1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
Esta historia está basada en una partida de ajedrez
(conocida como la inmortal) disputada
entre Adolf Anderssen y Lionel Kieseritzky en Londres, 1851.
Portada: Chess
Master de Rob Gonsalves.
para Hugo Giovanetti Viola
gracias por darle forma al barro
PRIMERA ENTREGA
DEL
BARRIO 5
“El cráneo está hecho para que no se salgan las ideas y para que no entre
la luz. Para eso ya hay dos agujeros en la cara que reciben la luz que pueden y
la convierten en la realidad.
Pero por suerte, el cráneo se me ha vuelto un colador y toda la luz
indignada que antes ignoré se me cuela como atropellándose y declarando que la
realidad no es lo que siempre me creí. La furia de la luz sigue entrando y se
da contra todo en mi cabeza la sacude la despierta la disuelve se la lleva la
invita la provoca se enoja me deja.
Mis ojos se abren y la mentira de afuera quiere desmentir de la de adentro.
Las dos son una mierda y me tengo que quedar con una. Elijo la de adentro. Paso
todo el rato afuera sólo para volver siete segundos acá adentro.”
Es verdad que todo empieza con el leve pinchazo de la aguja al pedir
permiso entre la piel del dedo índice. Pero una vez que el líquido azul
eléctrico de la jeringa se filtra entre tus venas, el paraíso mismo con la
sombra de cada uno de sus árboles se te viene encima.
Son siete segundos. Exactamente siete y no dependen ni del peso del
consumidor ni de la dosis ingerida. Todo mortal que se ha metido Delirio se
lleva siete segundos de felicidad pura y sin culpa. Algo como la vuelta a una
infancia perfecta.
Mientras la droga viaja torpe entre las venas, pequeños cristales se van
depositando. Por eso casi todo el barrio tiene el dedo azul eléctrico. Y
algunos en el barrio los han acumulado en los riñones y hasta en el útero.
(Pero de ese caso tal vez sea mejor hablar después.)
Interludio de magnates
“Su turno” dijo el hombre de setenta y tres años, imitando un exagerado
tono de mayordomo narigón. Se sentó y deprendió su reloj de treinta y cinco mil
dólares que ya comenzaba a cansarle la muñeca. El otro (el de ochenta y uno) se
había tomado varios minutos para recordar cómo iba la partida que habían
empezado hacía ya semanas. Se acomodó el cuello del saco y distraídamente pasó
la mano por el logo bordado de la compañía con su apellido (regalo del abuelo
del abuelo de su abuelo). Con temblorosa precisión, su mano derecha agarró una
torre de mármol blanco y la adelantó tres casillas. El otro pensó con poca
esperanza:
-¿Sabés cómo sería más interesante el ajedrez?
-¿Cómo?
-Si pudieras elegir las piezas.
-¿Elegirlas? ¿A qué te referís?
-No sé, elegirlas. No resignarse a las que te tocan: ver qué otras opciones
hay.
-Jaque mate.
-¡Ves! Yo quisiera tener un rey que se hubiera defendido mejor, por
ejemplo. Como aquel de ese escritor que es más conocido que su propio país:
¿cómo es? Bue, no importa, ¿sabés de qué te hablo?
-No, a ver. ¿Te lo sabés?
-Claro. Yo soy viejo amigo de estas locuras: Al rey le parecían justos los reclamos, así que se sumó a la rebelión
en su contra. Cuando le usurparon el poder, todos creyeron que él era el
indicado para continuar el mando.
-Sí, claro. Ahora vamos a elegir un montón de piezas y les vamos a dar vida
para que se defiendan.
-O podemos hacer todo lo contrario.
DEL BARRIO 1
Todo lo común del barrio se detiene mientras pasa la limusina blanca: larga
como un vagón, lujosa como salón de té, ridícula como vieja no asumida.
Adentro se burla de la realidad Darío: dueño del tráfico y distribución de
la droga en el barrio. Todos saben perfectamente quién es y qué hace. Todos
saben que con la impunidad hace y escupe a las leyes con los vueltos de sus
bolsillos. Y feliz reparte esas simpáticas botellitas (no más grandes que la
uña del pulgar) con una pequeña flor de lirio en la etiqueta y rellenas de
líquido azul eléctrico. Delirio: un instante de paraíso al instante.
Pero no hay que ser injusto: así como mantiene muchas bocas cerradas
también mantiene otras (o las mismas) alimentadas en el Laberinto de Mama
Lucha.
Lentamente recorrían la calle del barrio. Hasta el viento se hacía brisa
por miedo a molestar al narcotraficante. A pesar de su actitud amable y
despreocupada, son pocos los que miran aquellos profundos ojos verdes al
hablarle. El miedo está implícito, él no se impone ni con el volumen de su voz
ni con su aspecto físico.
Claro que tampoco anda regalado y siempre lleva al lado dos gorilas bien
amaestrados: con cabezas blancas y calvas, con rostros incomunicadores y cables
de intercomunicadores. Todo. Morales mide casi dos metros, cada pectoral suyo
es como una montaña y en el valle cuelga una ostentosa cruz de oro (para
recordarse su fe). El Mancuerna es más bien petiso, tiene siempre una sonrisa
maniática y es incapaz de quedarse quieto. Usa la camisa con los botones mal
prendidos (cada uno en el ojal que le corresponde al de arriba). Las primeras
seiscientas veces lo hizo por bruto, ahora ya es su estilo.
El semáforo estaba en rojo y un niño descolgaba monedas limpiando parabrisas.
Tenía las manos blancas llenas de barro pero limpias, su remera era una
telaraña celeste y su bermuda de jean. Se acercó a la limusina sólo con ese
poquito miedo que tiene el que no tiene nada que perder.
La ventanilla de vidrios espejados se bajó sin apuro (como si el tiempo
fuera para objetos más pobres que ella), como si no supiera que aquella misma
tarde iba a morir un niño. El sol se filtró para descubrirle a Darío una
sonrisa liviana (de esas que no sostienen nada):
-Vení acá, chiquito. Dejá de perder el tiempo arrastrándote por una moneda.
La vida es mucho más fácil. Morales: alcanzame tres.
Su mano salió de la limusina como para tocarle la muerte. Le extendió una jeringa
y tres botellitas con el líquido azul eléctrico. En cada etiqueta había
dibujada una hermosa e irónica flor de lirio. La mugrienta mano limpia del niño
que vivía a la sombra del semáforo agarró todo con fuerza y lo escondió como
sus ropas a la miseria. Miró al tipo por última vez y salió corriendo.
La limusina arrancó. Darío acababa de arruinarle la vida al estúpido niño.
DEL BARRIO 2
El oficial Brazas caminaba por una de las calles torcidas del barrio.
Regresaba a casa caminando porque el patrullero debía andar por ahí manejado
por su impresentable compañero: el agente Raza. El Raza ama estar en esto:
correr chorros o impresionar minas. Raúl Brazas, en cambio, se conforma con
volver a casa cada día y besar a su familia (esa que siempre posa en las fotos
de su billetera).
Al Brazas igual le gusta caminar y volver a ensuciarse con todas esas cosas
comunes que lo vieron crecer y ser común: bancos sin respaldo en la plaza, el
arco que sostiene las hamacas ausentes, la vecina que sólo barre la vereda
hasta donde le corresponde marcando una absurda línea de limpieza, unos pibes
del barrio atrás de una pelota. Algunos más allá arruinándose la vida.
Sí, esas vulgaridades lo hacen sentir en casa. Es que él es un monumento al
tipo común: 45 años, un hijo y una hija, policía, carrera prolija pero no
intachable, bien con los de arriba, bien con los del costado. Pelo de dos
centímetros y frente con arrugas que parecen una escalera de incendios para sus
ideas cuando el ascensor que las lleva a la cabeza no funciona.
Caminaba acampando en sus pensamientos cuando de repente le escondieron
algo a lo lejos. (A veces se creía mejor para notar las ausencias que las
compañías.) Un niño de más o menos once años y motas rapadas se metía
rápidamente una cámara en su campera. “Seguro que no era de él”.
Lo reconoció inmediatamente: la semana pasada ese pibe era una silueta a lo
lejos hablando con un tipo que nunca había visto. (Uno de esos que andan tan
bien vestidos que seguro trabajan para el poder.) Ese día el Oficial Brazas era
sólo Raúl caminando con su pequeña hija Lupe de cuatro años. Lupe nació veinte
años después que Mauro y le tocó un mundo mucho peor (con más chorros y menos
valores). Por eso Raúl no iba a arriesgar la tarde haciendo trabajo de policía.
Pero hoy era diferente: la desaparición lo había encandilado. Se acercó a
paso firme (como acomodando el piso).
-Sabés que esto al Raza no le va a gustar.
-No sé de qué me habla, oficial.
-Dale. No me jodas.
-Yo estoy acá porque en un rato caen unos amigos para darle a un par de
botellitas.
-La cámara, nene. Dale, ahorramos el momento.
-¿Y yo de dónde voy a sacar una cámara?
-Bueno, ya decidiste. Así que después sin quejas, eh.
Se alejó unos pasos y su morena voz de noches de guardia hizo sonar un
intercomunicador que estaba a unas pocas cuadras en el asiento de acompañante
del patrullero.
-Raza, hay uno con una cámara.
-Sí, no sé de dónde la sacó pero hay que sacársela.
-Ta. Dale. Te lo dejo, entonces.
-¿Por la cañada? OK.
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