LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 17)
Yendo a pie en medio de
una hermosa noche de luna, Eugenio cayó en serias reflexiones. Estaba contento
y descontento a la vez: contento por una aventura cuyo desenlace probable lo
haría dueño de una de las mujeres más hermosas y elegantes de París, objeto de
sus deseos: descontento porque veía derribados sus proyectos de fortuna; y fue
entonces cuando vio la realidad de los pensamientos indefinibles que lo habían
asaltado la víspera. El desengaño nos demuestra siempre el poder de nuestras
pretensiones. Cuanto más gozaba Eugenio la vida parisiense, menos se decidía a
permanecer oscuro y pobre. Marchaba arrugando los billetes de banco en el
bolsillo y haciéndose mil razonamientos capciosos para apropiárselos. Por fin
llegó a la calle Nueva de Santa Genoveva, entró en su casa, subió, y cuando
estaba en lo alto de la escalera vio luz en ella. Papá Goriot había dejado la
puerta abierta y la luz encendida para que el estudiante no se olvidase de contarle de su hija, según su expresión.
Eugenio no le ocultó nada.
-¿Pero ellas me creen
arruinado? -exclamó papá Goriot en medio de una violenta desesperación de celos-.
¡Si aun me quedan mil trescientos francos de renta! ¡Dios mío! ¡Pobrecita! ¿Por
qué no ha venido aquí? Yo hubiera vendido mis rentas, tomado a préstamo sobre
el capital y, con el resto, habría tenido lo bastante para mí. ¿Por qué no
corrió a confiarme su apuro, vecino? ¿Cómo ha tenido usted el valor de ir a
arriesgar al juego sus cien únicos francos? Esto desgarra mi alma. He aquí lo
que son los yernos. ¡Oh, si los tuviera en mis manos les retorcería el cuello!
¡Dios mío, llorar, ella ha llorado!
-Con la cabeza apoyada en
mi chaleco -dijo Eugenio.
-¡Oh, démelo usted! -dijo
papá Goriot-. ¡Cómo! ¿Ha habido ahí lágrimas de mi Delfina, de mi querida
Delfina, que no lloraba nunca cuando era pequeña? ¡Oh, yo le compraré a usted
otro, no se lo lleve, déjemelo! Según el contrato, ella debe gozar de sus
bienes. ¡Ah, mañana mismo iré a ver al procurador Derville para exigirle que
pida cuenta de su fortuna! Conozco las leyes, soy un viejo lobo y les mostraré
los dientes.
-Mire usted, papá; aquí
tiene mil francos que ella ha querido darme de sus ganancias. Guárdelos con el
chaleco.
Goriot miró a Eugenio,
tendió las manos para estrechar una de las del joven, sobre la cual dejó caer
una lágrima.
-Usted tiene que triunfar
en la vida -le dijo el viejo-. Dios es justo, ¿sabe? Yo entiendo de honradez y
puedo asegurarle que hay pocos hombres que se le parezcan. ¿También quiere
usted ser mi querido hijo? Bueno, váyase a dormir. Usted puede hacerlo, usted
que no es todavía padre. ¡Ah! ¿Conque ha llorado, en tanto que yo estaba aquí
tranquilamente, comiendo como un imbécil, mientras ella sufría! ¿Yo, que
vendería al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para evitarles una lágrima a una
y a otra?
“A decir verdad” se dijo
Eugenio mientras se acostaba, “creo que seré un hombre honrado toda la vida. Hay
no sé qué placer en seguir siempre las inspiraciones de la conciencia”.
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