domingo

JOÂO GUIMARÂES ROSA - PRIMERAS HISTORIAS (3)


I / LAS MÁRGENES DE LA ALEGRÍA

I

Este es el cuento. Iba un niño con sus Tíos, a pasar días en el lugar donde se construía la gran ciudad. Era un viaje inventado en lo feliz; para él se producía como cosa de sueño. Salían todavía a oscuras, el aire fino de olores desconocidos. La Madre y el Padre venían a llevarlo al aeropuerto. La Tía y el Tío se encargaban de él, todo justito. El avión era de la Compañía, especial de cuatro asientos. Le contestaban todas las preguntas, hasta el piloto conversó con él. El vuelo iba a ser de poco más de dos horas. El niño vibraba en el ánimo, alegre hasta reír para sí mismo confortadito, con un aire de hoja que cae. La vida, a veces, podía rayar en una verdad extraordinaria. Aun abrocharle el cinturón de seguridad se tornaba fuerte caricia, de protección, y luego un nuevo sentido de esperanza: hacia lo no sabido, lo más. Así un crecer y descontenerse -cierto como el acto de respirar- o el de huir hacia el espacio en blanco. El Niño.

Y las cosas venían de repente dulcemente, siguiendo armonía previa, bienhechora, en movimientos concordantes: las satisfacciones antes de la conciencia de las necesidades. Le daban caramelos, chicles, a elección. Solícito, por bien humorado, el Tío le enseñaba cómo reclinar el asiento -bastaba que uno apretase la palanca. Su lugar era el de la ventanilla, hacia el móvil mundo. Le entregaban revistas, para hojear, las que quisiese, hasta un mapa, donde le mostraban los puntos en que ora y ora se estaba, por encima de dónde. El Niño las dejaba, harto, sobre las rodillas y espiaba: las nubes de amontonada amabilidad, el azul de sólo aire, aquella claridad a sus anchas, el suelo llano en visión cartográfica, repartido en plantaciones y campos, el verde que se iba haciendo amarillos y rojos, y a pardo, y a verde; y, más allá, baja, la montaña. Si hombres, niños, caballos y bueyes: ¿así insectos? Volaban supremamente. El Niño, ahora, vivía; su alegría despidiendo todos los rayos. Sentábase, entero, dentro del blando rumor del avión: el buen juguete trabajoso. Aun no había notado que, de verdad, tenía ganas de comer, cuando la Tía ya le ofrecía sandwiches. Y le prometía el Tío las muchas cosas con que iba a jugar y ver, y hacer, y pasear, apenas llegasen. El Niño tenía todo de una vez, y nada, ante la mente. La luz y la larga-larga-larga nube. Llegaban.


II


Mientras mal vacilaba la mañana. La gran ciudad apenas empezaba a hacerse, en un semiyermo, en el altiplano: la mágica monotonía, los diluidos aires. El campo de aterrizaje estaba a corta distancia de la casa: de madera, sobre estacas, casi penetrando en el monte. El Niño veía, vislumbraba. Respiraba mucho. Quería poder ver aun más vívido -las nuevas tantas cosas- lo que para sus ojos se pronunciaba. La vivienda era pequeña, en seguida, se pasaba a la cocina, y a lo que no era bien el patio, sino un breve claro, de árboles que no pueden adentrarse en la casa. Altas, lianas y orquídeas amarillitas de ellos se cuelgan. De allí ¿podrían salir indios, el jaguar, león, lobos, cazadores? Sólo sonidos. Uno -y otros pájaros- con largos cantos. Eso fue lo que abrió su corazón. ¿Aquellos pajaritos tomaban aguardiente?

¡Señor! Cuando avistó el pavo en el centro del terreno, entre la casa y los árboles del monte. El pavo, imperial, le volvía la espalda para recibir su admiración. Hizo estallar la cola y se infló, haciéndose rueda: el raspar de las alas en el suelo -brusco, rígido-, se proclamó. Glugluteó agitando el abotonado grueso de las rojas carúnculas; la cabeza poseía matices de un azul-claro, raro, de cielo y tángaras; y él, completo, torneado, redondón, todo en esfera y planos, con reflejos de verdes metales en azul-y-negro -el pavo para siempre. ¡Bello, bello! Tenía alguna cosa de calor, poder y flor, un desbordamiento. Su ríspida grandeza tronante. Su colorida soberbia. Satisfacía los ojos, era de sonar trompetas. Colérico, erizado, andando, glugluteó otro gluglú. El Niño rio, con todo el corazón. Mas sólo entrevió. Ya lo llamaban para el paseo.


III

Iban en jeep, iban a donde sería el rancho del Ipé. El Niño en lo íntimo se repetía el nombre de cada cosa. El polvo le da albricias. El malvón del campo, los lentiscos. Los adelfos de pelusa. La culebra verde cruzando la carretera. El árnica; en candelabros pálidos. La aparición angélica de los papagayos. Las pitangas y su gotear. El venado campero: la cola blanca. En pompa, las flores moradas del ñandubay. Lo que el Tío hablaba: que aquello estaba “negro de perdices”. La tropilla de sariamas, más allá huyendo en fila indio-tras-indio. El par de garzas. Ese paisaje de mucha amplitud que el grande sol alargaba. El buriti a orillas del riachuelo, donde, por un momento, se atascaron. Todas las cosas surgidas del opaco. Se sostenía en ellas su incesante alegría, bajo especie soñadora, bebida, en nuevas creces de amor. Y en su memoria quedaban, en la perfección pura, castillos ya armados. Todo, para a su tiempo ser dado, descubierto, se había hecho extraño y desconocido. Él estaba en los aires.

Pensaba en el pavo cuando regresaban. Sólo un poco, para no gastar fuera de hora lo caliente de aquel recuerdo, de lo más importante, que estaba guardado para él, en el terrenito de los árboles bravos. Sólo pudo tenerlo un instante, ligero, grande, moroso. ¿Habría uno, así, en cada casa, y de uno?

Tenían hambre, servida la comida, se tomaba cerveza. El Tío, la Tía, los ingenieros. ¿De la sala, no se escuchaba su gallardo regañar, su glugluteo? Esta gran ciudad iba a ser la más elevada del mundo. Él abría su abanico, soberbio, en estallidos, se inflaba… Mal comió de los postres, el dulce de membrillo, de allí mismo, que se cortaba bonito, el perfume en azúcar y carne de flor. Salió, ávido de reverlo.

No vio: inmediatamente. Es el monte que era feo de tan alto. Y -¿dónde? Sólo unas plumas, restos, en el suelo. –“Pues, se mató. ¿Mañana no es el cumpleaños del doctor?” Todo perdía la eternidad y la certeza; en un soplo, al instante, se robaban de uno las más bellas cosas. ¿Cómo podían? ¿Por qué tan de repente? Supiese que así iba a acontecer, por lo menos habría mirado más al pavo -aq          uel. El pavo -su desaparecer en el espacio. Sólo, en el grano nulo de un minuto, el niño recibía en sí un miligramo de muerte. Ya lo buscaban: -“Vamos a donde la gran ciudad va a ser, el lago…”


IV

Se encerraba, grave, en un cansancio y en una renuncia a la curiosidad, para no pasear con el pensamiento. Tendría vergüenza de hablar del pavo. Quizá no debiera, quizá no estuviese bien tener por causa de él aquel doler, que, de pena, pone y punge disgusto y desengaño. Mas, que lo matasen, también le parecía oscuramente un error. Se sentía siempre más cansado. Mal podía con lo que ahora le enseñaban, en la circuntristeza: un horizonte, hombres en el trabajo de terraplenaje, los caminos de cascajo, los vagos árboles, un arroyuelo de aguas cenicientas, los adelfos apenas una planta desteñida, el encantamiento muerto y sin pájaros, el aire lleno de polvo. Su fatiga, de impedida emoción, formaba un miedo secreto: descubría lo posible de otras adversidades en el mundo maquinal, en el hostil espacio; y que entre la alegría y la desilusión, en la balanza, infidelísima, casi nada media. Bajaba la cabecita.

Allí se fabricaba el gran suelo del aeropuerto -transitaban por la extensión las compresoras, carros, cilindros, el ariete machacando con sus dientes de pilón, las embetunadoras. ¿Y cómo habían cortado allá el monte? -la Tía preguntó. Le mostraron la derribadora que había también: al frente una lámina espesa parecida al rastrillo, a modo de hacha. ¿Quería ver? Se indicó un árbol: sencillo, sin siquiera notable aspecto, a orillas del área del monte. El hombrecito tractorista tenía una colilla en la boca. La cosa se puso en movimiento. Recta, hasta tarda. El árbol, con poco ramaje en lo alto, fresco, de corteza clara… y fue sólo el golpe: ruh… en un instante para allá se cayó, todo, todo. Había flameado tan bello. Sin siquiera poderse recibir con los ojos el acierto -el inaudito choque-el pulso del golpe. El Niño hizo arcadas. Miró al cielo -atónito de azul. Temblaba. El árbol, que había muerto tanto. La limpia esbeltez del tronco y el murmullo inmediato y final de sus ramas -de la parte de nada. Guardó dentro de la piedra.


V

De regreso, no quería salir más al patio; allá estaba una nostalgia abandonada, un cierto remordimiento. Él mismo no lo sabía bien. Su pensamiento estaba todavía en la fase jeroglífica. Pero fue, después de cenar y -la no menos espectacular sorpresa- lo vio, suave inesperado: el pavo, ¡allí estaba! Oh, no No era el mismo. Más chico, mucho menos. Tenía el coral, la fuerte cola, la barba, el gluglutear, pero faltaba en su emplumada elegancia el aplomo, el englobo, la belleza estirada del primero. Su llegada y presencia, en todo caso, consolaban un poco.

Todo se suavizaba en la tristeza. Hasta el día; es decir: ya el venir de la noche. Pero, el subir de la nochecita es siempre y así sufrido, en toda parte. Salía el silencio de sus guardados. El Niño, timorato, se aquietaba con el propio quebranto: en él alguna fuerza trabajaba por echar raíces, por aumentarle el alma.

Mas el pavo avanzaba hasta la orilla del monte. Allí adivinaba -¿Qué? -Mal se podía ver en el oscurecer. Y era la cabeza degollada del otro, echada a la basura. El Niño se dolía y se entusiasmaba.

Pero no: No por simpatía compañera y sentida el pavo allí había venido, cierto, atraído. Lo movía un odio. Empezó a picar, feroz, aquella otra cabeza. El Niño no entendía. El monte, los más negros árboles eran un montón demasiado; el mundo.

Ya las tinieblas.

Pero, volaba la lucecita verde, viniendo del monte mismo, la primera luciérnaga. Sí, la luciérnaga, sí, ¡era linda! -tan pequeñita en el aire, un solo instante, alta, lejana, yéndose. Era, otra vez en cuando, la Alegría.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+