LA ENTRADA EN EL MUNDO
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Estas tonterías,
estereotipadas para uso de los principiantes, son siempre encantadoras para las
mujeres y sólo resultan pobres leyéndolas en frío. El gesto, el acento, la
mirada de un joven les dan incalculable valor. La señora de Nucingen encontró a
Eugenio encantador, y luego, como todas las mujeres, no pudiendo responder nada
a cuestiones tan francamente planteadas como la del estudiante, le contestó
otra cosa.
-Sí. Mi hermana obra mal,
portándose como lo hace con nuestro pobre padre, que ha sido para nosotras un
dios. Ha sido necesario que el señor de Nucingen me ordenase terminantemente
que no viese a mi padre más que por la mañana, para que yo accediese respecto
de este punto. Pero fui mucho tiempo desgraciada. Lloraba. Estas violencias,
sucediendo a las brutalidades del matrimonio, fueron una de las cosas que más
turbaron mi hogar. A los ojos del mundo soy la mujer más feliz de París, pero
la más desgraciada en realidad. Me va usted a juzgar loca hablándole de este
modo, pero usted ya conoce a mi padre, y este solo hecho basta para que no lo
considere un extraño.
-Jamás habrá usted
encontrado persona que esté animada de un deseo más vivo de pertenecerle -dijo
Eugenio-. ¿Qué buscan ustedes las mujeres? La dicha repuso el estudiante con
voz que llegaba al alma-. Pues bien, si la dicha de una mujer consiste en ser
amada y adorada, en tener un amigo a quien confiar sus deseos, sus caprichos,
sus penas, sus goces, y mostrarse ante él en toda la desnudez de su alma, con
sus bonitos defectos y sus hermosas cualidades sin temor a ser traicionada,
créame usted que ese corazón adicto, siempre ardiente, no puede encontrarse más
que en un hombre joven, lleno de ilusiones, que puede morir a una seña
suya y que no conoce aun el mundo ni
quiere conocerlo, porque usted será el mundo para él. Mire, va usted a reírse
de mi sencillez. Yo llego del interior de una provincia, completamente ajeno a
todo esto, sin haber conocido más que almas hermosas, y pensaba permanecer sin
amor; pero frecuenté la casa de mi prima, quien me demostró cariño y me hizo
adivinar los mil tesoros de la pasión; soy pues, como Querubín, el amante de
todas las mujeres, esperando poder unirme a una de ellas. Al verla, cuando
entré, me sentí inclinado hacia usted como por una corriente. ¡Había pensado
tanto en su persona! Pero no la había soñado tan hermosa como lo es en
realidad. La señora Beauséant me ordenó que no la mirase a usted tanto, porque
no sabe cómo son de seductores sus bonitos labios rojos, su tez blanca y sus
ojos tan dulces. Yo también estoy diciéndole locuras, pero déjeme decírselas.
Nada complace más a las
mujeres que oír que les dirigen estas cariñosas palabras. Hasta la devota más
severa las escucha con gusto, aunque no pueda responder a ellas. Después de
haber empezado de este modo, Rastignac desató su rosario, con voz coquetamente
sorda, mirando de cuando en cuando a de Marsay, el cual no dejaba el palco de
la princesa Galathionne. Rastignac permaneció al lado de la señora de Nucingen
hasta que su marido fue a buscarla para acompañarla a su casa.
-Señora -le dijo
Eugenio-, tendré el placer de ir a verla antes del baile de la duquesa de
Carigliano.
-Puesto que la señoga lo invita -le dijo el barón,
especie de alsaciano cuya cara redonda anunciaba una peligrosa astucia-, esté segudo de ser bien gecibido.
“Las cosas marchan bien,
ella no se ha asustado al oír que le decía: ‘¿Me amaría usted?’ Le he puesto ya
el freno al corcel; conque, montémoslo y sepamos gobernarlo” se dijo Eugenio yendo
a saludar a la señora de Beauséant, que se levantaba y se retiraba con Adjuda
en aquel momento. El pobre estudiante no sabía que la baronesa estaba distraída
y que esperaba de de Marsay una de esas cartas decisivas que desgarran el alma.
Satisfecho de su falso éxito, acompañó a la vizcondesa hasta el peristilo,
donde cada uno esperaba su coche.
-Su primo no parece el
mismo -dijo el portugués a la vizcondesa cuando Eugenio se despidió-. Hará
saltar la banca. Es escurridizo como una anguila, y creo que irá lejos. Sólo
usted ha podido escogerle una mujer en el momento en que esta necesitaba
consuelo.
-Pero es preciso saber si
Delfina ama aun al que la abandona -dijo la señora de Beauséant.
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