El modernismo y el
positivismo constituyen dos módulos hermenéuticos vigentes a fines del siglo
XIX y a principios del XX en el Río de la Plata, con distintos niveles de
penetración. Ambos modelan las significaciones del Ariel de José Rodó, texto que este trabajo analiza con el objetivo
principal de identificar cómo opera discursivamente cada una de estas
perspectivas interpretativas.
La primera edición
de Ariel de José Rodó salió de
imprenta en febrero de 1900 y se constituyó, en el transcurso de algunos años,
en uno de los primeros éxitos de una literatura latinoamericana que empezaba a
cobrar conciencia de su unidad. Escrito en un contexto caracterizado por el
apogeo de las tendencias capitalistas a la monopolización, la competencia
imperialista por los enclaves coloniales, una notoria ampliación de demandas de
bienestar y una difusa masificación y materialización de las prácticas
sociales, el texto adopta una doble perspectiva para interpretar esta realidad
de intensa modernización nacional e internacional, la positivista y la
modernista. Las dos miradas frente a la modernidad responden a su rostro
también dual que, por un lado, instrumentaliza el saber ofreciéndole al hombre
las pautas para controlar y mejorar el mundo natural y social; pero, por otro,
comienza a barajar las cartas del mercantilismo y la vulgarización. Mientras el
ensanchamiento del conocimiento científico va a despertar en Rodó una confianza
y adhesión con las que teje tópicos y argumentos claramente afiliados al
discurso positivista, los efectos de un exacerbado utilitarismo van a generan
en el escritor uruguayo una desconfianza y un rechazo que lo van a remitir
directamente al discurso modernista.
El Ariel de Rodó va a abrevar en las imágenes
poéticas que le ofrece el modernismo y, al igual que él, va a reaccionar no
conforme al realismo mimético como única matriz estética y al utilitarismo como
motivación humana privilegiada. El primer rechazo se materializa en el texto
del uruguayo a través de varias estrategias retóricas que enriquecen las
posibilidades figurativas del lenguaje que se desplaza de la denotación hacia
la simbolización y opera, así, una poetización constante del entramado de
tópicos rodonianos. El segundo enfrentamiento se plasma en una actitud
reivindicativa de dos culturas ejemplares: la helénica y la cristiana, ambas,
presentadas como poseedoras de una estética social que conjuga lo noble con lo
bello y que ofrece una suma de excelencias que el texto pretende armonizar.
Ariel, como otras obras modernistas,
objeta los descuidos y la vulgaridad de expresión y se esfuerza por renovar las
imágenes en una producción que, lejos de limitarse al lujo y al refinamiento,
quiere ser original y sorprendente. Dos formas expresivas, de las múltiples que
incorpora el texto, pueden informarnos sobre su modo de poetizar las imágenes y
problemas que aborda: la alegoría de la enajenada que cree que va a casarse y
el cuento simbólico del rey hospitalario. Ambas figuras revelan la preocupación
por la construcción de la obra como artificio y la importancia dada a la
imaginación para, por un lado, servir al embellecimiento artístico y, por otro,
servir a los fines persuasivos que Ariel
no oculta.
Ahora bien, ¿qué
términos aparecen en la alegoría de la alienada, cómo lo hacen y qué función
cumplen? Dos son los personajes que se presentan: la loca, protagonista del
breve relato, y su prometido, personaje secundario y sólo nominal. A ella se le
asignan una serie de calificativos referidos a su figura y a su accionar. A él,
inicialmente, se lo revela como el “prometido ilusorio”, su fuerza radica en
ser objeto de deseo, fuerza movilizante para “aquella pobre enajenada”, cuya
conmovedora locura pasa a tomar un tono melancólico cuando la tarde le advierte
que el novio esperado no ha llegado. Pero no hay en la historia un final
disfórico porque la expectativa de la boda reaparece, una y otra vez, con la
cándida confianza de la mujer. Las adjetivaciones que a ella se refieren
diseñan una axiología que, en ningún caso, refiere negatividad o indiferencia;
por el contrario, su figura se ha cargado de un sentimentalismo hacia el que no
se ejerce una crítica o una censura sino que se le dirige una mirada piadosa
que, como si fuera necesario reforzar, se hace explícita y explicativa una vez
terminado el relato.
Las calificaciones
operan junto con otros recursos poco importantes cuantitativamente, pero,
significativos cualitativamente. Por ejemplo, a través de la metáfora se
presenta la corona de desposada de la loca como un “(j)uguete de su ensueño”;
el del cromatismo que afecta al personaje, de “frente pálida”, y al paisaje,
cuyo oscurecimiento por las “sombras de la tarde” coincide con un decaimiento
emocional de la protagonista por la frustración; y el del símbolo del tocado,
tejido “(d)e las almas de cada primavera humana”, representante de la esperanza
de la que, por antonomasia, la juventud estaría dotada. Todos estas figuras del
lenguaje pueden asociarse con el modernismo que al proponerse encontrar expresiones
adecuadas para una nueva sensibilidad busca —como lo hace Rodó en este caso—
transmitir efectos impresionistas a base de sensaciones y sentimientos,
enriquecer la dimensión pictórica de las imágenes mediante el uso del color, e
incorporar símbolos que desmaterialicen el mundo, idealizándolo.
La alegoría es
total puesto que cada uno de los elementos que participan en ella y le son
constitutivos conforman una unidad, un conjunto de símbolos que se armonizan
para estampar uno más general, cuya significación se aleja de la arbitrariedad
del signo lingüístico para motivarse mediante una razón imaginativa que permite
comparar a la enajenada con la humanidad por su semejante obstinación en
renovar constantemente la esperanza. Posibilita esta porfía no sólo el carácter
de la animada novia, sino el consorte imaginado que actúa —puede inferirse—
como una meta, un fin ideal que posibilita el ejercicio de la fe. Pero, la
eficacia de este ideal puede morir y para reorganizarlo hará falta la acción
renovadora de la juventud, el otro actante que aparece terciando en esta
relación. La juventud será la encargada de “(p)rovocar esa renovación,
inalterable como un ritmo de la Naturaleza”, objetivo que presupone una
correspondencia entre el juvenilismo y el optimismo.
Según Real de Azúa,
la imagen de la enajenada no es una invención del autor sino de Guyau, “una de
las autoridades máximas para el Rodó de esos años” (1976: XI) quien —junto con
Renán— será uno de los pensadores más citados en el texto. Guyau sostiene la
convicción romántica de la responsabilidad del escritor como heredero de las
autoridades espirituales tradicionales en sus funciones de guía de la sociedad,
convencimiento que el uruguayo también muestra al ofrecernos esta alegoría
—entre otras figuras— con fines didáctico moralizantes, como programa
conveniente a seguir, como actitud a emular. La intertextualidad patentiza, por
otra parte, el conocimiento de una bibliografía doctrinal europea que opera
como un marco conceptual que se desplaza para interpretar los asuntos
regionales y que adelantará así, "la integración de América Latina en el
discurso intelectual de Occidente". (Rama 1995:88).
El cuento del rey
hospitalario, la otra imagen que nos interesa, no surge de pensadores maestros
franceses, ni de otros predicadores laicos, sino del recuerdo de Próspero que,
como él mismo nos dice, la evoca de un “empolvado rincón de (su) memoria”. La
narración cuenta con todas las partes estructurales de un relato: la
introducción, la complicación y el desenlace. La primera de ellas es respetuosa
de la convención que encarga presentar el marco espacio-temporal que, en este
caso, es lo suficientemente concreto para reconocerlo como un horizonte de
experiencias y, a la vez, lo suficientemente indefinido como para no limitarse
a una referencia empírica singular, constrictiva para la imaginación.
Ubicada en el
pasado y en el lejano Oriente —“indeterminado e ingenuo donde gusta hacer nido
la alegre bandada de los cuentos”— la historia es protagonizada por un rey patriarcal
a quien llamaban el rey hospitalario por su inmensa piedad y generosidad, la
que llegaba al punto de convertir su palacio en la “casa del pueblo”. Pletórico
de belleza natural y artificial, el palacio estaba abierto a la multiplicidad
de gentes que lo visitaban: pastores, ancianos, grupos de mujeres, niños; y,
también, a la presencia de vientos, aves y plantas que “parecían buscar (...)
la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad”. Este colorido y este
bullicio público y exterior tiene su contraparte en una ascética sala “oculta a
la mirada vulgar” donde nadie podía ingresar salvo el mismísimo rey que allí
encontraba la paz, el silencio y la soledad necesarios para reposar, meditar y
volverse hacia lo interior.
El fallecimiento
del rey complica el relato, pues, representa un cambio de estado, una
alteración del cuadro narrativo que difícilmente podemos llamar conflicto,
puesto que no involucra una oposición o antagonismo entre fuerza actanciales.
Igualmente, la muerte es el desencadenante de la concluyente clausura del
espacio encargado de simbolizar una espiritualidad reflexiva personal e
intransferible. El cuento trabaja materializando abstracciones, ideas, valores
que luego, al igual que sucede en la alegoría anterior, son explicados y desarrollados.
Así, espacializa tanto la sociabilidad como la intimidad y las diferencia,
siendo la primera “como la casa del monarca confiado a todas las corrientes del
mundo”, y la segunda, como “la celda escondida y misteriosa que desconozcan los
huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca”.
Muchos son los
elementos modernistas que se aprecian mediante la intertextualidad, ya sea en
el interior de su estructura narrativa —propiamente dicha— como en la
explicación epilogar posterior. La elección de Oriente como ámbito y el palacio
de un rey como marco interior revelan una preferencia por los espacios exóticos
y pintorescos. El modo en que se construye el espacio del monarca muestra
también una predilección por la estética de este movimiento cuyo culto a la
belleza lo llevaba a conjugar frecuentemente, como lo hace el relato, la
belleza natural y artificial y a percibirla a través de una exacerbación de
imágenes sensoriales que el texto que nos ocupa adopta.
En este relato se
repiten imágenes visuales, con distintos sintagmas, los que señalan la amplitud
que tienen los accesos de ingreso al recinto real, con sus “abiertos pórticos”,
sus “puertas anchurosas” y sus “francas ventanas”; otras imágenes comparten el
afán figurativo, se aplican a la “barba de plata” del rey y a los vientos que,
personificados, “empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en
un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma” cuando entran a su palacio.
Hay, también, imágenes auditivas ofrecidas por los “rústicos conciertos” de los
pastores, las “bandas bulliciosas” de los niños y la carga de “armonías” que
las corrientes de aire llevan al alcázar real; los “aromas” de una fragancia
natural humanizan una vez dentro de la celda privada del rey, donde la imagen
olfativa será la encargada de ambientar el auto-conocimiento, ofreciendo “el
perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio
ser”.
La temática
principal que plantea el cuento —y que una exégesis posterior trata de
remarcar— es la del ocio noble, idea alta y aristocrática que el texto rescata
por dos vías: la modernista y la helénica. La primera de ellas, tácitamente, es
contemporánea y regulativa de la gramática de producción rodoniana afectada
—como la de otros escritores latinoamericanos de la época— por la amplia
influencia del modernismo, movimiento unánime en su conjunto que, además de sus
búsquedas formales, representó “un intento poderoso para formar parte del mundo
y del tiempo, para hacer resonar en esta América todas las voces significativas
de la hora y para sonar junto a ellas” (Martínez 1972:85). El modernismo
valorará el ocio tanto por sus cualidades intrínsecas como por las que lo
diferencian y oponen al utilitarismo, cuyo desprecio y rechazo no alcanzará a
manifestarse en el Ariel como una impugnación total puesto que en la actualidad
de la enunciación se avala la “moderna creencia en la dignidad del trabajo
útil” que complementaría la alta idea del reposo en un armónico enlace que nos
muestra la tendencia conciliatoria, ya aludida, del uruguayo. Para rechazar un
mundo mercantilizado, Rodó apelará al registro aristocratizante modernista
“tras la búsqueda de algunos espacios eventualmente protegidos de la conversión
en valores de cambio” (Terán 1985:98), como el que le ofrece la Grecia clásica.
La segunda vía,
explícita, tiene un origen antiguo: el mundo clásico griego, cuya concepción
existencial jerarquiza el ocio como “el más elevado empleo de una existencia
verdaderamente racional, identificándolo con la libertad del pensamiento
emancipado de todo innoble yugo”. En la historia del rey, la acción del reposo
reflexivo se ubica en la celda real privada y escondida, lugar interior que
posibilita y favorece las acciones específicas de “(p)ensar, soñar, admirar”,
funciones cognitivas que una enumeración sintetiza y que una explicación
ulterior debe teorizar para ligarlas a la cultura griega como modelo a emular.
Real de Azúa explica que las culturas periféricas finiseculares se veían a sí
mismas como “un discipulado muy atento de ciertos periodos cenitales del pasado
fijados para siempre, cuajados suprahistóricamente en una ejemplaridad sin
mácula”. (1985:XIX). En el caso de Ariel, Grecia —y particularmente Atenas—
representa, junto con el primer cristianismo, ese pasado idealizado que debe
recuperarse, actualizarse.
El modernismo “crea
una singular mitología temática de evasiones exóticas” (Martínez 1972:82) que
lo remiten con frecuencia al mundo griego, parnasiano y renanesco, al que Rodó
vuelve para trazar una síntesis de la civilización helénica, síntesis que no se
agota en un propósito evasivo sino interpretativo y pragmático. Rodó instala, a
través de Próspero —herramienta de su voluntad discursiva— un mensaje
ideológico que busca componer con cierto eclecticismo un mensaje doctrinario
que escinde la cultura de la economía, el ocio del negocio, y encuentra en
Grecia, como en el cristianismo primitivo, uno de los dos modelos históricos
cuyos valores puede ofrecer a la juventud investida con las máximas capacidades
de renovación social. Tal idea inaugurará un “discurso alusivo a los jóvenes en
la cultura y la política latinoamericanas que se transformará en voluntad
colectiva años más tarde” (Terán 1985:98). El autor de Ariel busca en ese pasado un modo de organización social, una
jerarquía de valores que le permita llevar a cabo la “cura de almas”, fórmula
dilecta de Rodó que traduce el proyecto de su generación, cuyos ideólogos
“asumen, en reemplazo de los sacerdotes, la conducción espiritual” (Rama
1995:87) de la sociedad, componiendo una especie de catequesis laica.
Dicha conducción
opera a través de una pedagogía de ejemplificaciones moralizadoras, como las
del cuento y la alegoría comentados, que patentizan el carácter de una prosa
artística y, junto con otras figuras, alientan una máxima confianza en la
potencia esclarecedora de las imágenes bellas, confianza ligada tanto al
esteticismo modernista como, por supuesto, “al aparato de persuasión que en la ‘forma
bella’ se confiaba y que parecía tan inseparable del impacto que se pretendía
lograr” (Real de Azúa 1976:14). De este modo, la estética se hace parte de la
ética en un texto que llega a proponer que “el que ha aprendido a distinguir lo
delicado de lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para
distinguir lo malo de lo bueno”.
Es aquí, con el
desplazamiento de lo bello hacia lo virtuoso, como el discurso rodoniano se
abre a otra sensibilidad de época, la positivista, cuya difusión —a fines del
XIX— alcanzó en Latinoamérica altos niveles de penetración. A través del
discurso de Próspero, se reconoce que el siglo XIX “asumió personalidad e
independencia en la evolución de las ideas”, desarrollo coincidente con la
hegemonía positivista que edificó todo un sistema de creencias “sobre los
conceptos de la razón, el individuo, el progreso, la libertad, la naturaleza, y
el endiosamiento de la ciencia”. (Oddone 1986:224). Estas ideas se presentan en
Ariel, pero no retoma, en cambio, el fondo ético utilitario de esta filosofía
que se adecuó enteramente a la manera de pensar de la sociedad burguesa de
nuestro continente.
Los rasgos del
pensamiento positivista se afirman en el discurso rodoniano, por ejemplo, cuando
acude a Comte para recordar cómo el filósofo advertía sobre la necesidad de una
organización social que concentre el poder en un estrato no masivo. El filósofo
positivista “buscaba en los principios de las clasificaciones naturales el
fundamento de la clasificación social que habría de sustituir a las jerarquías
recientemente destruidas”. El argumento —que se entiende válido— apela al
modelo de las ciencias naturales y presupone, al menos, dos cosas: que este
modelo permite alcanzar la “verdad” entendida como un valor sustraído de la
historia y que sus mecanismos de análisis pueden trasladarse a las ciencias
sociales.
La tendencia
biologicista del positivismo aparece en el Ariel
con frecuencia. Se trata de un evolucionismo social que justifica —dando el
tono elitista de gran parte de la obra— la supervivencia de los más aptos, el
triunfo de los mejores, pues en ellos, al igual que en la naturaleza, han
operado diversos mecanismos de adaptación y selección que, según se plantea en
la obra, la degeneración democrática destruye, incapaz de sustituir las
jerarquías infundadas por otras racionales. Traído el problema de la
democratización a Latinoamérica, la voz magistral de Próspero se encarga de
ofrecernos un programa que enmendaría los dispositivos negativos que la
democracia despliega para mediocrizar la sociedad, conduciéndola a un imperio
de utilitarismo divorciado de altos ideales.
El proyecto de
reforma política que se esboza en Ariel
responde a un diagnóstico cultural de los pueblos latinoamericanos en el que
constan, por un lado, los puntos negativos de sus organizaciones sociales, que
los exponen “en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática”, y,
por otro lado, los puntos programáticos propiamente dichos. Los primeros se
refieren tanto al fenómeno de la migración masiva, al “presuroso crecimiento de
nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud
cosmopolita”, como a la dificultad de las sociedades locales para homogeneizar,
en una base nacional, esta multiplicidad identitaria que “se incorpora a un
núcleo aun débil para verificar un activo trabajo de asimilación”. Una vez
trazado este cuadro se construye la propuesta remediadora que retoma dos
tópicos clásicos del positivismo biologicista: la selección y la adaptación,
principios de una doctrina evolucionista que se trasladan a la sociedad para
explicar la supervivencia de los más aptos.
Ya para fines del
XIX, esta perspectiva cuenta con una gran popularidad en el Río de la Plata y
su influencia es evidente en el casi idéntico planteo que sobre el tema
realizan dos intelectuales argentinos de la época: Quesada y Ramos Mejía.
Ellos, al igual que Rodó, establecen una adhesión primera y general a la
explicación darwiniana3 Los tres llevan, con diferentes matices, este
planteamiento al mundo social junto con la idea de, entre otras, la adaptación
para la supervivencia. En el sujeto social, la supervivencia ya no se
confinaría a un reajuste biológico conforme a las exigencias de un ambiente
natural, sino a un reacomodamiento constante a las leyes y principios
culturales que entablan una estrecha dialéctica puesto que, como observa
Quesada, “la historia y la experiencia enseñan que el hombre no ha existido, ni
existe, fuera de la sociedad, de manera que el estado social influye en su
desenvolvimiento: luego, no hay antagonismo entre sociedad e individuo sino
íntima compenetración”. (1907:234).
El progreso será,
desde la perspectiva de estos rioplatenses, el efecto de la selección social y,
por ello, la adaptación a través de la educación tendrá un papel fundamental
que permita a sociedades transplantadas como las nuestras “civilizarse” y dejar
atrás la barbarie de la multitud, la masa anónima, que “no es nada por sí
misma” según Rodó y, que —según Ramos Mejía— está constituida por individuos
anónimos, sin fisonomía moral, “cuya mentalidad superior evoluciona lentamente,
quedando reducida su vida cerebral a las facultades sensitivas”. (1989:20). A
este dominio cuantitativo de la muchedumbre —este “dominio innoble, se dirá en Ariel— no le corresponderían
propiedades cualitativas, lo que la sume en un vacío moral que la educación
debe modificar para instruirla en —y adaptarla a— modos de pensar y de sentir
conformes a los ideales de una cultura letrada que, quizá, no pretendía tanto
masificar la educación como extraer de una población profusa y problemática las
autoridades intelectuales que los dirigiesen.
Próspero,
manifiesto alter ego de Rodó, nos lo dice explícitamente:
Gobernar es poblar, asimilando en primer término,
educando y seleccionando después. Si la aparición y el florecimiento en la
sociedad, de las más elevadas actividades humanas, de las que determinan la
alta cultura, requieren como condición indispensable la existencia de una
población cuantiosa y densa, es precisamente porque esa importancia
cuantitativa de la población (...) posibilita la formación de fuertes elementos
dirigentes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre el número.
La ligazón de un
elitismo letrado con cierto mesianismo se verá también en Ramos Mejía, quien,
desconfiado al igual que el uruguayo de la masificación democrática, explica
que “(l)as tendencias de nivelación (...) han difundido el concepto equivocado
de que todos somos aptos para todo, y siéndolo, justo es que nos baste estirar
la mano para obtener con tal facilidad lo que otros obtienen con el talento o
la virtud”. (1904: 23).
De ahí a instalar
la necesariedad de los superhombres nietzchianos hay un paso que no dan ambos
rioplatenses. En Los simuladores del talento, Ramos Mejía enaltece lo que
Nietzche llamó la moral de “los héroes o superhéroes”, la que escaparía a la de
“los esclavos” quienes para vivir, a diferencia de los primeros, sólo saben y
pueden simular (12/3), en cambio, Rodó critica al autor de Zaratustra porque su
anti-igualitarismo reivindicó, fuertemente, derechos que consideró inherentes a
las superioridades humanas con “un abominable, un reaccionario espíritu; puesto
que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre
a quien endiosa un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles”.
La oposición de Rodó no apuntará al individualismo, ni al mesianismo elitista
—al que la exageración de este planteamiento puede devenir— sino a la falta de
espíritu religioso, al alejamiento de los valores colectivistas del
cristianismo, legado de una tradición hispana que se honra a la vez que se
confronta con la del individualismo norteamericano —anglosajón— cuyos valores
religiosos provenientes del protestantismo se desestiman y desacralizan, al
conformar sólo “una fuerza auxiliatoria de la legislación penal, que evacuaría
su puesto el día que fuera posible dar a la moral utilitaria la autoridad
religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill”.
Las proposiciones
científicas que se intercalan a lo largo del Ariel tienden a descontextualizar sus análisis al desconocer las
particularidades histórico-sociales de las distintas culturas. Ocurre en varias
zonas de la obra, en particular, cuando se intenta definir el mejor tipo de
democracia apelando a la “ciencia nueva” que, “(f)uente de inagotables
inspiraciones morales (…) nos sugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo
el principio democrático puede conciliarse en la organización de las
colectividades humanas, con una aristarquia de la moralidad y la cultura”. El
orden social referido no tiene referencia empírica, surge de una teorización
que dota al modelo de una validez universal, aplicable tanto a una comunidad
nacional europea como a una latinoamericana. Pero esta universalización es, en
realidad, una europeización, perspectiva común en el pensamiento intelectual
rioplatense que el texto del uruguayo adopta, al asumir el carácter discipular
de una literatura europea “de circunstancia”.
La ciencia se
representa en la producción de Rodó desde la típica epistemología moderna que,
además de presuponer un sujeto caracterizado por su masculinidad, por su
blancura y por su europeidad, utiliza categorías de conocimiento que —creadas
en Europa— forman parte de la modernidad y fueron construidas en complicidad
con la expansión colonial. Una de estas categorías es la de “progreso” que,
enunciada repetidamente en el Ariel,
se liga a la ciencia entendida como su criterio de legitimación. “La ciencia
nueva habla de selección como de una necesidad de todo progreso” —dice
Próspero— quien adjunta a la idea de desarrollo, la idea de necesariedad de la
selección. Así, según Próspero, “(l)a ciencia muestra cómo en la inmensa
sociedad de las cosas y los seres, es una necesaria condición de todo progreso
el orden jerárquico”. Entonces, la relación entre progreso-razón no es casual;
obedece “al proyecto histórico que se abre en Occidente con la Modernidad. Su
significación y alcance se identifican con el signo de ese proyecto”. (Regnasco
1991:248). La confianza moderna en una razón expansiva se revela constantemente
en la obra que ve el futuro sujeto al dominio del hombre, a su voluntad de
poder, a través de la democracia y de la ciencia, planteadas como “los dos
insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa; o,
expresándolo con una frase de Bourget, las dos "obreras" de nuestros
destinos futuros”.
El valor de la
ciencia es tan alto en el imaginario rodoniano que llega a sacralizarla cuando
—recordando las afirmaciones de un libro de Henri Berenguer— se nos dice que
ella “(r)ealza, no menos que la revelación cristiana la dignidad de los
humildes” para, seguidamente, hacer notar cómo sus descubrimientos del mundo
físico y sus principios pueden iluminar nuestro conocimiento sobre la sociedad
y permitirnos inferir reglas equivalentes. La revelación de la ciencia es la
que “atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, a la
labor del nummulite y briozóo en el fondo obscuro del abismo, la construcción
de los cimientos geológicos” y, así como reconoce la tarea fundamental de tan
microscópicos seres para la edificación de un medio ambiente que tiende a la
evolución selectiva, la ciencia “llegando a la sociología y a la historia,
restituye el heroísmo, a menudo abnegado de las muchedumbres, la parte que le
negaba el silencio en la gloria del héroe individual”.
En suma, a pesar de
la desconfianza —típicamente moderna— en el discurso de la ciencia,
particularmente en su variante positivista, en el Ariel, Rodó repara en la peligrosidad del imperialismo de la razón
científica, en la paradoja de una ciencia que es, a la vez, sojuzgadora y liberadora.
Lo hace cuando concede a los americanos del Norte la cualidad de haber
enriquecido la dimensión técnica instrumental de la ciencia, a la vez que los
critica por haber elidido su dimensión ética. Ellos, reconoce, "la han
agigantado en los dominios de la utilidad, y han dado al mundo en la caldera de
vapor y en la dínamo eléctrica, billones de esclavos invisibles que
centuplican, para servir al Aladino humano, el poder de la lámpara
maravillosa". Sin embargo, esta enumeración de aplicaciones científicas
estadounidenses tiene en la paradoja su principio constructivo. Mientras los
objetos están hiperbolizados, sea a través de calificaciones positivas o por
referencias lexicales a grandes cantidades, les está negada la mínima
participación en un sistema teórico que ofrezca principios de explicación e
intervención social. Nuevamente, la negación del otro —el reconocimiento de sus
límites— va a operar como la afirmación, por contraste, de las propias
posibilidades, los propios logros.
Son muchos los
componentes del repertorio positivista que, efectivamente, incluye el texto de
Rodó, los que se edifican y difunden a través de un lenguaje y unas figuras
altamente simbólicas cuya constancia e intensidad dan cuenta no sólo de una
elección formal de presentación de contenidos —que viola constantemente las
restricciones de una textualidad científica— sino, también, de un marco
interpretativo que encuentra en la estetización, preferencia típicamente
modernista, no sólo un procedimiento discursivo privilegiado, una disposición o
sintaxis de las formas, sino un contenido semántico y pragmático; un esquema
conceptual que, como no podría ser de otra forma, liga las ideas expresadas con
el modo de expresión, de manera que un plano es inseparable del otro: lo que se
dice y cómo se lo dice no son, ni pueden ser, realidades autónomas. El
modernismo se instituye, entonces, en la óptica hegemónica del Ariel, mientras
que el positivismo cumple un papel un tanto circunstancial que consiste en
recuperar —a través de unos términos y unos planteamientos argumentativos
específicos— la extendida sensibilidad que detentaba el campo intelectual de la
época.
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