LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 7)
Este paseo fue fatal para
el estudiante. Algunas mujeres se fijaron en él. ¡Era tan hermoso, tan joven, y
de una elegancia tan distinguida! Al ver que era objeto de una atención tan
admirativa, no pensó ya en sus hermanas ni en su tía despojadas, ni en sus
virtuosas repugnancias: había visto pasar sobre su cabeza a ese demonio que tan
fácilmente pierde a un ángel, a ese Satán de matizadas alas que siembra rubíes,
que lanza su flecha de oro a la fachada de los palacios y que reviste de
purpúreo brillo a las mujeres y a los tronos tan sencillos en su origen: había
escuchado al dios de esa vanidad crepitante cuyo oropel nos parece ser un
símbolo del poder. Las palabras que dijo Vautrin, por cínico que este fuese, se
habían grabado en su corazón, como se graba en el recuerdo de una virgen el
innoble perfil de una vendedora de joyas que le dice: “oro y amor a mares.”
Después de haber callejeado indolentemente, Eugenio se presentó a las cinco en
casa de la señora de Beauséant, donde recibió uno de esos terribles golpes
contra los cuales carecen de armas los corazones jóvenes. Hasta entonces la
vizcondesa se había mostrado con él llena de esa cortés amenidad y de esa
meliflua gracia propia de la educación aristocrática que sólo se completa
cuando proviene del corazón.
Cuando entró, la señora
de Beauséant hizo un gesto seco y le dijo con voz cortante:
-Señor de Rastignac, me
es imposible recibirlo, al menos en este momento. Tengo que hacer…
Para un observador, y
Rastignac se había hecho observador de pronto, esta frase, el gesto, la mirada
y la inflexión de la voz era la historia del carácter y de las costumbres de la
casta. Vio la mano de hierro debajo del guante de terciopelo, la personalidad y
el egoísmo debajo de los modales, la madera debajo del barniz. Oyó, en fin, el:
¡Yo, el Rey!, que comienza en lo alto
del trono y acaba debajo de la cimera del último cortesano. Rastignac se había
abandonado demasiado fácilmente a creer en la nobleza de la mujer. Como todos
los desgraciados, había firmado de buena fe el delicioso pacto que debe unir al
bienhechor con el protegido, pacto cuyo primer artículo consigna una completa
igualdad entre los grandes corazones. La beneficencia, que reúne a dos seres en
uno solo, es una pasión celestial tan incomprensible, tan rara como el
verdadero amor. Una y otro son la prodigalidad de las almas bellas. Eugenio
quería ir al baile de la duquesa de Carigliano, y devoró esta borrasca.
-Señora -dijo con una voz
conmovida-, si no se tratara de una cosa importante, no hubiera venido a
importunarla; tenga la amabilidad de permitirme que la vea más tarde. Esperaré.
-Bien, venga usted a
comer conmigo -dijo la vizcondesa un poco confusa por la dureza con que había
pronunciado sus palabras, porque esta mujer era verdaderamente tan grande como
buena.
Aunque agradecido de este
repentino cambio, Eugenio se dijo al marcharse: “Arrástrate, sopórtalo todo.
¿Cómo deben ser las demás, si la mejor de las mujeres borra en un momento las
promesas de su amistad y te abandona como un zapato viejo? ¿Cada uno sólo
piensa para sí, entonces? Es verdad que su casa no es ninguna tienda, y que yo
hago mal en necesitar de ella; pero, en fin, como dice Vautrin, hay que hacerse
bala de cañón.” Las amargas reflexiones del estudiante no tardaron en ser
disipadas por el placer que se prometía comiendo en casa de la vizcondesa. Así
que, por una especie de fatalidad, los menores acontecimientos de su vida
conspiraban para lanzarlo a la carrera en la que, según las observaciones de la
terrible esfinge de la Casa Vauquer, debía, como en un campo de batalla, matar
para no ser muerto, engañar para no ser engañado, dejar a la puerta la
conciencia y el corazón, ponerse una careta, burlarse sin piedad de los hombres
y, como en Lacedemonia, tomar su fortuna sin ser visto, para merecer la corona.
Cuando volvió a casa de la vizcondesa la encontró con aquella amabilidad que
siempre había demostrado. Los dos juntos pasaron al comedor, en el cual el
vizconde esperaba a su mujer y donde resplandecía ese lujo de mesa que fue
llevado, como todos saben, al más alto grado durante la Restauración. El señor
de Beauséant, al igual que muchos hombres gastados, no tenía más placeres que
los de la buena vida, y se había dado a la glotonería de la escuela de Luis
XVIII y del duque de Escara. Su mesa ofrecía un doble lujo: el del continente y
el del contenido. Jamás espectáculo semejante había sido acariciado por los
ojos de Eugenio, que comía por primera vez en una de esas casas en las que las
grandezas sociales son hereditarias. La moda acababa de suprimir las cenas con
que terminaban antaño los bailes del imperio, donde los militares necesitaban
recobrar fuerzas para prepararse para todos los combates que los esperaban tanto
dentro como fuera. Eugenio no había asistido aun más que a bailes. El aplomo
que lo distinguió más tarde tan eminentemente, y que comenzaba a adquirir, le
impidió quedar alelado. Pero al ver aquel servicio de plata esculpida y las mil
curiosidades de una mesa suntuosa, al admirar por primera vez el silencioso
movimiento de los criados, era difícil que un hombre de imaginación ardiente no
prefiriese esa vida constantemente elegante a la vida de privaciones que quería
abrazar por la mañana. Su pensamiento lo sumió por un instante en su casa de
pensión; sintió tan profundo horror que juró abandonarla en el mes de enero,
tanto para mudarse a una casa limpia como para huir de Vautrin, cuya pesada
mano sentía aun sobre su hombro. Si se piensa en las mil formas que toma en
París la corrupción, parlante o muda, un hombre de buen sentido se pregunta por
qué aberración establece el Estado escuelas y junta allí a los jóvenes; cómo
las mujeres hermosas son respetadas y cómo el oro expuesto por los agentes de
cambio no vuela maquinalmente de los escaparates. Pero si se tiene en cuenta
que existen pocos ejemplos de crímenes y aun de delitos cometidos por jóvenes,
¿qué respeto no debe sentirse por los pacientes Tántalos que se combaten a sí
mismos y salen casi siempre airosos? Si nuestro pobre estudiante estuviese bien
descrito en su lucha con París, daría materia para una de las obras más
dramáticas de nuestra civilización moderna. En vano miraba la señora de
Beauséant a Eugenio para invitarlo a hablar; el joven no quiso decir nada en
presencia del vizconde.
-¿Me lleva usted esta
noche a los Italianos? -preguntó la vizcondesa a su marido.
-No puede usted dudar del
placer que tendría en obedecerla -respondió él con una burlona galantería que
engañó al estudiante-; pero tengo una cita en el Variedades.
“Con su querida”, se dijo
ella.
-¿No tiene usted a Adjuda
esta noche? -le preguntó el vizconde.
-No -le respondió ella
con mal humor.
-Bien, si necesita usted
a toda costa un brazo, tome el del señor de Rastignac.
La vizcondesa miró
sonriendo a Eugenio.
-¡Vaya un compromiso para
usted! -le dijo.
-El francés ama el peligro porque ve en el la gloria, ha dicho
Chauteabriand -respondió Rastignac inclinándose.
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