por Silvina Friera
Lo extraño –eso que aumenta la perturbación en sangre por
ser inasible– surge en la confluencia de lo anacrónico y una tecnología del
presente. ¿Qué es un kentuki? No es más que el cruce entre un peluche
articulado y un teléfono móvil, conectado de por vida con otro usuario; un
peligro potencial, una pesadilla demasiado cercana, cuando se extrema la
cuestión de que algunos pagan por mirar a otros o por exhibir su intimidad.
“Qué tipo de reglamentación emplearía el gobierno con una cosa así. No se podía
contar con el sentido común de la gente, y tener un kentuki circulando por ahí
era lo mismo que darle las llaves de tu casa a un desconocido”, dice un
personaje “menor” de Kentukis (Literatura Random House), la inquietante novela
de Samanta Schweblin, el primer libro que publica después de haber sido
finalista, el año pasado, del prestigioso Man Booker con Distancia de rescate,
traducida al inglés como Fever Dream, un relato largo de 124 páginas que fue
catalogado como “novela”. Una etiqueta que funcionó, que resultó efectiva y
potente, aunque paradójicamente la primera proyección de esta escritora
argentina que vive en Berlín, su “rareza” constitutiva, fue el hecho de que
hasta hace un tiempo sólo había publicado libros de cuentos, como los
excepcionales Pájaros en la boca y Siete casas vacías.
“Recuerdo que estaba
acá, en Buenos Aires, viajando en colectivo, yendo para un almuerzo con la
familia, y venía pensando mucho en la tecnología por lo que me pasa en Berlín;
gran parte de mis comunicaciones están mediadas por la tecnología. Justo coincidió
ese viaje con el pequeño boom que hubo de las imágenes de los drones en los
medios, que de pronto nos mostraron una nueva realidad de una ciudad que ya
conocíamos, pero nos revelaron un montón de espacios que nos estaban vedados.
Ahí me apareció la idea del kentuki, pero tardó en convertirse en novela”,
cuenta Schweblin en la entrevista con Página / 12. “Lo que propone un kentuki
es el acceso remoto de un ciudadano a la vida privada de otro. No hay nada
nuevo. Me llama la atención que a muchos lectores les dispara la idea de la
ciencia ficción, un género que disfruto como lectora, pero me pregunto por qué
hacemos ese salto, por qué vivimos en una realidad hiperconectada con tanta
naturalidad que todo está aceptado y nada nos hace ruido, pero cuando trasladamos
eso a la literatura es una novela que habla de las tecnologías. No creo que
Kentukis sea una novela de ciencia ficción porque no ocurre nada en una
instancia futura. Pensar las tecnologías todavía nos resulta algo que pertenece
al futuro; ahí hay un ruido muy extraño que me encanta”.
¿Por qué se ponen las
tecnologías en el futuro?
Todavía las estamos
digiriendo; es algo que por su propia utilidad y por lo que resuelve durante el
día, uno la absorbe muy rápido, pero como sociedad aún nos falta decidir un
montón de límites legales, límites logísticos, pero también límites morales;
límites respecto a dónde empieza lo privado y dónde lo público, hasta dónde se
puede ver o avanzar sobre la mirada del otro. Todo esto todavía está muy a flor
de piel.
¿La novela está más
en la zona de un realismo anómalo, tecnológico, desviado?
Si bien la tecnología
está súper presente en el libro, lo más tecnológico que se dice es que el
teléfono tiene una tecnología 4G. Me ocupé adrede de que la tecnología no sea
nunca un problema, que el texto hable de las conexiones humanas. La novela
pertenece al código de lo real, de lo contemporáneo; no hay nada extraordinario
que haya inventado. En todo caso, sería casi una suerte de simulacro, pero la
literatura es siempre un simulacro; toda la literatura es un ejercicio sobre la
pregunta “qué pasaría si”, incluso el realismo más duro.
Quizás habría que
pensar a Kentukis en relación con la serie Black Mirror...
Me encanta Black
Mirror; lo más interesante de la serie es la oportunidad de pensar ideas nuevas
en el mundo literario. Ese primer capítulo en el que hay que cogerse al cerdo
me parece brillante. Pero aun así, Black Mirror está puesto en un futuro muy
inmediato, casi la semana que viene. Tiene ese olorcito a futuro. En cambio,
tengo la sensación de que Kentukis está pasando en este mismísimo momento. Es
casi como la invención de una app: lo que hace una aplicación es reutilizar
tecnologías que ya están para dar nuevos servicios.
La novela transcurre
en varias ciudades de México, Italia, Canadá, Israel y la Argentina, entre
otros países. ¿Cómo imaginó los espacios por donde circulan las historias de
Kentukis?
Desde que nació el
primerísimo borrador estaba la idea de personajes en distintos lugares del
mundo conectados a través de los kentukis; una vez que una conexión se
establece, esas dos IP quedan asignadas juntas para siempre. Lo global es parte
de la idea germinal de cómo funciona un kentuki. Pero también tuvo que ver
estos últimos cuatro años en los que me la pasé viajando. Como dice mi maestra
Liliana Heker: “los libros no dan dinero, pero te permiten conocer el mundo”.
La mayoría de las ciudades, salvo algunas excepciones que necesitaba, son
ciudades que conozco, incluso en las que he vivido. La tecnología, que también
es uno de los temas del libro, ayudó a construir esos escenarios desde la
escritura; usé mucho Google Maps y Google Earth. Hay un pueblo abandonado
Surumu, en Brasil, a unos kilómetros de la frontera con Venezuela, que es uno
de los pocos lugares que no conozco. Si accedés con Google Earth, se puede ver
lo que describo en la novela: es un pueblo colapsado de cabras. No hay nadie
viviendo, no hay ningún rastro humano, pero hay una moto roja parada en el
medio del pueblo. Entonces sí hay alguien ahí...
En ese pueblo aparece
el caso de una chica raptada. ¿Esto lo imaginó o lo tomó de una historia que
leyó?
En principio, es pura
imaginación la idea de plantear qué pasa si en mi conexión con un kentuki veo
algo que es tremendo, hasta qué punto estamos obligados a denunciar la
violencia, cómo se puede seguir un caso por fuera de lo legal. Una vez que
elegí contar eso, empecé a investigar un poco dónde está el cruce más
importante de trata de mujeres, y justamente esa frontera entre Venezuela y
Brasil es uno de los más fuertes.
Aunque en la novela
uno de los personajes interviene, ¿qué hacer ante situaciones en que las
tecnologías permiten ver que se está cometiendo delitos? ¿Hay que intervenir?
Sí, hay que
intervenir porque vemos mucha violencia en las redes todo el tiempo. Pero hay
una gran diferencia entre la violencia de archivo, por así decirlo, y la
violencia que está sucediendo en el mismísimo momento en que la estás mirando.
O sea que con la intervención se puede hacer una diferencia entre sobrevivir o
no. El tema es a quién se recurre, porque en la novela se habla de cómo tratar
de localizar a la policía o a las fuerzas armadas no sirve para nada porque
están metidas en el problema, pero lograr movilizar a determinados medios de
comunicación compromete a cierta comunidad. La presión social resulta ser mucho
más efectiva que recurrir a policía.
¿Qué pasa cuando
alguien usa la intimidad de otro para hacer “una obra de arte”?
Ya hay mucho arte
hecho con la intimidad del otro que leemos como aceptable, pero también como
inaceptable. La exposición de nuestra intimidad es la gran nueva penalización
social. ¿Qué significa esto? Todos estamos expuestos, sabemos que en el simple
recorrido de salir de la ducha y llegar al trabajo fuimos muchísimo más
filmados de lo que imaginamos, sobre todo en Berlín, la ciudad que más cámaras
tiene de toda Europa: podés seguir a alguien desde que sale de su casa hasta que
llega al trabajo. Estamos siendo filmados, pero eso no implica que seamos
mostrados. Ahora, en el momento en que te pasa algo o hacés algo que no
deberías, todo eso se vuelve en contra. La gran penalización social es que se
ve todo: qué estabas haciendo y con quién estabas. No sé si esto no funciona
como un gran mecanismo panóptico en el que si te corrés de lugar te ven en tu
peor momento. Incluso para el que es víctima también. Hace unos meses atrás en
Berlín, unos chicos en el subte golpearon azarosamente a una mujer; no había
ninguna razón. Fue tremendo, súper violento. Quedaron expuestos tanto los
culpables como la víctima. Qué delicado, ¿no? La víctima no sólo sufrió los
golpes, la violencia, sino que además vivió la exposición brutal; todo el mundo
vio cómo la golpeaban, cómo quedó tirada; un nivel de exposición no tan brutal
como que te muelan a palos... Pero andá a saber hasta qué punto le arruinás la
vida a esa mujer mostrando todo eso.
¿Qué otras historias
de la novela están inspiradas en experiencias cercanas?
La residencia de
artistas de Oaxaca existe; hay una especie de hotel para estos artistas donde
se los trata como dioses en el medio de un pueblo muy pobre. Viví en esa
residencia tres meses, en esa habitación donde vive Alina, uno de los personajes
de la novela.
¿Hay una crítica
hacia las residencias de artistas por esto de estar viviendo como ricos en
medio de una pobreza extrema?
Sí. Las pocas
residencias que hay en Latinoamérica aíslan a los artistas; no se los pone en
relación con el espacio social. Quedan aislados en estas especies de hoteles
cinco estrellas, donde toda la vida se resuelve ahí adentro. No hay ninguna
razón para salir; es como una burbuja.
Sin adelantar el
final, la pregunta sería, ¿se puede escapar de la situación de vivir en una
burbuja?
Sí, se puede escapar.
De hecho, el ejercicio del artista es escapar. Después, cada uno elegirá cómo
hace ese ejercicio de escaparse. A veces uno está muy enredado en la vida
cotidiana, en los problemas y en las guerras en las que uno eligió participar;
entonces la posibilidad de aislarte un mes en una de estas residencias para
poder conectarte con lo que querés escribir al final es importante. Yo lo hice
también, me he pasado encerrada en esas residencias. Quizá es un poco injusta
mi crítica, pero es una crítica más global respecto a estos espacios tan esnobs
en los que se estaciona el arte.
¿Cómo escapó de esa
situación?
No sé si escapé;
sería muy pretencioso darlo por sentado. En el caso de la literatura, escapa
cuando es efectiva, por su calidad literaria, porque la literatura tiene un
impacto muy grande en nuestra realidad. La literatura es lenta, pero tiene un
efecto muy subversivo, en el sentido que hace tambalear un montón de acuerdos
morales y sociales. Y los hace tambalear porque actúa de modo muy subterráneo.
Pero actúa. Siempre me gusta pensar en la literatura como la quilla del timón
en un barco; un barco enorme, pesado, que ocupa mucho lugar, que parece
imposible de movilizar y hasta torpe. Y tenés la quilla que es pequeñita, que
ni se ve, no representa ni el 0,1 por ciento del barco; pero esa pieza hace que
en un mes un barco llegue a un continente o a otro. Esa es para mí la función
de la buena literatura.
¿Qué pasó con la
Samanta que escribía cuentos?
Es la misma Samanta
que escribió Kentukis. Para mí, la novela es un género que interrumpe un poco
mi ejercicio del cuento, pero el ejercicio del cuento es lo que pasa todo el
tiempo. Entre Distancia de rescate y Kentukis, hay un libro de cuentos: Siete
casas vacías. Y ahora se está gestando otro. Mi gesto natural es escribir un
cuento. La novela me sale cuando me falla el cuento. Sigue siendo el género que
más leo, que más disfruto, el que más practico.
¿Hasta qué punto
cambió su proyección internacional el hecho de que Distancia de rescate haya
sido nominado al Man Booker Prize?
Fue muy importante,
sobre todo porque está la lista larga y la lista corta de nominados. Y la
novela quedó en la lista corta. Eso fue lo más importante que me pasó a nivel
visibilidad con mis libros. La proyección que le dio a mi carrera y el tipo de
puertas que abrió fue muy grande. En esa lista corta había autores como David
Grossman y Amos Oz, que son autores que leo como uno lee a (Raymond) Carver,
son esos autores que estudiás con devoción. No son autores con lo que estaba
preparada para compartir una lista de posibles premiados (risas).
(Página 12 / 29-10-2018)
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