por Bárbara Pistoia
¿Qué se puede escribir sobre Patti
Smith después de su propia escritura en Éramos unos niños (Lumen,
2010)? ¿Qué intimidad y zona sensorial podríamos desentramar después de ese
documental de oro que es Dream of Life, de Steve Sebring, también
convertido en un coleccionable libro estilo enciclopedia?
Patti abre su corazón como pocos. No
repara si sus aperturas contradicen las etiquetas que el mundo le impuso o
incomodan y espantan al público.
Hija de un ateo que leía la Biblia y
de una Testigo de Jehová, ella misma nos contó cómo con los años cambió la
oración por el amor a los libros cuando en su preadolescencia pensó que si en
el cielo no iba a encontrar arte ya no le interesaba ir. Lectora de los poetas
malditos, caminante de cementerios, poeta de iglesias abandonadas, alma gemela
del muñeco bravo Robert Mapplethorpe, amante de los Rolling Stones, Dylan y
Coltrane, Patti se sumerge en su ser y levanta una religiosidad que sólo
responde a su carne, a su sangre, a su visión y se desapega de la mirada ajena
vampira, haciéndose a cada paso más humana y, consecuentemente, más mortal.
La misma mujer que en su juventud
encendió al mundo diciendo que Jesús no había muerto por sus pecados provoca un
título de nota al confesar que reza por el Papa, y se acerca a una audiencia
pública para abrazar a Francisco con la misma emoción con que se aferraba a la
pierna de William Burroughs para dejar descansar su cabeza en la rodilla de él.
Madre de dos hijos, estricta y exigente, “a lo antigua”, con un embarazo no
deseado rozando los 20 que resolvió dando en adopción, pisa suelo argentino y
lleva su puño hacia lo alto con el pañuelo verde del aborto legal,
seguro y gratuito atado en la muñeca; y en su puño cerrado hacia el
horizonte -con toda su fuerza y convicción- alza no sólo la historia de las
mujeres argentinas y de las mujeres todas, también su propio recorrido hacia el
deseo maternal y su activismo lúcido: “Todo lo que hago pasa por mi maternidad.
Eso quiere decir que soy madre de todos los niños de todos los géneros y así es
como hago mi trabajo”.
Entonces, ¿qué se puede escribir de
Patti más allá de todos sus versos, performances, conquistas y acreditaciones?
Bueno, siempre hay algo más, por más que sea mucho más básico de lo ya tan
conocido, pero no por eso menos dulce, íntimo y vincular con su energía más
potente.
Todavía faltaban un par de años para
que los ’60 llegaran a su final cuando nació su amistad con Judy Linn, quien
despedía la década comenzando a sacar fotografías. Las dos vivían sumergidas en
sus estudios de arte y filosofía, pero también adoraban ver catálogos de moda y
dibujar, y esa fue la manera en la que comenzaron a compartir el tiempo.
“Yo todavía deseaba muy dentro mío
ser modelo”, confesó Patti, “así que fue natural posar para ella, me sentía
protegida por la atmósfera que creábamos juntas”, y recuerda con gracia:
“Teníamos una narrativa interna, era como si estuviéramos produciendo nuestra
propia película. Y, bueno, también hice la audición para nuestra película y me
quedé con el papel”.
El resultado de aquel deseo y la
complicidad entre ambas se puede disfrutar en el libro Patti Smith
1969-1976, de Linn (Abrams Image, 2011); libro que, además, funciona como
una ventana indiscreta al mundo de dos chicas de veintitantos copando un
departamento en Brooklyn, una habitación en el Chelsea y flameando por la
ciudad.
Estos retratos están llenos de
historia, conviven con la tristeza por la muerte de Brian Jones y los recitados
de Patti a su memoria, con la admiración a flor de piel por una inquietante y
misteriosa Diane Arbus, con los romances que se caen y se levantan, con la
soledad acompañada y la ansiedad social de la época, pero también suceden en
plena experimentación poética, musical y creativa de ambas, mientras buscaban
darle forma a un destino que aún estaba lejos de ser el que finalmente fue. En
definitiva, estas fotografías forman parte del palpitante Nueva York de
aquellos años, “los años en los que todo estaba por suceder”.
“A las dos nos encantaba el café
negro, las enaguas negras y el lápiz de cejas negro. Entendíamos el impacto de
los jerseys de cachemir y los collares de perlas, a pesar de que nunca los
usábamos. Adorábamos a Robert Bresson y Albertine Sarrazin, nos derretíamos con
la escena del jukebox en Band of Outsiders, la escena de los
pájaros en la cabeza en Judex, y el juicio de Falconetti rodado por
Dreyer. Vivíamos para el cine, especialmente aquel con subtítulos”, describe
con detalle estético y énfasis gozoso Patti su amistad con Linn, quien la
fotografió jugando con su ropa y con el desorden de los ambientes, arreglada y
desalineada, maquillándose, despeinada, rendida y fugaz, desnuda, desafiante y
seductora, inocente, sonriendo suave y riéndose con ganas, mirando a la cámara
de frente con su cara lavada y sus ojos que parecen de felinos.
La Patti percibida por Judy derrocha
ternura y salvajismo. La unión de ambas recrea un paisaje de fuerza interior,
de erotización esencial, esa percepción del momento único e inexplicablemente
erógeno que solamente funciona así para uno. Son fotografías que exploran
vacíos y vulnerabilidades, el amor y sus duelos, el renacimiento del amor y sus
procesos. Pero, sobre todo, es un libro de amistad entre dos mujeres, y sus
páginas dan rienda suelta a ese mundo femenino sin mandato, en complicidad y
transparencia, siendo esa la clave que hace a esta obra tan destacable, porque
recrea un mundo femenino en su concepción más profunda y compleja: la feminidad
propia, desatada y entregada -sin redención alguna- al antojo, según lo que es
para una y lo que es para otra, pero, a su vez, construyendo otra feminidad
juntas.
Un mundo femenino en donde las
texturas se levantan a partir del deseo y del fervor -y eso incluye el no deseo
y el no fervor- sin temor ni pudor alguno por el ser y hacer “cosas de chicas”,
o como lo describen ellas: “éramos dos chicas sin tener a quien agradar”. Y
esto sabe a real, aunque entre las páginas se cuelan los rulos enormes, las
carabelas y la sonrisa siempre irresistible de Mapplethorpe, en pleno pasaje de
la intimidad a la transmutación de su valiosa y rica amistad; y también hay
espacio para el comienzo de la relación entre ella y Sam Shepard, inundando el
blanco y negro fotográfico de teatralidad, pasión y romance.
La cronología fotográfica a la que
invita el libro de Judy Linn coincide con los tiempos de preparación y el
lanzamiento de Horses, el disco debut de Patti Smith (diciembre de
1975). Este álbum erosionó la escena musical y la época: una obra siendo punk
antes de que el punk tomara su forma y su potencia.
“Cuando yo era joven la idea de que
una chica tuviera una banda y fuera una potencia sobre el escenario ni siquiera
existía. Había grandes cantantes y grupos de mujeres, pero no existía
precedente para algo como lo mío. Para mí, todo evolucionó de manera orgánica a
partir de mi poesía. Tenía demasiada energía para dedicarme a recitar delante
del público”, y es por eso también que Horses resultó ser lo
innovador que fue, porque encontró la forma de manifestarse espiritual y
creativamente de manera íntegra, sin ceder en su búsqueda ni en “el poder de la
palabra”. En definitiva, siguió su deseo.
Por eso nos suena tan verdadero y
familiar cuando la escuchamos decir que el punk es libertad. Y por eso, más
allá de despreciar las etiquetas, se permite jugar con una en especial: “Me
llamaron reina del punk, también princesa del punk y después madrina del punk,
ahora he leído abuela del punk, pronto me van a llamar dinosaurio del punk”.
Patti simplemente es lo que quiere
ser, lo que busca ser, lo que intenta ser. Siente, piensa, repudia, acciona,
observa. En su ir hacia adelante compone, canta, escribe, recita, fotografía,
filma, rememora, repasa y corrige: “Jamás quise romantizar las muertes trágicas
de ningún músico, pero sí quise y quiero que sean recordados. No le escribo a
los estilos de vida de Jim Morrison, Hendrix, Cobain o Amy, le escribo a sus
espíritus, a su arte, a sus obras, y también al corazón de cada uno de ellos.
Siento profundamente sus muertes, ¡hay tanto por lo que vivir!”
Y ella vive, viaja en el tiempo y
atraviesa el mapa, por lo que su puño en alto tiene tanto ímpetu porque ahí
también conviven otras realidades, otros reclamos, otros anhelos que rebotan
siempre en el anhelo mayor: venceremos. Y también en la incertidumbre, en la
pregunta inevitable y desesperadamente abierta: ¿venceremos?
“Creo que todos soñamos con lo que
puede llegar a pasar a través de nuestra unión… Tenemos el poder, la gente
tiene el poder”.
(Polvo / 31-10-1018)
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