NO
MÁS OBRAS MAESTRAS (4)
El problema es saber qué
queremos. Si estamos dispuestos a soportar la guerra, la peste, el hambre y la
matanza, ni siquiera tenemos necesidad de decirlo, basta continuar como hasta
ahora, comportándonos como snobs, acudiendo en masa a oír a tal o cual
cantante, a tal o cual admirable espectáculo que nunca supera el dominio del
arte (y ni siquiera los ballets rusos en sus momentos de mayor esplendor
superaron el dominio del arte), a tal o cual exposición de pintura donde formas
excitantes estallan aquí y allá, pero al azar y sin verdadera conciencia de las
fuerzas que podrían despertar.
Este empirismo, este
azar, es individualismo y esta anarquía deben concluir.
Basta de poemas
individuales que benefician mucho más a quienes los hacen que a quienes los
leen.
Basta, de una vez por
todas, de esas manifestaciones de arte cerrado, egoísta y personal.
Nuestra anarquía y
nuestro desorden espiritual están en función de la anarquía del resto; o más
bien el resto está en función de esa anarquía.
No soy de los que creen
que la civilización debe cambiar para que cambie el teatro; entiendo por el
contrario que el teatro, utilizado en el sentido más alto y más difícil
posible, es bastante poderoso como para influir en el aspecto y la formación de
las cosas; y el encuentro en escena de dos manifestaciones apasionadas, de dos
centros vivientes, de dos magnetismos nerviosos es algo tan completo, tan
verdadero, hasta tan decisivo como el encuentro en la vida de dos epidermis en
un estupro sin mañana.
Por eso propongo un
teatro de la crueldad. Con esa manía de rebajarlo todo que es hoy nuestro
patrimonio común, tan pronto como dije “crueldad” el mundo entero entendió
“sangre”. Pero teatro de la crueldad significa
teatro difícil y cruel ante todo para mí mismo. En el plano de la
representación esa crueldad no es la que podemos manifestar despedazándonos
mutuamente los cuerpos, mutilando nuestras anatomías, o como los emperadores
asirios, enviándonos por correo sacos de orejas humanas o de narices recortadas
cuidadosamente, sino la crueldad mucho más terrible y necesaria que las cosas
pueden ejercer en nosotros. No somos libres. Y el cielo se nos puede caer
encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo.
O nos mostramos capaces
de retornar por medios modernos y actuales a esa idea superior de la poesía, y
de la poesía por el teatro que alienta en los mitos de los grandes trágicos
antiguos, capaces de revivir una idea religiosa del teatro (sin meditación,
contemplación inútil, y vagos sueños), de cobrar conciencia y dominio de
ciertas fuerzas dominantes, ciertas ideas que todo lo dirigen; y (pues las
ideas cuando son eficaces llevan su energía consigo) de recobrar en nosotros
esas energías que al fin y al cabo crean el orden y elevan el valor de la vida;
o sólo nos resta abandonarnos a nosotros mismos sin protestas e inmediatamente,
reconociendo que sólo servimos para el desorden, el hambre, la sangre, la
guerra y las epidemias.
O retrotraemos todas las
artes a una actitud y una necesidad centrales, encontrando una analogía entre
un movimiento de la pintura o el teatro y un movimiento de la lava en la
explosión de un volcán, o debemos dejar de pintar, de gritar, de escribir o de
hacer cualquier otra cosa.
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