), no hubiera terminado encerrado en la estrechez de un concepto biológico”. La psique para Jung no era algo que pudiera dividirse, tampoco se la podía reducir a lo orgánico, o a alguna de sus partes, como pretendía hacer Freud con la libido. Lo numinoso conduce a extremos, ese es su peligro intrínseco. Jung había crecido entre campesinos y sabía muy bien que las berzas crecen sobre el estiércol, eran las gentes de la ciudad las que no conocían el establo humano. Freud le había enseñado a mirar con los ojos del enfermo, le había mostrado que todo el mundo tenía algo de neurótico, pero también que él mismo no había logrado resolver su propia neurosis.

En la mente de Carl Jung

El final de las obras completas del padre de la psicología profunda coincide este año con la conmemoración del centenario de su aportación más célebre al siglo XX, el inconsciente colectivo


El inconsciente colectivo cumple 100 años, aunque al parecer lleva funcionando desde el origen de los tiempos. La idea la formuló Carl Jung en 1916, inspirado en el inconsciente personal de Freud. Frente al creciente individualismo urbano, fue invención campesina, del hijo de un párroco rural que creció al abrigo de los bosques y las montañas. El inconsciente colectivo es algo así como una patria común y desconocida, se manifiesta aquí y allá, entonces y ahora, y es razonable pensar que lo seguirá haciendo. Para desarrollar la idea, Jung, de quien Trotta acaba de culminar su Obra Completa en 18 volúmenes con la publicación de Investigaciones experimentales, utilizó el concepto de arquetipo, una imagen que pertenece al tesoro compartido de la humanidad, que sobrevuela los climas y las épocas y que, siendo arcaica y primordial, puede adherirse al individuo sin pasar por una cultura particular. El arquetipo es una imagen con alto contenido emocional que nos ayuda en nuestra educación sentimental y a ordenar los tipos humanos. Ahora que las emociones vuelven a estar de moda (quizá porque la hora del puritanismo ha tocado a su fin, quizá porque resultan rentables en este capitalismo tardío que nos ha tocado vivir), es buen momento para hablar de ellas.

El poder del arquetipo no radica únicamente en la emoción, sino en que expresa al mismo tiempo un instinto biológico y espiritual (desvelado en el símbolo). De ahí su vinculación con la imaginación y su capacidad para raptar la voluntad. La tendencia humana a formar arquetipos es tan natural como la de los pájaros a construir nidos. Los arquetipos no se enseñan en las escuelas, sino que venimos con ellos al mundo (el viejo tema del innatismo). Son la expresión instintiva de la especie. Sus formas y figuras son interminables, nunca llegaremos a comprenderlos del todo y, aunque llegásemos a identificarlos, no agotaríamos sus significados. Se encuentran en las mitologías, los cuentos y las leyendas antiguas, pero también en las fantasías de hoy. Impresionan y fascinan porque pertenecen a la estructura heredada de la psique y porque, en un nivel más profundo, son órganos de percepción psíquica esenciales para el desarrollo espiritual. Para Jung la sabiduría consiste en armonizar lo consciente y lo inconsciente. Esa es la misión trascendente de la psique, el fin último del individuo: la superación del yo y la conquista del sí mismo (Selbst). Una conciliación de los opuestos que encuentra expresión simbólica en el Niño, el Círculo o el Mandala.

Jung no fue un escritor de la talla de Freud, tampoco fue un filósofo o un teólogo, sino un médico preocupado por las afecciones psíquicas. Consideraba que el alma era religiosa por naturaleza y que las neurosis de la madurez se debían al olvido de esa condición original. Como investigador científico, tenía prohibido hablar de Dios, y aunque fue un disidente de las religiones dogmáticas, nunca ocultó sus experiencias inmediatas con “algo que vive y permanece bajo el eterno cambio”. Como William James, fue sensible a los abismos que acechan a la psique, al aspecto perturbador y oscuro del inconsciente colectivo, que ponían de manifiesto que no siempre es posible controlar el propio itinerario mental. Individualmente, la personalidad se desarrolla a partir de elementos inconscientes, mientras que en el ámbito histórico y colectivo, lo inconsciente pugna por llegar a ser acontecimiento. Jung estaba convencido de que el análisis de ambos procesos lo realizaba mejor el mito que la ciencia, y en este sentido fue, en la era del positivismo, un defensor del humanismo.

La psique, con sus hondos abismos y alturas vertiginosas, aparece como un mundo inespacial que contiene una cantidad incalculable de imágenes, condensadas orgánicamente durante millones de años de evolución. Dentro de ese amplio panorama, la conciencia puede reconocer bien poco, y lo inconsciente constituye una influencia poderosa que puede apoderarse de la voluntad, arruinar la propia vida o transformar el mundo. Podemos interpretarlas mejor o peor, pero no podemos negar su influencia. Cuando Jung comprende que no puede tratar las psicosis latentes si no entiende su simbolismo, se consagra al estudio de la mitología. Descubre una serie de verdades que le acompañarán el resto de su vida: que el alma es más complicada e impenetrable que el cuerpo, que el alma no es un problema personal sino del mundo, que el peligro que a todos amenaza no proviene de la naturaleza sino del hombre y que es imprescindible que el psicoterapeuta se comprenda a sí mismo para curar al otro. En el análisis entra en liza todo el hombre y en las grandes crisis no se puede nadar y guardar la ropa, el médico ha de entregarse con todo su ser y en algunos casos no es posible la cura sin renunciar a uno mismo.

Durante años estudiará a fondo la alquimia, así como las tradiciones gnósticas y neoplatónicas. En ellas encontrará el principio femenino que no halló en el mundo patriarcal de Freud. Entonces constata que la psicología analítica concuerda con los mitos y arquetipos de la tradición alquímica. Para Jung los sueños, las visiones y los presentimientos no sólo compensan y equilibran la actividad de la vigilia, sino que dialogan con una “realidad” de la que no puede dar cuenta la causalidad física, sino que depende de los procesos arquetípicos del inconsciente. El tiempo deja de ser abstracto y homogéneo y, como en Bergson, pasa a convertirse en una entidad cualitativa: épocas negras, periodos brillantes. En el inconsciente colectivo se relaja la rigidez del espacio y del tiempo, lo que hace posible el fenómeno de la sincronicidad, que descubre tras el suicidio de un paciente y sobre el que profundizará en su relación epistolar con el premio Nobel de Física Wolfgang Pauli (una amistad que merecería un artículo aparte). Como en la mecánica cuántica, entonces en ciernes, la sincronicidad supone un cuestionamiento radical de las concepciones tradicionales del espacio y el tiempo, hace posible que en lugares distantes aparezcan los mismos símbolos o estados psíquicos de manera simultánea. Algo que no es raro de observar en situaciones arquetípicas como la muerte.
Tras su enfermedad de 1944, Jung barajó la idea de que alguien en otro mundo meditaba su forma terrena. Un presentimiento que evoca ese “alguien me deletrea” del poema de Octavio Paz, o aquel chamán del cuento de Borges que intenta crear un hombre soñándolo. Tuvo la sensación de que había alguien que adoptaba la forma humana para adquirir una existencia tridimensional, “como quien se pone un traje de buzo para sumergirse en el mar”. En otro lugar dirá: “No somos nosotros los que hacemos un sueño o un accidente, sino que surge de algún lugar a partir de sí mismo”. El inconsciente era el generador de la persona empírica, siendo aquel el espíritu rector (lo real) y éste una ilusión.
Cuando se aproximaba su muerte, Jung pudo hablar con más libertad de sus visiones y, como los antiguos profetas, insistió en su belleza e intensidad. ¿Es razonable pensar que fue un charlatán? Hay indicios suficientes para responder negativamente a esta pregunta. Cuando emergía de dichas experiencias, la ciencia le parecía “un lúgubre sistema de celdas y un horrible disparate”. Tenía entonces la sensación de que la vida era sólo “un fragmento de la existencia” y lamentaba que la razón crítica hubiera hecho desaparecer el sentido de la trascendencia, dado que el individuo moderno sólo se identifica con su parte consciente. Mantuvo cierto escepticismo respecto a los mitos, de los que “no podemos saber si tienen alguna validez por encima de su valor de proyecciones”, e insistió en la fragilidad de las certezas y lo limitado de la condición humana. Le interesaron los fantasmas, pero dejó abierta la cuestión de si debían identificarse con el muerto o eran una proyección del vivo. Tenía claro que tras la muerte no se desvelaba el enigma de la existencia, pues los muertos preguntaban como nosotros, y aunque admitió que no todo el mundo necesitaba la inmortalidad, creyó necesario formarse una opinión sobre el asunto. Renunció a poner por escrito sus “revelaciones”, reconociendo simplemente que vivía en un mito que le permitía plantear dichas cuestiones. Jung tuvo claro, como el budismo, que somos el vector donde confluye el patrimonio de nuestros antepasados y que, cuando muramos, nuestros hechos nos seguirán. Que nuestra psique continúe existiendo tras la muerte no implica necesariamente que algo de nosotros se conserve eternamente. Asumió que cada ser humano es una pregunta dirigida al mundo y que él debía aportar su propia respuesta.
Juan Arnau, ensayista, astrofísico y doctor en filosofía sánscrita, es autor de La invención de la libertad (Atalanta).
(El País . España)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+