domingo

POESÍAS - CONDE DE LAUTRÉAMONT (12)



II (3)

El pensamiento no es menos claro que el cristal. Una religión cuyas mentiras se apoyan en él puede trastornarlo unos minutos a fin de hablar de esos efectos que duran largo tiempo. A fin de hablar de esos efectos que duran poco tiempo, un asesinato de ocho personas en las puertas de una capital (32), lo perturbará -es cierto- hasta la destrucción del mal. El pensamiento no tarda en recobrar su limpidez.

La poesía debe tener por objetivo la verdad práctica. Enuncia las relaciones que existen entre los primeros principios y las verdades secundarias de la vida. Cada cosa permanece en su lugar. La misión de la poesía es difícil. No se mezcla con los acontecimientos de la política, con el modo como se gobierna un pueblo, no alude a los períodos históricos, a los golpes de estado, a los regicidios, a las entregas de corte. No habla de las luchas que el hombre emprende, por excepción, consigo mismo, con sus pasiones. Descubre las leyes que dan vida a la política teórica, a la paz universal, a las refutaciones de Maquiavelo, a los cucuruchos de que se componen las obras de Proudhon, a la psicología de la humanidad. Un poeta debe ser más útil que cualquier otro ciudadano de su tribu. Su obra es el código de los diplomáticos, de los legisladores, de los instructores de la juventud. Estamos lejos de los Homero, de los Virgilio, de los Klopstock, de los Camöens, de las imaginaciones emancipadas, de los fabricantes de odas, de los mercaderes de epigramas sobre la divinidad. ¡Retornemos a Confucio, a Buda, a Sócrates, a Jesucristo, moralistas que recorrían las aldeas sufriendo hambre! Es preciso contar en adelante con la razón, que sólo opera sobre las facultades que rigen la categoría de los fenómenos de la bondad pura.

Nada más natural que leer el Discurso del Método después de haber leído Berenice. Nada menos natural que leer el Tratado de la Inducción de Biéchy, el Problema del mal de Naville (33), después de haber leído las Hojas del Otoño, las Contemplaciones. La transición se pierde. El espíritu se rebela contra la chatarra, la mistagogia. El corazón queda pasmado ante esas páginas garabateadas por un fantoche. Esta violencia le aclara todo. Cierra el libro. Derrama una lágrima en memoria de los autores salvajes. Los poetas contemporáneos han abusado de su inteligencia. Los filósofos no han abusado de la suya. El recuerdo de los primeros se apagará. Los últimos son los clásicos.

Racine, Corneille, hubieran sido capaces de componer las obras de Descartes, de Malebranche, de Bacon. El alma de los primeros forma una sola con la de los últimos. Lamartine, Hugo, no hubieran sido capaces de componer el Tratado de la Inteligencia. El alma de su autor no se adecua a la de los primeros. La fatuidad les ha hecho perder las cualidades centrales. Lamartine, Hugo, aunque superiores a Taine, tan sólo poseen, como este -es penoso hacer esta confesión- facultades secundarias.

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