por Silvina Friera
Los dementes y
paranoicos maldicen en su lengua encendida por una imaginación desbordante.
Tres personajes, tres voces, deliran: Christopher, un inglés que dice ser
Marlowe, otras veces es Shakespeare o los dos; el wagneriano Parsifal, un
alemán que tiene como psiquiatra a Hans Prinzhorn (1886-1933), coleccionista de
arte de obras de enfermos mentales; y Antoine, un francés nervioso, asustadizo,
violento y mentiroso al que le instalaron la timidez “en un quirófano
clandestino y oxidado”. El uruguayo Felipe Polleri, que reeditó su novela ¡Alemania, Alemania! en el sello
argentino Letra Sudaca, escribe con la libertad alucinada de un niño monstruoso
que nunca se cansa de inventar historias. “Se puede romper la Máquina de
Escribir, que nos instalaron al nacer, usándola -propone Antoine-. Después de
diez o veinte años o generalmente treinta años de uso ininterrumpido, insisto,
ininterrumpido, sus tornillos y engranajes empiezan a desgastarse, aflojarse,
fisurarse, etcétera, etcétera. Todo está en escribir estupideces, mentiras,
instructivos, etcétera, treinta o cuarenta o cincuenta seguidos; rota la
Máquina de Escribir, uno ya puede escribir con la infinita libertad de un
recién nacido sobre las otras máquinas, porque las otras máquinas siguen
funcionando como siempre para que la vida sea tan espantosa como antes de
romper la Máquina de Escribir”.
A los 64 años, el
escritor uruguayo edita por primera vez un libro en una editorial argentina.
¡Alemania, Alemania! fue publicada en 2013 por la editorial HUM. En la
reedición de Letra Sudaca cuenta con un epílogo de Elvio Gandolfo. “Las
numerosas voces de sus libros son la suya, una de las más originales y
explosivamente filosóficas de la literatura rioplatense. En la soledad del
cuarto donde se lo lee, arranca asombros y carcajadas”, plantea Gandolfo. “Es
difícil publicar en Argentina para los uruguayos. Yo publiqué en Brasil, en
Francia, en México, en Italia, en España, en Chile, en lugares insólitos, y yo
decía: ‘está acá al lado y no publico’… Yo escribo, después lo que pase es otro
tema. Escribir es un arte, o debería serlo; publicar es un negocio. Si tuviera
que vender una caja de fósforos, me moriría de hambre”, confiesa el escritor
uruguayo en la entrevista con Página 12.
¿Por qué hay tantos
locos en sus libros?
Fue una gran
preocupación durante toda mi vida tratar de conservarme cuerdo. Y lo logré
(risas). Todos mis personajes están ahí, en el borde. Siempre fui un tipo
tranquilo, pero tuve la preocupación por esa desviación bastante oscura que
aparece en lo que escribo.
La impresión que
generan varios de sus personajes es que no pueden salir de sus cabezas, ¿no?
Nadie puede salir de
su cabeza. Los escritores elegimos lo imaginario. El mundo real resulta tan
agobiante que elegimos vivir en el mundo imaginario. El mundo imaginario
compensa todas las frustraciones del mundo real, en el que quizá no sos muy
eficiente. Pero hay una liberación también en los personajes o por lo menos yo
la percibo. O me libera a mí crearlos y encuentro ahí una vía de escape. Pero
quizá ellos no se liberan y quedan prisioneros en esa especie de ruedas
infinitas. Me han dicho que es el mismo personaje, la misma voz que narra tres
encarnaciones en diferentes personajes, pero es el mismo el que está hablando;
cosa que yo no pensé, pero ¿por qué no? El lector interviene y elige.
¿Por qué en
“¡Alemania, Alemania!”, en la voz de Christopher, aparece la tensión entre
Marlowe y Shakespeare?
Yo soy partidario de
la teoría Marlowe: que Shakespeare era un actor y Marlowe escribió las obras de
Shakespeare, punto de vista al que me resistí durante años, pero después
leyendo y leyendo me parece que no es posible que fueran dos. El que crea la
moderna dramaturgia isabelina es Marlowe. Pero hay una razón de Estado para que
Shakespeare siga siendo “el” escritor. Lo que pasa es que Marlowe era un espía
del gobierno británico y sabía demasiado, entonces había que hacer que se
muriera.
A propósito de la
muerte, la voz de Christopher empieza así: “Estoy muerto. Me morí hace catorce
años. Toda mi familia está muerta, bien pensado”… ¿Un escritor tiene que
escribir como si estuviera muerto?
Sí. Yo pienso que el
escritor vivo es una intromisión, una molestia para el lector porque ahí entran
las consideraciones personales. Lo ideal sería que te leyeran como alguien que
se murió. La aspiración de un escritor es que lo lean como a un muerto. Que no
se interponga tu cuerpo, tu manera de ser, tus gustos, tus errores y tus
aciertos en la vida real. Yo intento vivir apartado del mundo literario, aunque
tengo amigos escritores como Elvio Gandolfo. Yo no creo en las leyendas, no me
pongo un sombrero y me hago el loco. Los escritores tratamos de vivir como
gente normal. A veces nos sale, a veces no. Un escritor con una personalidad
carismática lo que hace es interponerse y vender su personalidad. El libro
tiene que ser autónomo.
Christopher escribe
con pluma y tinta china. Nada de computadoras. ¿Usted también escribe a mano?
Sí, a mano, con
birome, en cuadernos. Una cosa que yo envidio mucho a los pintores es que
trabajan con las manos. O sea se ensucian. Escribir a mano se parece a pintar:
si la tinta pierde, me mancho. La computadora me parece tan aséptica; escribís
cualquier cagada y parece perfecta. Además de la terapia que hice durante años,
la literatura me salva.
Las tres voces de la
novela están atravesadas por el horror de los campos de concentración de la
Alemania nazi. ¿Qué significó Auschwitz para usted?
Quizá para mi
generación Auschwitz fue un parteaguas: la humanidad se sacó la careta en los
campos. Es un tema que siempre me interesó. Me recuerdo viendo imágenes de
chico y verme horrorizado. Siempre me interesó la Segunda Guerra Mundial porque
yo nací en el 53 y la guerra terminó en el 45. En Uruguay tuvimos una
dictadura bastante salada, como tuvieron acá, y mi hermana estuvo presa… No
estamos tan lejos de Auschwitz. Siempre me preocupó ese quiebre, el humanismo,
como la revolución, era una promesa histórica y al menos que mutemos no va a
pasar… La historia tal como la habíamos leído se hizo puré. Nosotros pensábamos
que íbamos a cambiar al mundo, pero el mundo cambió para el otro lado, para el
lado del capitalismo salvaje y el consumo.
“Mi imaginación es un
monstruo repugnante”, dice Parsifal. Esta tendencia por lo monstruoso, ¿tuvo
que ver con esta preocupación por Auschwitz?
No. Hay gente que
nace podrida y hay gente que no (risas). Sería un hipócrita si dijera que soy
así por el mundo. No. Hay gente que nace con una mente retorcida. Aunque suene
choto, siempre fui una persona atormentada, torturada, que nació distinta, en
el peor sentido de la palabra. ¡Qué mala suerte que tuve! Traté de socializar
eso y hacerlo más tolerable escribiendo. Si no hubiera tenido el escape de la
literatura, no hubiera terminado bien. La literatura fue el instrumento que
encontré para exorcizar la mente podrida.
¿Por qué en
“¡Alemania, Alemania!” aparece el escritor como una figura perseguida,
apaleada, encerrada?
Un escritor tiene que
crear enemigos. Si no es un crítico de su tiempo, si le parece que todo está
bien, ¿para qué escribe? En la escritura siempre hay una disconformidad; el
mundo no te parece un lugar agradable. La función del escritor es incomodar,
molestar y plantear preguntas. Sin querer, uno siempre está planteando
preguntas. Si el mundo es tan lindo, ¿por qué pasa esto? Si el mundo te
pareciera un lugar cómodo y agradable, ¿qué necesidad tendrías de escribir? Una
cosa que caracteriza a la literatura argentina de hoy es el virtuosismo, pienso
en (Ricardo) Piglia, en (Juan José) Saer, en (César) Aira, que me gustan mucho;
son escritores muy virtuosos, con una técnica excepcional, pero no son
(Roberto) Arlt. Esto que estoy diciendo es una insolencia, ¿no? Excepto Arlt y
Puig, lo afectivo, los sentimientos, no tienen importancia para los escritores
virtuosos, que son grandes técnicos.
¿Por qué la
literatura uruguaya está repleta de escritores raros?
No sé, pero la
literatura uruguaya es una literatura de locos: Horacio Quiroga, Armonía
Somers, Mario Levrero… en las últimas novelas, Mario puso toda la carne en el
asador. Para mí era como un padre, yo lo quería muchísimo. Todavía lo extraño;
era el ejemplo del escritor que no se vendía. Mi rabia como escritor no tenía
nada que ver con el temperamento de Mario, que estaba en otra.
¿Escribir lo hace
feliz, como a Parsifal?
Escribir es una
adrenalina que me hace feliz, entre otras cosas. Escribir es lo que me ha
acompañado toda la vida. En mis malos momentos, que fueron muchos, escribía. Yo
siempre quise ser escritor. Cuando empecé a escribir cosas que me gustaron, me
di cuenta de que siempre iba a escribir esas cosas dementes que escribo
(risas).
¿El escritor es un
indisciplinado, un anarquista por naturaleza, como sugiere en “¡Alemania,
Alemania!”?
Yo voto y creo que
tiene que haber un Estado para no matarnos a tiros entre todos. Si no hay
Estado, en cinco minutos no queda nadie. El escritor tiene que ser un
provocador, no el sentido estúpido del término. El escritor tiene que hacer
preguntas incómodas, porque si no termina formando parte de la industria del
entretenimiento. Si un escritor no incomoda, pertenece a la industria del
entretenimiento.
En una parte de
“¡Alemania, Alemania!” combina la historia del nazismo con la dictadura
uruguaya: “pocos criminales de guerra fueron juzgados y condenados (y
ahorcados); a casi todos los salvó la llamada Ley de impunidad, o ‘Ley de
caducidad de la pretensión punitiva del Estado’”.
Ahí mucha gente me
dijo “yo me reía, hasta que apareció eso”… Fue una vergüenza lo que pasó,
tuvimos dos oportunidades para votar el plebiscito para derogar la ley y nunca
lo logramos. Aunque gane más enemigos, esto te habla de que a la gente mucho no
le importó la dictadura y la reparación. Hubo una parte importante del país que
apoyó la dictadura: “acá se necesita mano dura”, “algo habrán hecho”.... Esto
en Uruguay no se dice, está prohibido.
Visto desde acá,
Montevideo es como una ciudad pequeña, ideal, no es el monstruo que es Buenos
Aires. En su narrativa, algo huele mal en Montevideo. ¿Por qué tiene una mirada
crítica sobre su ciudad?
Uno ve el lugar
paradisíaco siempre en otro lado. Los argentinos ven a Montevideo como una
ciudad mucho más tranquila y relajada. Un uruguayo de Montevideo viene a Buenos
Aires y dice: “qué espléndida ciudad, estos hacen las cosas en serio, laburan”.
Hay una cosa perversa en Montevideo y retorcida, aunque parezca que somos los
“buenos”. Hay una fachada del uruguayo bueno, de perfil bajo, pero eso es lo
que quisiéramos ser, aunque también exista. Lo que pasa es que Argentina es tan
extremo, se van de una punta a la otra de una manera tan delirante, que Uruguay
parece muy equilibrado. Nosotros intentamos siempre acolchonar, poner
almohaditas y colchones. No es una mala estrategia. Cuando en Argentina
quemaron un tren o un ómnibus, un uruguayo se preguntaría: ¿quién va a pagar
esto? Nosotros. Entonces no quemamos nada porque vamos a pagar diez veces cada
asiento del ómnibus. Los uruguayos sabemos que cualquier cosa que rompamos la
vamos a pagar nosotros. No el gobierno, ni los estancieros, ni los
terratenientes, ni la burguesía. La vamos a pagar el popolo llano. Entonces
mejor no romper nada y ver qué pasa. Cuando esto se haga insoportable, veremos
qué hacemos. Pero en el mientras tanto amortiguamos la calentura porque vamos a
ser los perjudicados. El uruguayo es muy escéptico: ¿vamos a ir a tirar piedras
para que nos peguen un tiro? No, no, no. En Uruguay se negocia, se habla, se
busca soluciones consensuadas. Lo malo de esto es que termina en que lo mejor
es no hacer nada. Eso es lo que está mal: seguimos siendo tres millones y medio
desde hace 70 años, no crecemos, es verdad que la gente no labura; lo hacemos
todo más o menos, si sale bien, sale bien. Si no, no pasa nada. Esa chatura no
está buena, porque es una chatura jodida. Cobro un sueldo durante 80 años y no
moví un dedo. Si todo sale mal, lo paga el Estado, como si el Estado no
fuéramos nosotros. Esa tristeza de los uruguayos corresponde un poco a ese
cansancio de que nada nunca sale. O si sale es mal y tarde. Ustedes también han
sufrido mucho o más, pero tienen la esperanza, el deseo o la convicción de que
las cosas tienen que mejorar. Un uruguayo nunca te va a decir que las cosas van
a mejorar.
(Página 12 / 4-6-2018)
(Página 12 / 4-6-2018)
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