La espera del tren
que traía a nuestro tío fue muy larga. En aquella inmensa gruta con techumbre
de hierro a la que llamaban estación ferroviaria esperamos toda la tarde, vimos ponerse el sol y
seguimos esperando hasta bien entrada la noche... soportando un calor que marchitaba
las flores, la ropa y a los seres humanos.
La enorme masa
humana que abarrotaba aquel lugar se sentía más bien confusa, pues los
altavoces que anunciaban los números de las vías de los trenes que llegaban
resonaban con tal estridencia que nadie podía entender lo que decían. Los
andenes vibraban y se estremecían cada vez que llegaba un tren. El chirriar de
los frenos que inmovilizaban las ruedas de hierro, el metálico estruendo y los
ensordecedores silbidos, el olor de los aceites de las chimeneas de las
locomotoras y del queroseno de las linternas que los ferroviarios sostenían en
sus manos... todo era abrumador.
Los trenes estaban
hechos de hierro y acero ennegrecido y ensamblados con lo que parecían centenares
de ruedas, tanto grandes como pequeñas, perfectamente fresadas, así como con
miles y miles de remaches por todas partes. Los vagones ostentaban una preciosa
inscripción dorada perfilada en rojo.
Las locomotoras
triplicaban la altura del más alto de los hombres. El calor que despedía uno solo de los
trenes era como el soplo de veinticinco hornos blindados, unidos entre sí por medio
de unas gigantescas abrazaderas. Las personas permanecían indolentemente
apoyadas contra los pilares de la estación, y sin hacer el menor esfuerzo, tal
como lo expresaba mi padre adoptivo, «schevet como elefantes».
Desde mi
perspectiva de niña, todo eran codos, estómagos y traseros, todo eran hombros,
estiramientos de cuello, manchadas camisas de hombre, mujeres con sombreros de tres
picos y plumas que se agitaban y altos tacones que parecían pezuñas de ciervo.
Había mujeres en babushkas y con las piernas y los brazos
sin depilar y los vientres encogidos, y hombres vestidos con trajes negros que
el humo y la ceniza habían convertido en grises.
Había muchos
ancianos, algunos tan encorvados que apenas eran más altos que yo, de manera que
podía mirar a los ojos a muchos viejos, y ellos me correspondían con sonrisas alarmantemente
desdentadas, aunque no por ello menos bondadosas.
La gente se
congregaba alrededor de las puertas de las largas hileras de vagones. Jamás en
mi vida había visto a tantas personas mayores llorando, bailando jigas,
riéndose, dándose palmadas en la espalda, parloteando y gritando a la vez. La
muchedumbre se arremolinaba y las lágrimas quedaban ocultas bajo los olores a
ajo, whisky y sudor, mientras la neblina de la húmeda noche y el vapor de las
enormes locomotoras cubrían la escena formando un inmenso nimbo.
De repente, se
despejó el revoltijo en continuo movimiento que formaban las espinas de pescado y demás
alimentos, los tejidos a cuadros escoceses y a topos y, al final del andén, en un
solitario espacio exclusivamente suyo, apareció un perplejo anciano vestido con
un raído atuendo de campesino. Lo enmarcaba por detrás la luz de las grandes
lámparas de tren encerradas en jaulas de alambre.
Por la expresión
del rostro de mi padre adoptivo, comprendí que aquella era la persona a la que estábamos
esperando. Por un instante, el rostro de mi padre se quedó petrificado, pero después
le vi saltar -sí, estoy segura de que mi altísimo padre pegó un brinco- por
encima de varias docenas de carros de equipaje y abrirse paso contra corriente
entre la multitud para acabar abrazando a aquel hombre adusto e imponente.
Mi padre acompañó
a nuestro pobre tío por el andén, rodeándole los hombros con su brazo y
sujetándolo también por el codo, a través de la muchedumbre.
-¡Este! ¡Este es
vuestro tío! -gritó mi padre como si acabara de recibir el mejor de los premios
que mereciera la pena ganar en todo el universo.
Visto de cerca, mi
tío era un hombre corpulento, una especie de gigante de cuento de hadas que
hubiera cobrado vida. Vestía una arrugada camisa blanca sin cuello ni puños y
unos pantalones tan anchos y largos que parecían una amplia falda que llegara
hasta el suelo. En sus desnudos y enrojecidos antebrazos se perfilaban unos
músculos poderosos. Tuve que levantar mucho la cabeza para poder verle la cara.
Sus enormes bigotes se extendían por sus mejillas, y en ese momento fui
consciente de todo lo que me resultaba extranjero en él, desde la lana de oveja
de sus deformados zapatos (6) hasta algo que se había puesto en el pelo y que parecía
laca.
Mi tío dejó en el
suelo la bolsita con sus pertenencias y la maleta de cartón. Lentamente se
quitó el sombrero y se arrodilló delante de mí allí mismo, en el andén de
hormigón.
Muchos zapatos y
muchas botas corrieron presurosos a nuestro alrededor. Vi los cabellos plateados
de sus patillas empapados de sudor, así como las cerdas plateadas, casi fluorescentes,
que le crecían en el mentón y las mejillas. Él tío alargó los brazos, me
sostuvo la cabeza con una de sus manazas y colocó la otra alrededor de mi
cuerpo. Jamás olvidaré las pocas palabras que dijo al estrecharme con fuerza
contra sí: «Una... ni-ña... viva... », murmuró.
A pesar de que yo
era muy tímida con los desconocidos, le devolví el abrazo con todo mi corazón,
pues, aunque entonces no tenía palabras para describirlo, comprendí lo que
expresaban sus ojos. Era una mirada que ya había visto en otra ocasión en mi
joven existencia, cuando contemplé los ojos de unos caballos que habían
sobrevivido a un repentino y voraz incendio en la cuadra.
Notas
5. Cuando termina
una guerra, nunca termina sin más. La primera guerra tiene lugar durante el
momento en que se desarrolla. La segunda guerra, la más larga, empieza cuando
cesan los combates; esta guerra tarda años en finalizar y, a menudo, ocupa
incluso diferentes generaciones.
6. Estos zapatos
hechos a mano se llaman bocskorok. Unas finas suelas de cuero curtido se cosen
a los empeines «de tal forma que notas el suelo que pisas». El hecho de que un
mismo bocskorok pudiera servir para cualquiera de los dos pies constituía para
mí, en mi infancia, un constante motivo de asombro.

























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