I
Este es el cuento. Iba un niño con sus Tíos, a pasar días en el lugar donde
se construía la gran ciudad. Era un viaje inventado en lo feliz; para él se
producía como cosa de sueño. Salían todavía a oscuras, el aire fino de olores
desconocidos. La Madre y el Padre venían a llevarlo al aeropuerto. La Tía y el
Tío se encargaban de él, todo justito. El avión era de la Compañía, especial de
cuatro asientos. Le contestaban todas las preguntas, hasta el piloto conversó
con él. El vuelo iba a ser de poco más de dos horas. El niño vibraba en el
ánimo, alegre hasta reír para sí mismo confortadito, con un aire de hoja que
cae. La vida, a veces, podía rayar en una verdad extraordinaria. Aun abrocharle
el cinturón de seguridad se tornaba fuerte caricia, de protección, y luego un
nuevo sentido de esperanza: hacia lo no sabido, lo más. Así un crecer y
descontenerse -cierto como el acto de respirar- o el de huir hacia el espacio
en blanco. El Niño.
Y las cosas venían de repente dulcemente, siguiendo armonía previa,
bienhechora, en movimientos concordantes: las satisfacciones antes de la
conciencia de las necesidades. Le daban caramelos, chicles, a elección.
Solícito, por bien humorado, el Tío le enseñaba cómo reclinar el asiento
-bastaba que uno apretase la palanca. Su lugar era el de la ventanilla, hacia
el móvil mundo. Le entregaban revistas, para hojear, las que quisiese, hasta un
mapa, donde le mostraban los puntos en que ora y ora se estaba, por encima de
dónde. El Niño las dejaba, harto, sobre las rodillas y espiaba: las nubes de
amontonada amabilidad, el azul de sólo aire, aquella claridad a sus anchas, el
suelo llano en visión cartográfica, repartido en plantaciones y campos, el
verde que se iba haciendo amarillos y rojos, y a pardo, y a verde; y, más allá,
baja, la montaña. Si hombres, niños, caballos y bueyes: ¿así insectos? Volaban
supremamente. El Niño, ahora, vivía; su alegría despidiendo todos los rayos.
Sentábase, entero, dentro del blando rumor del avión: el buen juguete
trabajoso. Aun no había notado que, de verdad, tenía ganas de comer, cuando la
Tía ya le ofrecía sandwiches. Y le prometía el Tío las muchas cosas con que iba
a jugar y ver, y hacer, y pasear, apenas llegasen. El Niño tenía todo de una
vez, y nada, ante la mente. La luz y la larga-larga-larga nube. Llegaban.
II
Mientras mal vacilaba la mañana. La gran ciudad apenas empezaba a hacerse,
en un semiyermo, en el altiplano: la mágica monotonía, los diluidos aires. El
campo de aterrizaje estaba a corta distancia de la casa: de madera, sobre
estacas, casi penetrando en el monte. El Niño veía, vislumbraba. Respiraba
mucho. Quería poder ver aun más vívido -las nuevas tantas cosas- lo que para
sus ojos se pronunciaba. La vivienda era pequeña, en seguida, se pasaba a la
cocina, y a lo que no era bien el patio, sino un breve claro, de árboles que no
pueden adentrarse en la casa. Altas, lianas y orquídeas amarillitas de ellos se
cuelgan. De allí ¿podrían salir indios, el jaguar, león, lobos, cazadores? Sólo
sonidos. Uno -y otros pájaros- con largos cantos. Eso fue lo que abrió su
corazón. ¿Aquellos pajaritos tomaban aguardiente?
¡Señor! Cuando avistó el pavo en el centro del terreno, entre la casa y los
árboles del monte. El pavo, imperial, le volvía la espalda para recibir su
admiración. Hizo estallar la cola y se infló, haciéndose rueda: el raspar de
las alas en el suelo -brusco, rígido-, se proclamó. Glugluteó agitando el
abotonado grueso de las rojas carúnculas; la cabeza poseía matices de un
azul-claro, raro, de cielo y tángaras; y él, completo, torneado, redondón, todo
en esfera y planos, con reflejos de verdes metales en azul-y-negro -el pavo
para siempre. ¡Bello, bello! Tenía alguna cosa de calor, poder y flor, un
desbordamiento. Su ríspida grandeza tronante. Su colorida soberbia. Satisfacía
los ojos, era de sonar trompetas. Colérico, erizado, andando, glugluteó otro
gluglú. El Niño rio, con todo el corazón. Mas sólo entrevió. Ya lo llamaban
para el paseo.
III
Iban en jeep, iban a donde sería
el rancho del Ipé. El Niño en lo íntimo se repetía el nombre de cada cosa. El
polvo le da albricias. El malvón del campo, los lentiscos. Los adelfos de
pelusa. La culebra verde cruzando la carretera. El árnica; en candelabros pálidos.
La aparición angélica de los papagayos. Las pitangas y su gotear. El venado
campero: la cola blanca. En pompa, las flores moradas del ñandubay. Lo que el
Tío hablaba: que aquello estaba “negro de perdices”. La tropilla de sariamas,
más allá huyendo en fila indio-tras-indio. El par de garzas. Ese paisaje de
mucha amplitud que el grande sol alargaba. El buriti a orillas del riachuelo, donde, por un momento, se
atascaron. Todas las cosas surgidas del opaco. Se sostenía en ellas su
incesante alegría, bajo especie soñadora, bebida, en nuevas creces de amor. Y
en su memoria quedaban, en la perfección pura, castillos ya armados. Todo, para
a su tiempo ser dado, descubierto, se había hecho extraño y desconocido. Él
estaba en los aires.
Pensaba en el pavo cuando regresaban. Sólo un poco, para no gastar fuera de
hora lo caliente de aquel recuerdo, de lo más importante, que estaba guardado
para él, en el terrenito de los árboles bravos. Sólo pudo tenerlo un instante,
ligero, grande, moroso. ¿Habría uno, así, en cada casa, y de uno?
Tenían hambre, servida la comida, se tomaba cerveza. El Tío, la Tía, los
ingenieros. ¿De la sala, no se escuchaba su gallardo regañar, su glugluteo?
Esta gran ciudad iba a ser la más elevada del mundo. Él abría su abanico,
soberbio, en estallidos, se inflaba… Mal comió de los postres, el dulce de membrillo,
de allí mismo, que se cortaba bonito, el perfume en azúcar y carne de flor.
Salió, ávido de reverlo.
No vio: inmediatamente. Es el monte que era feo de tan alto. Y -¿dónde?
Sólo unas plumas, restos, en el suelo. –“Pues,
se mató. ¿Mañana no es el cumpleaños del doctor?” Todo perdía la eternidad
y la certeza; en un soplo, al instante, se robaban de uno las más bellas cosas.
¿Cómo podían? ¿Por qué tan de repente? Supiese que así iba a acontecer, por lo
menos habría mirado más al pavo -aq uel.
El pavo -su desaparecer en el espacio. Sólo, en el grano nulo de un minuto, el
niño recibía en sí un miligramo de muerte. Ya lo buscaban: -“Vamos a donde la gran ciudad va a ser, el
lago…”
IV
Se encerraba, grave, en un cansancio y en una renuncia a la curiosidad,
para no pasear con el pensamiento. Tendría vergüenza de hablar del pavo. Quizá
no debiera, quizá no estuviese bien tener por causa de él aquel doler, que, de
pena, pone y punge disgusto y desengaño. Mas, que lo matasen, también le
parecía oscuramente un error. Se sentía siempre más cansado. Mal podía con lo
que ahora le enseñaban, en la circuntristeza: un horizonte, hombres en el
trabajo de terraplenaje, los caminos de cascajo, los vagos árboles, un
arroyuelo de aguas cenicientas, los adelfos apenas una planta desteñida, el
encantamiento muerto y sin pájaros, el aire lleno de polvo. Su fatiga, de
impedida emoción, formaba un miedo secreto: descubría lo posible de otras
adversidades en el mundo maquinal, en el hostil espacio; y que entre la alegría
y la desilusión, en la balanza, infidelísima, casi nada media. Bajaba la
cabecita.
Allí se fabricaba el gran suelo del aeropuerto -transitaban por la
extensión las compresoras, carros, cilindros, el ariete machacando con sus dientes
de pilón, las embetunadoras. ¿Y cómo habían cortado allá el monte? -la Tía
preguntó. Le mostraron la derribadora que había también: al frente una lámina
espesa parecida al rastrillo, a modo de hacha. ¿Quería ver? Se indicó un árbol:
sencillo, sin siquiera notable aspecto, a orillas del área del monte. El
hombrecito tractorista tenía una colilla en la boca. La cosa se puso en movimiento.
Recta, hasta tarda. El árbol, con poco ramaje en lo alto, fresco, de corteza
clara… y fue sólo el golpe: ruh… en
un instante para allá se cayó, todo, todo. Había flameado tan bello. Sin
siquiera poderse recibir con los ojos el acierto -el inaudito choque-el pulso
del golpe. El Niño hizo arcadas. Miró al cielo -atónito de azul. Temblaba. El
árbol, que había muerto tanto. La limpia esbeltez del tronco y el murmullo
inmediato y final de sus ramas -de la parte de nada. Guardó dentro de la
piedra.
V
De regreso, no quería salir más al patio; allá estaba una nostalgia
abandonada, un cierto remordimiento. Él mismo no lo sabía bien. Su pensamiento
estaba todavía en la fase jeroglífica. Pero fue, después de cenar y -la no menos
espectacular sorpresa- lo vio, suave inesperado: el pavo, ¡allí estaba! Oh, no
No era el mismo. Más chico, mucho menos. Tenía el coral, la fuerte cola, la
barba, el gluglutear, pero faltaba en su emplumada elegancia el aplomo, el
englobo, la belleza estirada del primero. Su llegada y presencia, en todo caso,
consolaban un poco.
Todo se suavizaba en la tristeza. Hasta el día; es decir: ya el venir de la
noche. Pero, el subir de la nochecita es siempre y así sufrido, en toda parte.
Salía el silencio de sus guardados. El Niño, timorato, se aquietaba con el
propio quebranto: en él alguna fuerza trabajaba por echar raíces, por
aumentarle el alma.
Mas el pavo avanzaba hasta la orilla del monte. Allí adivinaba -¿Qué? -Mal
se podía ver en el oscurecer. Y era la cabeza degollada del otro, echada a la
basura. El Niño se dolía y se entusiasmaba.
Pero no: No por simpatía compañera y sentida el pavo allí había venido,
cierto, atraído. Lo movía un odio. Empezó a picar, feroz, aquella otra cabeza.
El Niño no entendía. El monte, los más negros árboles eran un montón demasiado;
el mundo.
Ya las tinieblas.
Pero, volaba la lucecita verde, viniendo del monte mismo, la primera
luciérnaga. Sí, la luciérnaga, sí, ¡era linda! -tan pequeñita en el aire, un
solo instante, alta, lejana, yéndose. Era, otra vez en cuando, la Alegría.
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