por Carlos Javier González Serrano
Se cumplen 200 años de la muerte de
una de las plumas más portentosas y críticas de la historia de la Literatura.
La escritura de Jane Austen (1775-1817) emerge
como una reacción frente a la moda de la época, en la que el sentimentalismo
más acendrado corría a sus anchas por las líneas de los novelones más
conocidos. La trayectoria de Austen no fue fácil. Sus libros no se publicaban
y, cuando salían a la luz, eran criticados con ferocidad. Mientras, las
historias más vendidas y afamadas tenían que ver con lacrimosas historias en
las que princesas, castillos y paisajes idílicos copaban el interés del
público. Un ejemplo paradigmático de ello fue Fanny Burney, el exponente más
reseñable de esta vertiente “rosa” de la literatura.
El perfeccionista y puntilloso
talante de Austen hacía que revisara una y otra vez sus escritos y novelas, lo
que provocó no pocos trastornos a la hora de publicarlos. Su sobresaliente,
provocadora y carismática inteligencia, acompañada de un virtuosismo fuera de
lo común en el arte de la narración, hicieron de ella una incómoda colega en la
literatura para tantos y tantos varones acostumbrados al éxito fácil y a que
las mujeres se dedicaran a otros menesteres. Fue Virginia Woolf quien apuntó
que Austen nunca intentó “escribir como un hombre. Todas las demás mujeres lo
hacen”. No sólo se rebeló contra esta tendencia desaforadamente
sentimentaloide, sino también contra el oscurantismo cada vez más imperante en
escritores como “Monk” (Monje) Lewis, autor de El Monje,
o Ann Radcliffe, autora de Los misterios de Udolpho o El italiano. Un camino que fue definitivamente roturado
por la fantástica e inmortal novela de Mary Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo (obra
publicada, curiosamente, el mismo año que la primera entrega en Alemania
de El mundo como voluntad y representación, del
pesimista Arthur Schopenhauer, en 1818). Para
ridiculizar este tipo de literatura, Austen escribe una de sus más interesantes
novelas, Northanger Abbey (escrita en 1805 pero publicada
en 1817), en la que no duda en caricutizar a las “señoritas” que se ocupan de
la lectura de tales “emocionantes” y “fulgurantes” novelas.
El mismísimo Walter Scott escribió en sus diarios la siguiente
anotación sobre nuestra protagonista: “Leo de nuevo, y ya por tercera vez, la
más hermosa novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio.
Esta joven mujer posee un gran talento para describir las relaciones, los
sentimientos y los personajes de la vida cotidiana, lo que para mí es lo más
maravilloso que jamás he visto […]. El exquisito toque que da a los hechos de
la vida cotidiana, así como los interesantes personajes descritos con
autenticidad y sentimiento es algo que a mí me ha sido negado. ¡Es una pena que
una criatura tan maravillosa muriera tan pronto!”.
Es posible que el presuntamente deliberado feminismo que tanto se ha adscrito a Austen no fuera intencionado, al menos en su sentido más dogmático. Lo que sí es cierto es que en sus novelas retrata, de manera descarnada, la situación sumisa y secundaria de la mujer frente al hombre, figura autoritaria y obedecida por tradición. En este sentido, sí podemos hablar de una voluntad de exponer, e incluso de denunciar, el papel en la sombra de lo femenino. Tomemos, por ejemplo, uno de los más célebres pasajes de Orgullo y prejuicio:
Es verdad universalmente admitida que un soltero poseedor de una gran
fortuna ha de necesitar esposa. Aunque poco se sepa de las opiniones y
sentimientos de un hombre en estas condiciones a su llegada a un vecindario
cualquiera, está tan estipulada esta creencia que las familias lo
considerarán, con la mayor naturalidad, como propiedad indiscutible de una u
otra de sus hijas.
Aunque quizás sea Emma (1815) la novela en la que mejor se
rastrea el sentimiento de culpabilidad que, a juicio de la autora inglesa,
porta una mujer de su tiempo a la hora de defraudar a sus allegados (en
especial al padre, figura fundamental en la literatura de Austen) cuando decide
optar por sus convicciones más profundas. Una de las más memorables citas de
esta obra reza: “Resulta mucho mejor elegir que ser elegido, despertar gratitud
que sentirla”. En definitiva: es preferible actuar (a pesar
de los posibles y acechantes errores) a ser un actor pasivo de la realidad.
Y sentencia Austen en esta misma novela: “Ella estaría situada en medio de
personas que la querían, y que tenían mejor juicio que ella; lo suficientemente
apartada para ser feliz y lo suficientemente ocupada para estar alegre. Nunca
se vería llevada a la tentación, ni la tentación tendría ocasión de buscarla.
Sería respetable y feliz”. Nunca, en fin, se da la oportunidad –efectiva, real–
de actuar por sí misma.
Los hombres tienen
todas las ventajas sobre nosotras por ser ellos quienes cuentan la historia. Su
educación ha sido mucho más completa; la pluma ha estado en sus manos. No
permitiré que los libros me prueben nada (Jane Austen, Persuasión).
La literatura de Austen está impregnada de hondos análisis psicológicos que dotan a sus personajes de una realidad y carnalidad singular, de una capacidad de actuación que, a pesar de la aparente libertad que poseen, siempre se encuentra cohibida por prejuicios y convencionalismos sociales. De fondo, la parodia del romanticismo, frente al que la escritora reacciona, como en la que acaso sea su novela más conocida, Sentido y sensibilidad (o Sensatez y sentimiento), donde ambos estratos, razón y sentimiento, se debaten en el campo de batalla de los intrincados y truculentos asuntos humanos. Así, se pregunta de mano de uno de sus personajes: “Siempre resignación y aceptación. Siempre la prudencia y el honor y el deber. ¿Dónde está tu corazón?“. Y de nuevo, la crítica social: “La señora Jennings era viuda, y gozaba de una generosa pensión. Tenía sólo dos hijas, y había vivido para verlas a las dos respetablemente casadas, por lo que ahora no tenía otra cosa que hacer que casar al resto del mundo”.
Todas las novelas de Austen
plantean más interrogantes y cuestionamientos que soluciones o certezas.
La más cáustica ironía (disfrazada de tono hilarante y amable narración) no ha
sido en muchas ocasiones bien captada por sus lectores. En ella encontramos un
baluarte de la crítica al más socarrón sentimentalismo (que, en el fondo, no es
más que una máscara para ocultar las verdades más evidentes y, por eso, más
ocultas por muy variados prejuicios) y un intento consciente de subvertir los
valores sociales en boga. Como escribe en Orgullo y prejuicio, “El orgullo se identifica más
con la opinión que tenemos de nosotros mismos y la vanidad con lo que deseamos
que los demás piensen de nosotros”.
Una mujer sensible, contumaz, de verbo expresivo y directo, que permitió abrir puertas literarias, artísticas, sociales y psicológicas que en ocasiones no fueron entendidas por sus contemporáneos. Ella misma afirmó que “sentir auténtico amor es aceptar que la otra persona necesita aprender y sobrellevar sus propios demonios”. Por esa aceptación e independencia de la alteridad, del otro yo con y ante nosotros, luchó (y sigue luchando) toda su literatura, monumento universal de las letras humanas.
(El vuelo de la lechuza / 24-7-2018)
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