por Virginia Moratiel
Más allá de que Fernando Pessoa haya sido uno de los grandes
poetas del siglo XX, el interés que despierta suele estar ligado al asombro
producido por el hecho de que escribiese bajo distintos nombres y esto no se
hiciera público hasta después de su muerte. Sobre todo, porque no se trata del
uso de uno o varios seudónimos, como a menudo ocurre con otros literatos. Al
contrario, Pessoa parece no haber buscado una máscara bajo la cual asumir la
faceta pública, ya que mantuvo su identidad original, a la que hoy llamamos
“ortónimo”, y a la vez inventó diferentes personalidades, conocidas con el
nombre de “heterónimos”, cuyo número es incierto,
si bien sabemos que al menos llegaron a la cantidad de setenta y dos. Tampoco
el término “personalidad” describe correctamente esta extraña situación. Los
heterónimos trascendían ese conjunto de rasgos abstractos que permiten
diferenciar a un individuo de los demás. De hecho, haciendo gala de su apellido
(que curiosamente significa persona), Pessoa creó los heterónimos
como si fueran sujetos vivos reales o constituyesen —según
diría Ortega— un Yo con una circunstancia, es decir que, además de conferirles
una manera peculiar de ser, los dotó de un entorno al cual daban sentido a
medida que se expresaban y se ponían en relación entre sí, con su autor o con
sus allegados. Muchos tenían fecha y lugar de nacimiento, un carácter, una
ideología y unos valores bien definidos, dialogaban con el poeta, incluso se
permitían criticarlo, escribían obras literarias en el mundo real, intervenían
en sus vínculos sentimentales con Ophélia Queiroz o le servían para excusarse
cuando había hecho algo inadecuado. A veces, los presentaba como ya muertos, y
otras, lanzaba su vida al orbe ficcional sin especificar una conclusión, lo
cual sirvió, por ejemplo, a José Saramago, para
continuar la trama arrojada en la novela El año de la muerte de Ricardo
Reis. Dada la coherencia de sus manifestaciones, cada uno aparentaba
haberse hecho con independencia de su autor, configurando la propia historia
personal.
El mismo Pessoa se asombraba de esta
excentricidad suya y en una carta dirigida a Adolfo Casais Monteiro el 13 de
enero de 1935 se autocalificó de “histérico neurasténico”,
un diagnóstico hoy día vacío de significado porque no hace referencia a ningún
trastorno real:
Comienzo por la parte psiquiátrica. El origen de mis heterónimos es el
hondo trazo de histeria que existe en mí. No sé si soy simplemente histérico, o
si soy, más propiamente, un histérico-neurasténico. Me inclino por esta segunda
hipótesis, porque hay en mí fenómenos de abulia que la histeria, propiamente
dicha, no encuadra en el registro de sus síntomas. Sea como sea, el origen
mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante hacia la
despersonalización y la simulación. Estos fenómenos —felizmente para mí y
para los demás— se mentalizaron en mí; quiero decir, no se manifiestan en mi
vida práctica, exterior y de contacto con otros; hacen explosión hacia dentro y
los vivo yo a solas conmigo.
Ni siquiera los póstumos dictámenes psiquiátricos de esquizofrenia o trastorno de identidad disociativo resultan creíbles, porque tampoco los síntomas se corresponden con el comportamiento del poeta, quien no confundía la ficción con la realidad ni a él mismo con sus heterónimos. Más bien, lo que solía ocurrirle es que no quería reconocerlos como formando parte de sí, lo cual resulta frecuente entre los escritores, quienes acostumbran a atribuir a sus personajes una vida autónoma. El objetivo de este desdoblamiento parece ser simplemente el de ampliar el campo de la sensibilidad y la comprensión o —como dijo él— “me multipliqué para sentirme”:
Ni siquiera los póstumos dictámenes psiquiátricos de esquizofrenia o trastorno de identidad disociativo resultan creíbles, porque tampoco los síntomas se corresponden con el comportamiento del poeta, quien no confundía la ficción con la realidad ni a él mismo con sus heterónimos. Más bien, lo que solía ocurrirle es que no quería reconocerlos como formando parte de sí, lo cual resulta frecuente entre los escritores, quienes acostumbran a atribuir a sus personajes una vida autónoma. El objetivo de este desdoblamiento parece ser simplemente el de ampliar el campo de la sensibilidad y la comprensión o —como dijo él— “me multipliqué para sentirme”:
Otra vez te vuelvo a ver
pero, ay, ¡a mí no me vuelvo a ver!
Se partió el espejo mágico en el que me volvía a ver idéntico,
y en cada fragmento fatídico sólo veo un pedazo de mí;
¡un pedazo de ti y de mí!
pero, ay, ¡a mí no me vuelvo a ver!
Se partió el espejo mágico en el que me volvía a ver idéntico,
y en cada fragmento fatídico sólo veo un pedazo de mí;
¡un pedazo de ti y de mí!
Lo que en verdad no se puede negar es
que los heterónimos constituyen una creación estética. Para
su construcción, Pessoa utilizó un método semejante al de las muñecas rusas,
aunque más complejo, porque, al entremezclar vida y literatura, la creación
también revirtió sobre el creador. Esto lo logró reuniendo los destinos de los
heterónimos a su mayor pasión: la escritura. Y de este modo, cada uno
representa una parte de una obra completa que aspira a la infinitud, donde se
consuma ese perspectivismo vital del que hablaba Ortega. Pero, si admitimos
esta interpretación, se genera también una serie de paradojas semánticas, como
que, desde la óptica de Álvaro de Campos —por ejemplo— “Pessoa no
existe!”. Al emanciparse los fragmentos de la persona del poeta e
incidir sobre él con sus escritos, su misma identidad se derrumba, revelándose
ficticia. Y junto con ella, se desmorona su circunstancia. El mundo con el que interactúa el Yo comienza a desvanecerse
en una ilusión, desgranado entre los ecos de un lenguaje que se
habla solo, si bien a través de diferentes voces, sin apoyarse en un sujeto que
subsista tras cada emisión:
Si pienso o siento,
ignoro
quién es el que piensa o siente.
Soy solamente el lugar
donde se siente o piensa.
quién es el que piensa o siente.
Soy solamente el lugar
donde se siente o piensa.
De ahí que la obra de Pessoa fuese
considerada un paradigma de la desintegración del individuo característica
de los tiempos contemporáneos y que él mismo haya dicho que “toda la literatura
consiste en un esfuerzo por hacer real la vida”. Así lo corrobora uno de sus
más bellos poemas, “Tabaquería”:
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Hoy estoy perplejo,
como quien pensó y encontró y olvidó,
hoy estoy dividido entre la lealtad que debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
hoy estoy dividido entre la lealtad que debo
a la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
Hice de mí lo que
no supe,
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era, y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara
la tenía pegada a la cara.
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era, y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara
la tenía pegada a la cara.
En realidad, este es el principio que
ha de seguir todo poeta que pretenda conmover a sus lectores y, por tanto,
realizar uno de los fines fundamentales de la poesía. “Plural como el
universo”, tiene que disolverse en sus creaciones, identificarse plenamente con
ellas, convertido en un mero instrumento de transmisión. Ha de ser totalmente
transparente y, por tanto, leal y sincero con esos dos extremos que pone en
relación: la obra y su público. Sin embargo, Pessoa declara
que el sustrato de semejantes acciones es una capacidad de teatralización
basada en la simulación y el engaño:
El poeta es un
fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que han leído,
a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido,
sino sólo el que no tienen.
Y así en la vida se mete,
distrayendo a la razón,
y gira, el tren de juguete
que se llama corazón.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que han leído,
a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido,
sino sólo el que no tienen.
Y así en la vida se mete,
distrayendo a la razón,
y gira, el tren de juguete
que se llama corazón.
Y la pregunta que lógicamente nos
hacemos es la de qué podía encubrir con la literatura ese hombrecito
introvertido, apocado y timorato, que hablaba el inglés con total desenvoltura,
a pesar de afirmar que su patria era la lengua portuguesa. Por lo pronto, esto
mismo ofrece una pista: escondía el rechazo ante el
abandono sentido tras quedar huérfano y verse obligado a emigrar a Sudáfrica,
donde le tocó compartir el cariño de su madre con nuevos hermanos, hijos de un
padrastro autoritario, a la sazón cónsul en dicho país. Pero además, la
escritura le valía de recurso terapéutico, así que le sirvió para ahuyentar el fantasma de la locura, que lo perseguía
desde su vuelta a Lisboa, después de convivir con la abuela materna, sumida ya
en la demencia. Desde entonces, fue tipógrafo fracasado, abandonó sus estudios
universitarios y se desempeñó como redactor de correspondencia extranjera en un
negocio de importación y exportación, un trabajo anodino que le dejaba mucho
tiempo libre para escribir. Es evidente que, por lo bajo, desplegaba una
inquietante e intensa vida interior, donde la superstición, la astrología, el
ocultismo, la teosofía y las sociedades secretas como la masonería, los
rosacruces y los templarios ocupaban un lugar destacado. Hace poco hemos sabido
que tuvo un amor frustrado en Magde Anderson, hermana de su cuñada y traductora
en el servicio secreto británico, quien trabajaba decodificando mensajes
cifrados para los alemanes. En definitiva, el poeta se resarcía de una
vida que le desagradaba y lo aburría imaginando sus creaciones. La
literatura fue la forma de mostrar su discrepancia con ella o —según dijo a
través de Bernardo Soares—: “Presumo ante mí mismo de mi disidencia de la
vida”. Pero frente a todas estas razones, la que adquiere más peso es que
Pessoa pretendía mitigar la soledad mediante sus
heterónimos, porque llevaba inventándolos al modo de amigos invisibles desde su
más tierna infancia.
Con una falta tal de gente con la que coexistir como hay hoy, ¿qué puede
un hombre de sensibilidad hacer sino inventar a sus amigos o, cuando menos, a
sus compañeros de espíritu?
El primero de ellos apareció cuando
aún era un niño de seis años, un tal Chevalier de Pas, a quien siguieron otros
muchos de diferentes lenguas y nacionalidades, entre los cuales sólo figuraba
una mujer. Como él mismo confiesa, treinta años después continuaban esas
relaciones y tenía saudade de
ellos. Y así, blindado ante un entorno que, ya en un principio, se le había
mostrado hostil, temeroso quizás de que se repitiera el abandono o se lesionara
su compleja sensibilidad con el desprecio, la mentira o la hipocresía, Pessoa descubrió en la soledad la otra cara de la independencia,
sólo soportable gracias a su propia reduplicación:
La libertad es la posibilidad de mantenerse aislado. Eres libre si
puedes apartarte de los hombres sin que te obligue a recurrir a ellos la falta
de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad,
cosas que ni del silencio ni de la soledad pueden alimentarse. Si te resulta
imposible vivir solo, es que naciste esclavo.
Porque quería mantener a resguardo su herida inicial, evitaba la
entrega, de modo que también se negó al amor, manteniéndose impasible y
dedicado sólo a fingir:
Amar es cansarse de estar solo: es pues una cobardía y una traición a
nosotros mismos (importa soberanamente que no amemos).
He sido siempre actor, y de veras. Siempre que he amado, he fingido
que amaba, y para mí mismo finjo.
Con respecto a la sensibilidad, cuando digo que siempre me gustó ser
amado, de ningún modo amar, lo he dicho todo. Me amargaba siempre el ser
obligado, por un deber de vulgar reciprocidad (una lealtad de espíritu), a
corresponder. Me gustaba la pasividad. En cuanto a la actividad, sólo me placía
lo suficiente para estimular, para no dejar que me olvidara la actividad
amorosa de quien me amaba.
De sus heterónimos escritores (cada
uno con un tipo de letra diferente), los más famosos fueron Alberto Caeiro (“maestro” tanto de Pessoa como de
algunos de ellos), Álvaro de Campos, Ricardo Reis
y Bernardo Soares. A este último, de acuerdo con la sugerencia de
Pessoa, se lo considera un semi-heterónimo, demasiado parecido a él, si bien
sólo escribió en prosa. Es autor del Libro del desasosiego,
construido a partir de algunos fragmentos entre las treinta mil cuartillas
encontradas en dos baúles después de la muerte del poeta. A la hora de
definirlos, lo hizo de la siguiente manera:
Puse en Caeiro todo mi poder de despersonalización dramática; puse en Reis toda mi disciplina mental; puse en de Campos toda la emoción que no me doy ni a mí mismo ni a la vida… Yo soy Fernando Pessoa, impuro y simple…
Impuro, sí… como cualquier otra
persona, pero de simple… nada. Caeiro fue el contrapeso de su sentido poético y
su sentimiento de irrealidad. Con una mirada directa, espontánea, objetiva,
materialista y antimetafísica, propia de lo que era, un campesino, es descrito
por su creador como “un pagano o el paganismo mismo”. Álvaro de Campos era
ingeniero naval. Su poesía, intensa y emotiva, revela a un vitalista,
influenciado por Walt Whitman, deseoso por
experimentar el universo de todas las maneras posibles, de “sentir en todos los
sentidos”. Amante de la vida urbana, se deja ganar también por la nostalgia
ante el vacío de la existencia. Ricardo Reis representa la herencia de la
cultura clásica. Latinista y monárquico, su poesía es formalmente armónica,
aunque austera y cerebral, descree de la felicidad y refleja principios
estoicos o epicúreos. Se caracteriza por una falta de solidaridad, que comparte
con el ortónimo, como podemos apreciar en los siguientes versos:
Cuando el rey de marfil está en peligro,
Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿que importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y de los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo,
y cuando la mano confiada da jaque
al rey del adversario,
poco ha de pesarnos el que allá lejos
estén muriendo hijos.
Ese afán de totalidad,
de abarcar infinitas perspectivas, le abrió a Pessoa una salida para trascender la vida cotidiana y alcanzar un punto
de vista más allá de las valoraciones morales. Le permitió fundar un cierto aristocratismo
espiritual, munido de una apatía ante los avatares de la existencia, porque
“vivir no es necesario, lo que es necesario es crear”. Y cuando el valor máximo
se coloca en la creatividad, también se cuestionan otras ideas como las de
verdad, muerte o identidad:
Somos muerte. Esto, que consideramos vida, es el sueño de la vida real, la muerte de lo que verdaderamente somos. Los muertos nacen, no mueren. Están trocados, para nosotros, los mundos. Cuando creemos que vivimos, estamos muertos; vamos a vivir cuando estemos moribundos. Esa relación que hay entre el sueño y la vida es la misma que hay entre lo que llamamos vida y lo que llamamos muerte. Estamos durmiendo, y esta vida es un sueño, no en un sentido metafórico o poético, sino en un sentido verdadero.
Fiel a la consigna de que su obra era
lo único relevante de su vida, escribió hasta en su lecho de muerte: “No sé qué
me depara el mañana”. Dicen que falleció a causa de las complicaciones
derivadas de una cirrosis hepática producida por el excesivo consumo de
alcohol. Tenía cuarenta y siete años. Quizás murió porque ya no quiso
seguir soñando.
(El vuelo de la lechuza / 26-5-2018)
(El vuelo de la lechuza / 26-5-2018)
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