martes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (42)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 7)

Este paseo fue fatal para el estudiante. Algunas mujeres se fijaron en él. ¡Era tan hermoso, tan joven, y de una elegancia tan distinguida! Al ver que era objeto de una atención tan admirativa, no pensó ya en sus hermanas ni en su tía despojadas, ni en sus virtuosas repugnancias: había visto pasar sobre su cabeza a ese demonio que tan fácilmente pierde a un ángel, a ese Satán de matizadas alas que siembra rubíes, que lanza su flecha de oro a la fachada de los palacios y que reviste de purpúreo brillo a las mujeres y a los tronos tan sencillos en su origen: había escuchado al dios de esa vanidad crepitante cuyo oropel nos parece ser un símbolo del poder. Las palabras que dijo Vautrin, por cínico que este fuese, se habían grabado en su corazón, como se graba en el recuerdo de una virgen el innoble perfil de una vendedora de joyas que le dice: “oro y amor a mares.” Después de haber callejeado indolentemente, Eugenio se presentó a las cinco en casa de la señora de Beauséant, donde recibió uno de esos terribles golpes contra los cuales carecen de armas los corazones jóvenes. Hasta entonces la vizcondesa se había mostrado con él llena de esa cortés amenidad y de esa meliflua gracia propia de la educación aristocrática que sólo se completa cuando proviene del corazón.

Cuando entró, la señora de Beauséant hizo un gesto seco y le dijo con voz cortante:

-Señor de Rastignac, me es imposible recibirlo, al menos en este momento. Tengo que hacer…

Para un observador, y Rastignac se había hecho observador de pronto, esta frase, el gesto, la mirada y la inflexión de la voz era la historia del carácter y de las costumbres de la casta. Vio la mano de hierro debajo del guante de terciopelo, la personalidad y el egoísmo debajo de los modales, la madera debajo del barniz. Oyó, en fin, el: ¡Yo, el Rey!, que comienza en lo alto del trono y acaba debajo de la cimera del último cortesano. Rastignac se había abandonado demasiado fácilmente a creer en la nobleza de la mujer. Como todos los desgraciados, había firmado de buena fe el delicioso pacto que debe unir al bienhechor con el protegido, pacto cuyo primer artículo consigna una completa igualdad entre los grandes corazones. La beneficencia, que reúne a dos seres en uno solo, es una pasión celestial tan incomprensible, tan rara como el verdadero amor. Una y otro son la prodigalidad de las almas bellas. Eugenio quería ir al baile de la duquesa de Carigliano, y devoró esta borrasca.

-Señora -dijo con una voz conmovida-, si no se tratara de una cosa importante, no hubiera venido a importunarla; tenga la amabilidad de permitirme que la vea más tarde. Esperaré.

-Bien, venga usted a comer conmigo -dijo la vizcondesa un poco confusa por la dureza con que había pronunciado sus palabras, porque esta mujer era verdaderamente tan grande como buena.

Aunque agradecido de este repentino cambio, Eugenio se dijo al marcharse: “Arrástrate, sopórtalo todo. ¿Cómo deben ser las demás, si la mejor de las mujeres borra en un momento las promesas de su amistad y te abandona como un zapato viejo? ¿Cada uno sólo piensa para sí, entonces? Es verdad que su casa no es ninguna tienda, y que yo hago mal en necesitar de ella; pero, en fin, como dice Vautrin, hay que hacerse bala de cañón.” Las amargas reflexiones del estudiante no tardaron en ser disipadas por el placer que se prometía comiendo en casa de la vizcondesa. Así que, por una especie de fatalidad, los menores acontecimientos de su vida conspiraban para lanzarlo a la carrera en la que, según las observaciones de la terrible esfinge de la Casa Vauquer, debía, como en un campo de batalla, matar para no ser muerto, engañar para no ser engañado, dejar a la puerta la conciencia y el corazón, ponerse una careta, burlarse sin piedad de los hombres y, como en Lacedemonia, tomar su fortuna sin ser visto, para merecer la corona. Cuando volvió a casa de la vizcondesa la encontró con aquella amabilidad que siempre había demostrado. Los dos juntos pasaron al comedor, en el cual el vizconde esperaba a su mujer y donde resplandecía ese lujo de mesa que fue llevado, como todos saben, al más alto grado durante la Restauración. El señor de Beauséant, al igual que muchos hombres gastados, no tenía más placeres que los de la buena vida, y se había dado a la glotonería de la escuela de Luis XVIII y del duque de Escara. Su mesa ofrecía un doble lujo: el del continente y el del contenido. Jamás espectáculo semejante había sido acariciado por los ojos de Eugenio, que comía por primera vez en una de esas casas en las que las grandezas sociales son hereditarias. La moda acababa de suprimir las cenas con que terminaban antaño los bailes del imperio, donde los militares necesitaban recobrar fuerzas para prepararse para todos los combates que los esperaban tanto dentro como fuera. Eugenio no había asistido aun más que a bailes. El aplomo que lo distinguió más tarde tan eminentemente, y que comenzaba a adquirir, le impidió quedar alelado. Pero al ver aquel servicio de plata esculpida y las mil curiosidades de una mesa suntuosa, al admirar por primera vez el silencioso movimiento de los criados, era difícil que un hombre de imaginación ardiente no prefiriese esa vida constantemente elegante a la vida de privaciones que quería abrazar por la mañana. Su pensamiento lo sumió por un instante en su casa de pensión; sintió tan profundo horror que juró abandonarla en el mes de enero, tanto para mudarse a una casa limpia como para huir de Vautrin, cuya pesada mano sentía aun sobre su hombro. Si se piensa en las mil formas que toma en París la corrupción, parlante o muda, un hombre de buen sentido se pregunta por qué aberración establece el Estado escuelas y junta allí a los jóvenes; cómo las mujeres hermosas son respetadas y cómo el oro expuesto por los agentes de cambio no vuela maquinalmente de los escaparates. Pero si se tiene en cuenta que existen pocos ejemplos de crímenes y aun de delitos cometidos por jóvenes, ¿qué respeto no debe sentirse por los pacientes Tántalos que se combaten a sí mismos y salen casi siempre airosos? Si nuestro pobre estudiante estuviese bien descrito en su lucha con París, daría materia para una de las obras más dramáticas de nuestra civilización moderna. En vano miraba la señora de Beauséant a Eugenio para invitarlo a hablar; el joven no quiso decir nada en presencia del vizconde.

-¿Me lleva usted esta noche a los Italianos? -preguntó la vizcondesa a su marido.

-No puede usted dudar del placer que tendría en obedecerla -respondió él con una burlona galantería que engañó al estudiante-; pero tengo una cita en el Variedades.

“Con su querida”, se dijo ella.

-¿No tiene usted a Adjuda esta noche? -le preguntó el vizconde.

-No -le respondió ella con mal humor.

-Bien, si necesita usted a toda costa un brazo, tome el del señor de Rastignac.

La vizcondesa miró sonriendo a Eugenio.

-¡Vaya un compromiso para usted! -le dijo.

-El francés ama el peligro porque ve en el la gloria, ha dicho Chauteabriand -respondió Rastignac inclinándose.

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