domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (51)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 16)


Esta mezcla de buenos sentimientos, que hacen a las mujeres tan grandes, y las faltas que las obliga a cometer la forma en que está constituida actualmente la sociedad, trastornaba a Eugenio, que pronunciaba palabras cariñosas y consoladoras, admirando a aquella joven mujer tan imprudente en medio de su dolor.

-Prométame que no se servirá usted de lo que le digo como un arma contra mí.

-¡Ah, señora, soy incapaz de hacerlo!

Entonces Delfina le tomó la mano y la puso sobre su corazón con un movimiento lleno de gracia y de agradecimiento.

-Gracias a usted estoy ya libre y alegre. Ahora quiero vivir sencillamente y no gastar nada. Usted me encontrará bien de cualquier modo, ¿verdad, amigo mío? Guarde usted esto -le dijo entregándole seis billetes de banco-; y, en conciencia, le debo mil escudos, porque yo he considerado que jugábamos a medias. -Eugenio se defendió como una virgen. Pero habiéndole dicho la baronesa-: Lo consideraré como mi enemigo si no es usted mi cómplice- tomó el dinero.

-Bueno, será un depósito para un caso de desgracia -le dijo.

-He aquí la palabra que yo temía -exclamó Delfina palideciendo-. Si quiere usted ser algo para mí, júreme no volver nunca más al juego. ¡Oh, Dios mío! ¿Corromperlo yo? Me moriría de dolor si esto sucediera.

Habían llegado ya. El contraste de aquella miseria y de aquella opulencia aturdían al estudiante, en cuyos oídos resonaban aun las siniestras palabras de Vautrin.

-Siéntese usted ahí -dijo la baronesa entrando en su cuarto y señalándole un sofá al lado del fuego-. Voy a escribir una carta muy difícil. Aconséjeme.

-No escriba usted -dijo Eugenio-. Meta los billetes en un sobre, ponga la dirección y envíelos por su camarera.

-¡Ah, es usted un amor de hombre! He aquí lo que es la cuna. Ese rasgo es Beauséant puro -dijo Delfina sonriendo.

“Es encantadora” se dijo Eugenio, que se iba enamorando cada vez más. Y miró la habitación donde se respiraba la voluptuosa elegancia de una rica cortesana.

-¿Le gusta a usted mi cuarto? -repuso ella llamando a la camarera-. Teresa, lleve usted esto al señor de Marsay y entrégueselo a él en persona. Si no lo encuentra, me devolverá usted la carta.

Teresa no salió si haber dirigido a Eugenio una maliciosa mirada. La comida estaba servida. Rastignac dio el brazo a la señora de Nucingen, la cual lo llevó a un delicioso comedor, donde el estudiante volvió a ver el lujo de mesa que había admirado en casa de su prima.

-Los días de Italianos -le dijo la baronesa-, vendrá usted a comer conmigo y me acompañará.

-Me acostumbraría a esta agradable vida si hubiese de durar; pero soy un pobre estudiante que tiene que hacer fortuna.

-Ya la hará -repuso la joven riéndose-. Mire, todo se arregla: no esperaba yo hoy ser tan feliz.

Es muy propio de la naturaleza femenina querer probar lo imposible por medio de lo posible y destruir los hechos con presentimientos. Cuando la señora de Nucingen y Rastignac entraron en su palco de los Bouffons, la alegría que ella irradiaba la hacía tan hermosa, que todo el mundo ser permitió esas pequeñas calumnias contra las que las mujeres no tienen defensa y que hacen creer a veces en desórdenes e inmoralidades inventadas a placer. Cuando se conoce París, no se cree nada de lo que se dice ni se dice nada de lo que se hace. Eugenio tomó la mano de la baronesa y los dos hablaron con presiones más o menos vivas, comunicándose las sensaciones que les causaba la música. Para ellos aquella noche fue deliciosa; salieron juntos, y la señora de Nucingen quiso acompañar a Eugenio hasta el Puente Nuevo, negándole durante todo el trayecto uno de aquellos besos que tan calurosamente le había prodigado en el Palacio Real. Eugenio le reprochó su inconsecuencia.

-Hace un momento -le respondió ella-, era agradecimiento por un favor inesperado; ahora, sería una promesa.

-¿Y usted no quiere hacerme ninguna, ingrata? -Y se enfadó. Haciendo uno de esos gestos de impaciencia que encantan a un amante, ella le dio la mano a besar y él la tomó con una indiferencia que hizo mucha gracia a Delfina.

-Hasta el lunes, en el baile -le dijo ella.

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