II
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El pensamiento no es menos claro que el cristal. Una religión cuyas mentiras se apoyan en él puede trastornarlo unos minutos a fin de hablar de esos efectos que duran largo tiempo. A fin de hablar de esos efectos que duran poco tiempo, un asesinato de ocho personas en las puertas de una capital (32), lo perturbará -es cierto- hasta la destrucción del mal. El pensamiento no tarda en recobrar su limpidez.
La poesía debe tener por
objetivo la verdad práctica. Enuncia las relaciones que existen entre los
primeros principios y las verdades secundarias de la vida. Cada cosa permanece
en su lugar. La misión de la poesía es difícil. No se mezcla con los
acontecimientos de la política, con el modo como se gobierna un pueblo, no
alude a los períodos históricos, a los golpes de estado, a los regicidios, a
las entregas de corte. No habla de las luchas que el hombre emprende, por
excepción, consigo mismo, con sus pasiones. Descubre las leyes que dan vida a
la política teórica, a la paz universal, a las refutaciones de Maquiavelo, a
los cucuruchos de que se componen las obras de Proudhon, a la psicología de la
humanidad. Un poeta debe ser más útil que cualquier otro ciudadano de su tribu.
Su obra es el código de los diplomáticos, de los legisladores, de los
instructores de la juventud. Estamos lejos de los Homero, de los Virgilio, de
los Klopstock, de los Camöens, de las imaginaciones emancipadas, de los
fabricantes de odas, de los mercaderes de epigramas sobre la divinidad.
¡Retornemos a Confucio, a Buda, a Sócrates, a Jesucristo, moralistas que
recorrían las aldeas sufriendo hambre! Es preciso contar en adelante con la
razón, que sólo opera sobre las facultades que rigen la categoría de los fenómenos
de la bondad pura.
Nada más natural que leer
el Discurso del Método después de
haber leído Berenice. Nada menos
natural que leer el Tratado de la
Inducción de Biéchy, el Problema del
mal de Naville (33), después de haber leído las Hojas del Otoño, las Contemplaciones.
La transición se pierde. El espíritu se rebela contra la chatarra, la
mistagogia. El corazón queda pasmado ante esas páginas garabateadas por un
fantoche. Esta violencia le aclara todo. Cierra el libro. Derrama una lágrima
en memoria de los autores salvajes. Los poetas contemporáneos han abusado de su
inteligencia. Los filósofos no han abusado de la suya. El recuerdo de los
primeros se apagará. Los últimos son los clásicos.
Racine, Corneille,
hubieran sido capaces de componer las obras de Descartes, de Malebranche, de
Bacon. El alma de los primeros forma una sola con la de los últimos. Lamartine,
Hugo, no hubieran sido capaces de componer el Tratado de la Inteligencia. El alma de su autor no se adecua a la
de los primeros. La fatuidad les ha hecho perder las cualidades centrales.
Lamartine, Hugo, aunque superiores a Taine, tan sólo poseen, como este -es
penoso hacer esta confesión- facultades secundarias.
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