La última vez que nos vimos, meses atrás en Segovia, me revelaste un episodio de tu infancia. Unos extranjeros, de paso por tu Úbeda natal, insistieron en fotografiar al niño que entonces eras. Se conoce que vieron en ti un prototipo de la pobreza rural hispana de aquella época. Para rato iba a pensar aquella gente que el rapazuelo de aspecto humilde, andando las décadas, se convertiría en el escritor que hoy eres, miembro de la RAE, premiado con el Príncipe de Asturias, viajero por el mundo y, en fin, hombre de una vasta cultura.
Yo, que comparto tus orígenes, bien que en versión urbana, siento a menudo que
empleas en público palabras que me podría calzar sin problemas. No pretendo
mitificar la infancia. Es sólo que entreveo un punto de consideración, ¿de
homenaje?, a los orígenes cuando compruebo que, por venir de donde vienes y
haberte criado sin lujos, al amparo de gente trabajadora, evitas la opinión rotunda y precipitada, te
muestras sereno y reflexivo en público, ejerces el agradecimiento,
manifiestas tu gusto por los bienes culturales, postulas el sentido artesanal
del oficio literario, defiendes soluciones pragmáticas para los problemas
sociales, no insultas, no gritas, no te ufanas.
Es verdad que hay que tener cuidado con
las mitificaciones y la nostalgia que favorece la edad. Te haces mayor y es
natural que se embellezca el pasado lejano. También hay una parte grande de
lealtad a los que ya no están. Yo recuerdo muy bien cómo era la vida cuando era
niño, en la gente trabajadora del campo, en una provincia tan atrasada como
Jaén, cuando quedaban todavía huellas del enorme retroceso de la postguerra, y
había señales muy visibles de la brutalidad de la dictadura. Pero había también
cosas valiosas que desaparecieron muy poco después, y que yo tuve la suerte de
conocer de primera mano. Creo que la nuestra es la última generación que
conoció aquel mundo.
Las personas que me educaron carecían de una cultura formal pero me enseñaron
cosas que siguen siendo fundamentales para mí. Por ejemplo, la integridad en la
dedicación al trabajo. Lo que se hacía tenía que hacerse bien, con una
paciencia y una destreza que a mí me irritaban de adolescente, porque no tenían
nada que ver con la recompensa inmediata. Y también una actitud escéptica que
es muy propia de la gente del campo, y creo que de la gente trabajadora en
general: el recelo hacia la palabrería, y más aún hacia los fervores
colectivos. Tuve la suerte de que
me educaran personas discretas, muy formales a la manera popular de antes, muy
sobrias, muy conscientes de la limitación de los recursos y las expectativas.
Es una ética quizás anacrónica, pero como tantas cosas anacrónicas me parece
que en esta época de emergencia ambiental tiene de pronto un gran futuro.
Permíteme
una conjetura. De igual manera que numerosos escritores de clase social
acomodada (no todos, claro está), tienden por reacción a los modos expresivos
populares, incluso naturalistas o plebeyos, los de origen humilde se implican con frecuencia en lo que pudiéramos
denominar la conquista de un estilo literario de gran relieve estético. Francisco Umbral sería un caso paradigmático al respecto, pero
hay otros (García Márquez, Luis Landero), entre los que yo incluyo tus novelas iniciales.
Todavía en Plenilunio, que releí hace poco, se observa un trabajo
minucioso de orfebrería verbal. Los periodos de la oración son largos; la sintaxis,
acumulativa; el vocabulario, culto. En vano esperaría el lector de estas
novelas tuyas frases sucintas del tipo: “Eran las tres. Llovía”.
Gabriel Celaya, hijo de un empresario, nos decía que debíamos
escribir de modo que nos entendiesen los obreros, y yo, hijo de un obrero, lo
contradecía en un bar de la Parte Vieja donostiarra, a finales de los setenta,
afirmando que a nosotros no nos gustaba que nos hablasen como esos padres que
se inclinan sobre el carrito del bebé y se dirigen a la criatura remedando sus
balbuceos e infantilizando el lengaje. Nosotros queríamos alcanzar la lengua alta, y disfrutar de Faulkner y Vicente Aleixandre, y escapar de nuestro precario mundo intelectual,
y aprender idiomas, y formar nuestros propios criterios, y ganar libertad por
nuestra cuenta. No descarto que, por inercia de aprendices, nos pasáramos de
largo en más de una ocasión. Algo me dice que estas especulaciones mías, aunque
quizá no las compartas, te han rondado más de una vez en el pensamiento.
Es una teoría llamativa... Como si hubiera en nosotros una necesidad de mostrar
facultades que se nos pondrían en duda, ¿no? España es muy clasista, desde luego, y el mundo literario más. A
mí me han llamado cateto más de una vez. El cateto que se da importancia
escribiendo de Nueva York, etc. Lo que me temo es que por influencia de las
lecturas de nuestra juventud, los barrocos del boom y las
traducciones de Faulkner, quizás
algunos de nosotros nos dejamos llevar por una propensión a las
sobreabundancias verbales, que por otra parte son siempre un peligro de
nuestro idioma verboso, no disciplinado por el ensayismo científico, o por el
simple escepticismo laico, a la manera de Montaigne. A mí quien me ha influido mucho,
porque me gusta mucho, muchísimo, es Proust, pero él nunca cae en la palabrería ni
en el amontonamiento barroco. Una frase suya muy larga está construida tan
inflexiblemente como una secuencia musical. Yo siento desde hace años una gran
necesidad de contención. Creo que la lengua inglesa me hizo consciente de
formas de expresión más concisas. Ahora a veces miro una frase que acabo de
escribir y la separo con puntos o puntos y coma a propósito. Pero es la lucha
constante contra uno mismo, la insatisfacción sin remedio.
Este asunto de los escritores que viven
en contacto estrecho con idiomas que no son aquel en el que escriben me afecta
de lleno. Yo resido de manera permanente en Alemania desde hace más de treinta
años. Mi lengua de uso cotidiano es el alemán, y mi roce con su literatura y
sus medios de comunicación es constante. Al principio me persuadí de que el
idioma adquirido podría redundar en perjuicio del materno. Temí que le
arrebatara espacio en el cerebro, me expusiera a continuas interferencias (cosa
que a veces me sucede) o, en fin, perturbase mi trabajo literario. Hoy veo esta
convivencia de los dos idiomas dentro de mí como un incentivo para la
escritura. De hecho, he aplicado en no pocos de mis libros recursos habituales
de la lengua alemana, como el de componer conceptos nuevos mediante la fusión,
en mi caso con barra en medio, de dos o más palabras. Otro trasvase
intencionado puesto por mí en práctica de un tiempo a esta parte es el uso
frecuente del participio activo. Y, de vez en cuando, calco expresiones típicas
del alemán (serrar los nervios, por ejemplo). Estas peculiaridades lingüísticas sacan de quicio a algunos opinantes que
me son tradicionalmente adversos, los cuales hacen sus pinitos filológicos, por
supuesto desacertados, con los que ponen la guinda a mi diversión. Te
cuento todo esto porque me gustaría saber hasta qué punto la lengua inglesa ha
influido en tu manera no sólo de escribir, sino de captar, nombrar y describir
la realidad, al hacerte tal vez consciente de algunas carencias de la lengua
española o de algunas posibilidades para la creación literaria en las que, sin
la familiaridad con el inglés, acaso nunca habrías reparado.
Mi inmersión en la lengua inglesa ha
sido mucho menos completa que la tuya. Mis periodos en Estados Unidos han
alternado con otros igual de largos o más en España, y además el español ha sido
siempre, aquí o allí, el idioma de mi vida privada y familiar. No obstante,
creo que el contacto con el inglés me ha servido para unas cuantas cosas
útiles, como escritor y como lector. Lo primero de todo, la cercanía con un
idioma mucho menos propenso a las largas duraciones sintácticas y a la
proliferación verbal que el español. Culturalmente, no filológicamente, creo,
el inglés es una lengua mucho más contenida, más seca, más precisa que la
nuestra. Eso se nota mucho en la escritura de no ficción, desde los periódicos
a los libros de historia o de divulgación científica, pero también en la
literatura.
Luego está que el otro idioma, al
mostrarte singularidades que el hablante nativo no advierte, porque forman
parte de su instinto expresivo, te hace consciente de esas singularidades
equivalentes en tu lengua. Un ejemplo concreto serían los giros, las
expresiones, las construcciones verbales en las que con frecuencia hay una gran
poesía implícita: vi el cielo abierto, se me cayó el alma a los pies, las
paredes oyen, etc. Paradójicamente, un contacto muy importante para mí en Nueva
York ha sido con la variedad de las otras hablas españolas de Estados Unidos y
de América latina. Eso te enseña la humildad de que la lengua que tú hablas es
una variante entre otras muchas, y no la más musical, ni la más flexible.
Literariamente, donde más me he detenido a explorar los cruces y las
contaminaciones entre el español y el inglés en Estados Unidos fue en mi novela
corta Carlota Fainberg, que está escrita
en una mezcla burlesca de spanglish y de jerga universitaria.
Desde hace varios meses publico en el
diario El Mundo un artículo dominical. Eres mucho más veterano que yo en estas
lides y me pregunto cómo gestionas la actividad. Para empezar, no es lo único
que los dos escribimos. En mi caso, no me puedo permitir más de un día y medio para cada artículo, pues
necesito horas y espacio mental para la creación literaria. No sé tú,
pero yo no tengo problemas para escribir con el ordenador portátil en
aeropuertos, aviones, cafeterías o cuartos de hotel. Así y todo, los viajes
numerosos me rompen el ritmo de trabajo y a menudo, si están combinados con
actuaciones públicas y tareas de promoción, me imposibilitan la escritura. Como
detesto trabajar apresuradamente, acostumbro mantener una despensa de
artículos, nunca menos de tres, y de ese modo me marcho de casa tranquilo.
Yo recuerdo a un compañero de letras, durante un festival de literatura, que se
tuvo que retirar al hotel a toda velocidad porque se le agotaba el plazo de
entrega de su columna de periódico y andaba el hombre angustiado porque no
sabía sobre qué escribir. Sería interesante que contaras cómo compaginas el
articulismo con la dedicación a géneros literarios que requieren perseverancia
y tiempo, como la novela, y de qué recursos, hábitos o mañas te sirves para
cumplir a carta cabal con tu compromiso de cada sábado en Babelia.
Mi técnica es muy sencilla, y la voy
perfeccionando con el tiempo: no viajar, o viajar lo mínimo. Los viajes largos
me agotan, me descentran, me quitan el sueño. Los aeropuertos son cada vez más
desagradables. Así es que procuro quedarme en mi casa, o viajar en tren, y no
ir muy lejos. A mí lo que me gusta
de la literatura es leer y escribir, no hacer vida social de escritor.
Cuando tengo que promocionar un libro me comprometo al mínimo de obligaciones
que sea imprescindible, y grato. Además, no sé escribir artículos por
adelantado. Necesito la inmediatez de la entrega.
Y al mismo tiempo necesito sosiego para preparar el artículo, ya que los que yo
escribo en Babelia son más bien crónica que columnas de opinión. Procuro contar
algo, un libro, una exposición, un concierto. Al menos un día de la semana está
reservado a esa tarea. Y como es una disciplina que tengo muy interiorizada,
ese día siempre queda en reserva, incluso cuando estoy escribiendo un libro. A
veces la tarea del libro y la del artículo se contaminan entre sí. Más de una
vez un tema que he tratado en una crónica se convierte luego en tema de un
libro. Y lo que me tiene ocupado en el libro de vez en cuando se filtra a los
artículos que escribo. Todo es parte del mismo oficio, claro.
Con frecuencia mencionas en tus escritos la música y los músicos. Por cierto,
te debo, a raíz de la lectura de un viejo artículo tuyo, el conocimiento del
pianista de jazz Art Tatum, de quien yo no había oído hablar hasta entonces.
Aprovecho la ocasión para darte las gracias. Otros parecen recriminarte la
costumbre de llegar antes y por méritos propios adonde a ellos les gustaría
estar; pero no vamos a subir aquí a nadie al escenario. Yo advierto en ti una confianza loable en la
capacidad mejoradora del ciudadano que atribuyes al arte, a la educación, al
ejercicio del gusto estético; en fin, a la cultura vinculada con el
estudio, los viajes, la observación de la realidad, al ingrediente artesanal
del oficio literario.
Pero, claro, una cosa es postular todo esto y otra expresarlo con el “plectro
sabiamente meneado”, que decía fray Luis de León. Salta a la vista que eres un melómano. Pienso que
no es improbable que haya un punto de criterio musical en tu particular manera
de modular por escrito la lengua española. Hay en nuestra literatura casas más
ásperas, cabañas más coloquiales, perfectamente legítimas por lo demás. Me
pregunto hasta qué punto tu afición por la música se refleja en tu escritura.
Dicho de otro modo, si concedes importancia a los aspectos sonoros, rítmicos,
armónicos, del arte de expresarse en prosa, ya sea en una página de novela, en
un artículo de prensa o en una reflexión sobre la sociedad de tu tiempo.
Es verdad lo que
dices: yo soy por inclinación un “Ilustrado”, a la manera militante de los del
XVIII y los de la Institución Libre de Enseñanza, y estoy convencido de que la educación puede
hacer mejores a las personas, y ayudarles a desarrollar sus mejores capacidades
y a disfrutar más de la vida. Ser culto no garantiza ser justo, ni mucho
menos. Pero una formación humanista que favorezca el ejercicio práctico de los
valores democráticos y el disfrute de las artes, incluso la práctica amateur de
algunas de ellas, creo que puede ayudar a que la vida privada y la vida en
común puedan ser mejores.
Con respecto a la
música, aparte de la felicidad que me da, me inspira cosas que influyen en mi
trabajo, y que tal vez podría resumir en una frase: la música me enseña a buscar el equilibrio
entre la fluidez y la forma en la escritura, a entender lo escrito no como un
bloque que se moldea, digamos, sino como una corriente que fluye,
palabra por palabra, frase por frase, con sus interrupciones, sus silencios,
sus quiebros, etc. Quisiera que el lector tuviera la sensación de estar
asistiendo al presente en el que sucede la escritura, de estar notando una
pulsación, un discurrir no predeterminado. Luego la música tiene algo que es
muy útil como lección de humildad para los que trabajamos con palabras y
creemos que sin ellas no pueden decirse las cosas. La música es un lenguaje expresivo autónomo, irreductible, una existencia.
También puede enseñarnos en la búsqueda de las dos cosas más difíciles que hay
en este trabajo: la del comienzo, la del final. Por no hablar de algo que tú
has trabajado mucho en Patria, y que puede
entenderse en términos musicales, la polifonía, la suma de voces muy diversas.
En un pasaje de Todo lo que era
sólido escribes lo
siguiente: “En un país donde se celebra el despechugamiento expresivo y se
presume de espontaneidad es muy raro que se llame a las cosas por su nombre”.
No es difícil advertir en tus escritos signos de confianza en las posibilidades
de construcción personal y social asociadas al conocimiento y dominio de la
lengua. Siempre que falla el
hombre, falla su lenguaje. Al menos eso es lo que a mí me ha
enseñado la experiencia; aunque no ignoro que hay sinvergüenzas que se expresan
muy bien y entienden mucho de Química, Derecho o Politología.
Antonio Escohotado gusta de vincular el conocimiento con la
libertad, cosa que disgusta a los señoritos revolucionarios, conscientes de que
se quedarían sin tarea si cada cual tuviera la llave de su propia liberación.
Me estaba yo preguntando qué peso tiene en esta consideración tuya relativa al
poder mejorador y, en suma, liberador de la lengua la circunstancia de que seas
miembro de número de la RAE. Los años te han convertido en uno de los más
veteranos de la institución, por cierto.
La precisión en el lenguaje me parece un deber ético y estético. En eso soy
discípulo de los escritores claros, los maestros de la naturalidad de nuestra
lengua, antes de que la sofocaran la Inquisición y el barroco: Juan de
Valdés, Cervantes, Santa Teresa, Fray Luis. También de mi otro
maestro, fundador de la prosa reflexiva, Montaigne. Y por supuesto de Flaubert con su obsesión por la palabra
justa, y de la poesía, y, como te dije antes, del contacto con la lengua
inglesa. Por no hablar de la claridad del habla popular campesina que escuché
cuando era niño. Me molestan mucho
la verbosidad, la imprecisión, el desaliño, por un motivo práctico: hablar mal
y escribir mal es pensar confusamente y engañar. Todo el que se expresa
con confusión y oscuridad es que tiene algo que ocultar. De ahí las jergas
insufribles de las dictaduras, del lenguaje corporativo, de los grupos
ideológicos de vocación autoritaria. La pereza expresiva es un pecado muy grave. Esa manía
ya estaba en mí antes de entrar en la Academia. En ella, al trabajar en el
diccionario, me hice más consciente todavía del valor de claridad y la
precisión, y de la dificultad enorme de definir hasta lo más simple.
Tengo una vieja duda, Antonio, de la que intuyo que
tú podrías sacarme. ¿Qué se ve desde los cerros de Úbeda?
Desde los cerros de
Úbeda se ven más cerros todavía, casi todos cubiertos ahora de olivares, y se
ve también el valle del Guadalquivir, y más allá la Sierra de Cazorla y la
Sierra de Mágina. Ese paisaje es el horizonte de mi memoria.
(El Cultural / 3-3-2018)
(El Cultural / 3-3-2018)
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