domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (14)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

7 / LA FE

El propio Ernesto, sin embargo, llegó a achacarle el robo de la Pentax a la naná cleptómana del Cordobés, pero fue puro teatro y después de algunos días de volver a lavar platos hasta el descoyuntamiento, el hombrecito habitado por Satanás se escapó a fumarse a Amsterdam y yo me quedé solo con el Fatiga. Y una noche nos propusieron hacer un show a prueba en La rueda, una taberna española que quedaba en la hoy desaparecida rue de la Cossonnerie, al borde de la gigantesca excavación lunar modernizadora que había hecho desaparecer el mercado de Les Halles, y terminamos largando el Bateau: ahora teníamos treinta francos fijos de manga y mucho mejor comida y canilla libre de otra categoría.

La rueda estaba recomendada como lugar auténtico hasta en Le nouvel Observateur y lo mismo podía caer un ministro peronista como cualquier latigueadora de la calle de los sex-shops mimada por el fiolo, y si se encamotaba con los boleros y te metía un barquito-billete en la guitarra tenías que seguir tocando hasta el amanecer.

En la taberna había un perro ovejero bautizado Poeta, que a veces era obligado a cantar para algún personaje o porque al patrón se le ocurría convidar con tortilla y cachondear, nomás. Le ponían una canción con mucho ruido de púa donde una desgarradora voz andrógina flamenqueaba ofreciéndole su corazón a la Inmaculada, y al animal le dolían tanto los oídos que llegaba a emitir una línea melódica completa y uno no podía menos que aplaudirlo.

Y esa semana cayó Bénédicte al Stella sin previa llamada y me ordenó un poco la chambre y después la acompañé hasta el Bateau porque había una reunión familiar igual a la de la noche cuando nos conocimos, y unos pocos metros antes de llegar a la esquina me vino un vértigo tan grande que traté de besarla con los labios cerrados contra la pared del Lycée Henri IV pero sacó la cara. Fue la primera vez y última vez que la pude contemplar vestida de mujer, con un vestido hindú medió celestón, y era algo tan hermoso que estuve a punto de ponerme a aullar como el Poeta.

Pobrecita. Había perdido la virginidad en el campamento de verano de tercer año y no le gustó nada, y el muchacho elegido deslumbradamente ni siquiera la volvió a tocar. Un trámite sartreano. Il faut être libre, quoi.

Y a los dos días apareció a contarme que en el Bateau festejaron el cumpleaños de la madre y se tomó dos rouges y le ofreció el poema que yo nunca llegué a leer a un flautista argentino ya canoso, el Coya, que ahora tocaba sentado en mi banqueta y que una vez comentó en el estudio donde grabamos juntos con los changos El evangelio criollo que una buena concha se chupa igual que una buena quena.

Yo no rezaba, así que lo único que pude hacer fue agarrarme la cabeza y esperar el resto del cuento, aunque la humillación terminó allí. Ella lo fue a visitar igual que una perrita y cuando vio que las paredes del apartamento de la bestia estaban llenas de fotos de orgías se escapó corriendo. Entonces me pidió perdón cenicientamente y yo traté de reírme, pero después no quiso que la acompañara al métro y no volvió en un mes y me prohibí desesperadamente llamarla por teléfono aunque una madrugada me sentí peor que el Poeta y volví de la taberna y recé. Que venga, murmuré mordiendo un Peter Stuyvesant como si fuera un cirio: Porque si no, no hay nada.

Y a mediodía crucé a desayunar al bar de la esquina y a los cinco minutos la nena entró reverberando y me pidió que la llevara a tomar cerveza al Rostand y allí me dijo que ahora creía en todo.

En todo lo que pensás de la gente y de la vida y del amor y de la verdad, se reía flotadoramente: Creo en todo de verdad.

Yo atiné nada más que a borrarle los bigotes de espuma y esta vez fue ella la que se confundió y murmuró que a lo mejor había llegado el momento de estar juntos y demoró un segundo en sondearme y corregir: No, claro. Así estamos bien. Me tengo que ir volando porque si no en casa me matan.

Nos despedimos en la estación del Lux besándonos las puntas de la boca, como siempre, y yo me caminé toda La Contrescarpe cantando Gracias a la vida.

En aquel tiempo no me sabía de memoria el mejor de los sonetos que se escribió jamás en cualquier lengua, porque el festejo más perfecto hubiera sido gritarle a todo París igual que si regalara pájaros: Muéveme en fin tu amor en tal manera / que aunque no hubiera cielo yo te amara / y aunque no hubiera infierno te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera / porque aunque lo que espero no esperare / lo mismo que te quiero te quisiera.


8 / EL SÓTANO

Ernesto llegó de Amsterdam con maruja colombiana y salimos a recorrer el Lux y nos sentamos en una gran terrasse que había frente a la Closerie des Lilas, y le conté la boda de Notre Dame con el Hijo y se amaravilló y enseguida dijo que teníamos que hablar de una cosa muy jodida y yo pensé en la Pentax.

Gracias por tener la humildad de dejar pasar primero la noticia de mi enamoramiento, tuve necesidad de solemnizar: ¿De qué qué querés hablarme? Pa, se aplastó casi con femineidad los rulos que le tapaban la calva delantera: Me acabás de matar de verdad con eso. Mejor lo dejamos así. Y yo estaba tan feliz que no le di importancia a la palidez color panza de sapo que parecía escamarlo.

Y esa tarde el Fatiga se fue al sur y apenas terminé una oda-réquiem dedicada a la hemorragia que le descuartizó la infancia a Bénédicte el hombrecito me invitó a tomar un café en la esquina y mientras bajábamos sentí como si me llevaran a un matadero imposible de imaginar. Y después que nos atendieron Satanás se dio vuelta en el mostrador y me traspasó con el verdor de un sótano mucho más hondo que la montaña del cadáver de mi abuela y murmuró: Vos me venís cagando la vida hace tiempo. Alguien me sostuvo desde atrás porque me caí de la banqueta y enseguida volvió a aparecer el Ernesto sin fluorescencia: Tranquilo, Huguito. No te pongas así. Y entonces pude concentrarme estudiando el botellerío de la barra y al final prendí un Peter Stuyvesant y me calmé bastante: ¿Con qué pensás matarme?

La verdad es que el homúnculo paranoico de Trelew nunca precisó amenazarme explícitamente y mucha gente piensa que esta tragedia potenciada por la marihuana no es nada del otro mundo y tiene su razón. Pero yo me pasé años sin poder mirar fijo ni siquiera a mi padre y ese verano Emilio Arteaga, que trató de ayudarme con una piedad y un asco superpuestos a lo Pilatos, tuvo que reconocer en Saint-Tropez: Qué lo parió, Principito. Ese tipo quiso matarte y te mató, nomás.

Y lo importante fue haber decidido en aquella banqueta, mientras la fluorescencia de Satanás entraba y salía de Ernesto como el barrido circular de un faro: Dentro de diez minutos tengo que ir a laburar y volver esta noche a dormir en la chambre y si le pido a Carlitos que me defienda ni siquiera va a poder entenderme y si llamo de larga distancia a casa no soy un hombre: soy una gallina de mierda. Y en este momento hay gente peleando en todo el mundo contra cosas muchísimo peores y además yo lo único que hice fue tratar de ayudarlo a creer. Acá lo único que hay que hacer es acordarse de Jesús de Nazaret, padre. Acordarse del Hijo.

Pero esa noche en la taberna me tuve que zampar unos cuantos rones puros y terminé escondiéndome en el baño para agarrarme el badajo mientras rezaba: Ahora preciso eso que llaman valentía. Nada más. Nada más.

Y mientras volvíamos al Stella le comenté a Carlitos que Ernesto tenía un ataque de paranoia espantoso aunque le pedí que me dejara subir solo y en la chambre encontré nada más que El pozo abierto y subrayado en el capitulito que dice: Sólo dos veces hablé de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza.

Y a los cinco minutos entró Satanás con las córneas color malvón y me comentó que París estaba precioso para caminar pero yo me puse el piyama y me fumé el último Peter Stuyvesant y me dormí enseguida. ¿Me hizo dormir la fe?

Ya estábamos por bajar a Cannes en cualquier momento con los muchachos y al otro día conseguí que mi santo y único alumno de guitarra, el ingeniero Marc Bugeia, me prestara los quinientos francos que debíamos en el hotel y salute París.

Ernesto se fue a vivir a la camioneta de un gitano medio clochard que vendía droga y yo lo esperé en Cannes y en Saint-Tropez todo el maldito verano, y aunque Emilio lo vio en Saint-Raphael nos reencontramos recién en París a fines de setiembre.

La noche que nos cruzamos frente al Bateau parecía cambiadísimo y fuimos a tomar algo y me confesó que nunca le había pasado nada tan horrible como lo de aquel día y yo le contesté que a mí tampoco y de golpe me preguntó si seguía escribiendo.

Y cuando le conté que en Saint-Tropez hacía eyaculado más de cien sonetos en una semana me di cuenta que adentro de aquella gárgola quedaba tanto odio que el trabajo más grande de los hermanos humanos convocados por Vallejo era seguir creyendo en el olfato físico con que se ora y el instinto de inmovilidad con que se anda en dirección a Notre Dame y además en estos casos conseguirse un cuchillo.


9 / SAINT TROPEZ

Aquel segundo verano la policía de Cannes expulsó a todos los mangueros de la Croisette y hubo que rehacerse en Saint-Tropez a mitad de temporada y quince días antes de sacarme una foto abrazado con Brigitte Bardot llegué a andar hasta sin medias porque las que tenía se me agujerearon del todo y no sobraba un franco.

Pero a mitad de agosto conseguimos incluso un laburo fijo en el piano-bar Chez Guislaine y terminamos comprando una carpa-iglú en el Pam Beach Club, un camping seminudista de la plata de Pampelonne.

El verano de Saint-Tropez tiene una radiación dantesca muy pareja, aunque hay tres días de entrecruce del mistral y la tramontana que hacen volar hasta la degeneración, y el puerto quedó vacío y la última noche los muchachos se engancharon con las reventadas locales y yo me encerré en la carpa tratando de apuntalar la estructura de goma inflable con el estuche de la guitarra y las mochilas mientras tecleaba un epitafio tanguero hasta que se me ahogó el farol a mantilla y se me acabaron los fósforos y amanecí amortajado por el derrumbe y ya ese mismo día se debilitó el turismo y pudimos alquilar dos piezas en una pensión de la plaza donde los pescadores jugaban a la pétanque y ahora aquello era un lujo.

Ese año Brigitte Bardot cumplió los cuarenta y anunció su retiro del cine y yo le escribí una oda in situ después de la primera fiesta donde tocamos y bailamos juntos y después la retraté con devoción en Cantor de mala muerte, pero para mí la mujer más importante de Saint-Tropez fue Colette Charmeteau, la naná de Carlitos que bajó a dedo desde París porque en enloqueció esperando que el botija la mandara a buscar.

Colette era del campo y la conocimos trabajando como moza en un restaurant de La Contrescarpe y yo la invité a salir enseguida y bogábamos dulcemente por los museos y cuando su corazón de pájaro y su perfume triste empezaban a transformarse en una fina caridad de mi rutina, para hablarlo en Homero Expósito, ella se enteró que Carlitos tenía fiebre y le llevó unas tartas y a la semana se mudaron juntos.

Ahora parecía la Lena Grove de Faulkner recorriendo el sur con una fe cieguísima, y uno le podía captar el paso entorpecido por un vientre ilusorio más hermoso que las montañas de la Costa Azul. El botija la echó y no sé si le dio plata para tomar un tren y recién ese otoño en París, cuando volvimos a compartir los discos de Zitarrosa y el mate y los poemas que casi me sacaba de la mano, supe que ella se creyó hasta los huesos que el latin lover tenía veintidós años y quería formar una familia igual que la de su hermano Emilio y que mientras esperaba que la mandara a buscar llegaba del restaurante y se ponía una almohada abajo del vestido para soñar que estaba embarazada.

A Colette la habían violado en un baile de su aldea natal a los catorce años y abrigarnos mutuamente más acá o más allá de cualquier posible toque fue una especie de peregrinación a una altura sin fondo y no importa más nada.

En la pensión de la plaza devoré el resto de A la sombra de las muchachas en flor y justo cuando cambió el clima se me acabaron las pastillas de betametasona y Guislaine demoró un fin de semana en conseguirme recetas y una noche que me asmaticé le acepté unas pitadas de hasch a Carlitos y terminé internándome en la colina de la Citadelle y de golpe se me cruzó un gigantesco pavorreal que venía caminando desde el fortín hasta que tremoló como un ángel y se hundió plateadamente en el cielo turquesa geometrizado por los pinares cézannianos y se me abrió tanto el pecho que escuchaba indicaciones: aquel lacre-pozzuoli de los tejados del puertito eran la tonalidad de la misericordia terrestre y ahora había que doblar a la derecha siguiendo el trillo de la muralla medieval y enfrentarse a la testa solar que penetraba en el golfo y entonces entre la anaranjada reverberación ovoide emergió la floralidad de dos barcas de vela avanzando solas y juntas y supe que para cualquier paisaje matrimonial clarividente la montaña es más importante que el mar. Igual que como vivimos hace treintaidós años con Rosina. Abajo estaba el blanquísimo cementerio marino de Saint-Tropez y entendí que todo lo ofrecido por la materia es justo y recién el 3 de diciembre de 1974 trasladé aquella ascensión a un texto que titulé Para mi muerte: Que recorran las aguas álgidas de Jesús / o el corazón del rojo cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja saltando hasta el león / o se brille brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema tanto ya que este poema existe. / Y una muchacha fértil perfumará la noche. / Que se comulgue siempre detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. / Que no se diga más.

Y cuando crucé la plaza polvorienta todavía avioletada por los plátanos para volver a la pensión había cambiado todo.

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