“ESTOY LOCO, PERO NO TAN LOCO COMO
PARA PRETENDER SER LIBRE”
Ser Orson Welles tuvo que haber sido muy difícil. No solo para los
productores, los inversionistas y los talentos técnicos y artísticos que
interactuaron con él, sino —sobre todo— para con él mismo. Después de repasar
su filmografía y de indagar sobre el cúmulo de vicisitudes que tuvo que
afrontar para poder expresar sus inquietudes como autor, alcanzo apenas a
asomarme a la enorme frustración y a la tremenda desazón que ser Orson Welles
implicaba. Rogar, suplicar, explicar, justificar, ahorrar, cortar, resignarse,
ceder y someterse no parecen palabras que uno asocie a una figura tan imponente
y dotada de esa hermosa voz de barítono como la suya, pero en realidad fueron
muchas las veces en las que tuvo que conjugar esos verbos en primera persona
para poder hacer su cine: era un creador demasiado inteligente para su propio
bien. Afirmar que estaba adelantado a su tiempo es un lugar común que lo
molestaría, pues él probablemente lo que sentía era que sus contemporáneos eran
demasiado obtusos para entender la elaborada y revolucionaria naturaleza de su
arte y para satisfacer las necesidades que tal actividad demandaba. Por eso el
suyo es un cine de la carencia, de la recursividad, de la búsqueda permanente
de alternativas financieras, de tener que vender su nombre y asociarlo a
proyectos comerciales menores para poder hacer sus propias películas, una
docena de largometrajes terminados que son ampliamente superados en número por
proyectos frustrados, experimentos audiovisuales muertos durante la gestación,
rodajes inconclusos y batallas perdidas.
Qué lastima esa miopía de aquellos que tenían entre sus manos la
posibilidad de brindarle los recursos que necesitaba; hay que ver las obras
maestras que nos perdimos en pro de la seguridad financiera. Pero quiero por un
momento ponerme en los zapatos de esos productores y esas corporaciones, y
entender que trataban con un hombre impredecible, voluble, caprichoso, proclive
a la megalomanía, al que era muy difícil ponerle plazos o límites monetarios.
Apostar por la conclusión a tiempo de uno de sus filmes o dentro del
presupuesto acordado era casi imposible. Y asegurar el éxito de taquilla era
aún más difícil pues lo suyo era un arte mayor que estaba por encima de
pequeñeces como esas. Sus películas no se parecían a las de ningún otro
director en Hollywood o fuera de él y los productores no sabían cómo venderlas,
cómo promocionarlas, qué hacer —en últimas— con ellas.
Por eso Welles se fue quedando solo, por eso perdía el control de sus
filmes, por eso sus cintas eran montadas y terminadas por manos ajenas, por eso
se le fueron cerrando todas las puertas de la industria, por eso tuvo que
exiliarse y venderse y caer y pedir desesperadamente que lo dejaran rodar, que
lo dejaran demostrar que él era el genio más grande que el teatro, la radio y
el cine de Estados Unidos habían producido alguna vez.
Ese genio había nacido el 6 de mayo de 1915, en Kenosha, Wisconsin, en
un hogar privilegiado. Su padre era un inventor y su madre una concertista de
piano. Al cumplir Orson quince años ya ambos habían fallecido. Tras estudiar y
graduarse del Todd Seminary for Boys en Woodstock, Illinois, rechazó una beca
en Harvard y se dedicó a viajar. Su interés era dedicarse a la pintura. En Fraude (F
for Fake, 1974), su última película completada, y que es una suerte de
ensayo fílmico, Welles habla en primera persona de esos años de vagabundeo:
“Como Elmyr, una vez yo también fui un pintor hambriento. Pero no aquí
en Francia. No, estaba hambriento en Irlanda. Fui allí a pintar, compré un
burro y un carro, llené el carro con pinturas y lienzos y partí de viaje. Por
las noches dormía bajo el carro. Fue un hermoso verano. Pero entonces, cuando
llegué a Dublín, tuve que rematar el burro. Y ahí estaba yo, mis pinturas se
habían ido, todas entregadas a los campesinos irlandeses que me habían dado
comida. Me quedé sin pintura y sin dinero. Tenía 16 años y mi carrera, por así
decirlo, estaba en una encrucijada. Estaba por llegar el invierno. Supongo que
podría haber encontrado un trabajo honesto como lavador de platos o algo, pero
no, tomé el camino fácil. Me fui al teatro. Nunca había estado sobre un
escenario, pero en Dublín les dije que era una famosa estrella de Nueva York y
por algún motivo me creyeron. Así es como comencé. Empecé en la cima y desde
entonces me las he arreglado para ir cuesta abajo”.
Fraude es una película sobre el engaño, sobre la mentira sistemática.
Muchas de las cosas que ahí se afirman y se muestran son un embuste, pero sin
embargo hay en estas palabras de Welles una nostalgia que parece blindarlas
frente a la atmósfera de falsificación de todo el relato. Él las pronuncia al
final de su vida laboral, cansado de luchar. Quizá solo quería contarnos que
siendo apenas un adolescente logró engañar a los dublineses y hacerse pasar por
un astro de las tablas, pero lo que dice al final resume su carrera y su
desgracia: “Empecé en la cima y desde entonces me las he arreglado para ir
cuesta abajo”. Y esto aplica tanto a las tablas con su grupo, el Mercury Theater,
que en la segunda mitad de los años treinta trató de reinventar la escena
teatral norteamericana; a sus emisiones sonoras de los radioteatros que montó
para la CBS —incluyendo su adaptación de La guerra de los mundos, que, emitida
el domingo 30 de octubre de 1938, hizo pensar a los cautos oyentes que el país
era sometido a una invasión extraterrestre—; como, por supuesto, a su debut en
el cine con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941).
Si el teatro y la radio le habían servido de catapulta para llegar a
Hollywood, Ciudadano Kane lo hizo entrar directo a la historia
del cine por una vía tan genial como dolorosa: la parodia de la vida de uno de
los magnates más poderosos de los medios de comunicación, William Randolph
Hearst. El guion de Herman Mankiewicz, la fotografía de Gregg Toland, la música
del maestro Bernard Herrmann y el montaje de Robert Wise se conjugan de manera
perfecta con el talento de Welles delante y detrás de la cámara y lo que surge
de esa amalgama es algo que el público de la época no podía imaginar: el
rompecabezas biográfico de un hombre que lo tuvo todo y murió en su
inexpugnable castillo sumido en la soledad. Voces corales tratan de reconstruir
para nosotros fragmentos de su vida, mientras vamos captando que nunca vamos a
ser capaces de comprender el secreto del sentido de su existencia. Mientras
esto ocurre la narración va adelante y atrás en el tiempo, la cámara se posa en
ángulos inusuales, resalta la profundidad de campo, y un barroquismo formal le
da peso al relato. “Ciudadano Kane es la aproximación más profunda
al cine. Es la demostración de la inspiración y el rechazo de la
imitación. Kane alteró, no solamente el cine de Norteamérica,
sino también todo el cine del mundo”, escribía el prestigioso crítico Arthur
Knight en la revista Sight and Sound en 1969. Orson Welles
tenía apenas veinticinco años cuando realizó esta película. Tenía, gracias a la
compañía RKO, el control absoluto sobre su cinta y la inocencia suficiente para
pensar que podía hacerla. Y la hizo.
Pero esa libertad fue su ruina. Su siguiente proyecto estaba basado en
una novela de Booth Tarkington publicada en 1918, The Magnificent
Ambersons, pero el filme homónimo resultante —el único en el que Welles no
actúa y que entre nosotros se llamó El cuarto mandamiento— estaba
amarrado a la realización de otro largometraje, Journey into Fear,
y a que ambos tuvieran éxito en taquilla para que tuviera la libertad que
disfrutó con Kane. Pero debido a que el Departamento de Estado del
país le pidió hacer un filme documental para estrechar los lazos con Suramérica
—llamado It’s All True— Welles tuvo que dejar The
Magnificent Ambersons en manos del montajista Robert Wise e irse a
Brasil. Tras un preestreno poco favorable el filme fue remontado por Wise y
estrenado con el beneplácito del estudio y la decepción de Welles, pues la
versión tenía cerca de cuarenta y cinco minutos menos de lo planeado
originalmente. “Era una película mejor que Ciudadano Kane si
la hubieran dejado como yo la hice” (Bogdanovich y Welles, 1994: 135),
rememoraba. La película representó pérdidas para la RKO por 625,000 dólares e
implicó el despido de Welles y su equipo del Mercury Theater, así como la
cancelación de It’s All True. Luego sería ordenada la destrucción
de todo el material filmado que quedó en el piso de montaje de El
cuarto mandamiento.
Welles encuentra con facilidad trabajo como actor, pero para volver a
dirigir debe seguir comprometiendo su libertad creativa, como dan fe sus
trabajo para International Pictures (El extraño, 1946), Columbia (La
dama de Shanghai, 1947) y Republic (Macbeth, 1948). En ese
aspecto El extraño (The Stranger) es paradigmática: cuando
la película empieza parecemos asomarnos de nuevo al universo Welles:
composiciones visuales arriesgadas, un juego constante con los espacios, las
luces y las sombras. Y de repente la narración se hace convencional y vamos
olvidando todo ese hermoso y gratuito sortilegio visual: los productores
cortaron los dos o tres primeros rollos de la película, exactamente los que
Welles había escrito y planeado, porque desde su punto de vista no aportaban
nada al desarrollo argumental.
Su primer exilio europeo se da entre 1947 y 1955, y pese a esperar unas
condiciones más favorables para su obra, en esta época solo logra hacer la
preciosista Othello (1952) en Italia y Mr. Arkadin (1955)
en España. Vuelve a Hollywood para realizar Sed de mal (Touch
of Evil, 1958) y luego, en 1958, se embarca en un segundo exilio europeo
que se prolongará hasta 1970., doce años en los que mayoritariamente vivirá en
Italia, de donde es originaria su esposa, Paola Mori. De este periodo
surge El proceso (Le procès, 1962), realizada en
Francia y uno de los filmes donde más a gusto se le siente. Aunque parte de una
novela póstuma de Kafka, Welles ha admitido que hay una carga autobiográfica
grande en esta cinta opresiva, que se sirve de los escenarios construidos en la
abandonada estación de trenes de Orsay en París para mostrarnos la presión
mental a la que es sometido el protagonista, interpretado por Anthony Perkins.
Es un gusto ver su elaborada composición visual, lo arriesgado de su propuesta
cinematográfica, el uso tan expresionista de las sombras y de los decorados a
gran escala. Es Orson Welles disfrutando de uno de esos escasos momentos de
libertad creativa que tanto añora.
Pero la realidad es otra, más amarga. Su proyecto más anhelado, The
Other Side of the Wind, se está quedando sin oxígeno y Welles busca apoyo
económico de inversionistas europeos e iraníes, pero a quien encuentra es al
realizador francés François Reichenbach, quien está haciendo un documental
sobre un estafador húngaro, Elmyr de Hory, que ha hecho imitaciones de obras de
arte de grandes maestros contemporáneos, imposibles de diferenciar de las
reales. El autor norteamericano Clifford Irving entrevista a De Hory para un
libro mientras Reichenbach lo filma. A Welles le interesa el material y empieza
a hacer su propio montaje cuando surge un escándalo: el propio Irving ha
recibido un jugoso adelanto de una editorial para hacer una autobiografía de
Howard Hughes que resulta ser un engaño. ¿Dos timadores juntos? Con eso y con
material propio construye el que será su último largometraje, una suerte de
crónica y de ensayo visual, llamado Fraude. El resto de sus planes
se harán humo, desvanecidos como en un acto de magia.
En 1975 recibió por parte del American Film Institute el galardón a los
logros de toda la vida (el Life Achievement Award) y allí pronunció
un discurso en el que reivindicó su derecho a la independencia. Tras citar a
Samuel Johnson y sus “Oposiciones” afirmó:
“Este asunto de las oposiciones tiene que ver con nosotros; con ustedes
que me ofrecen este cumplido, y conmigo que tanto me he desviado de este
terruño nuestro. Y no es que yo esté solo en esto, o que sea el único. Yo nunca
lo soy. Pero todavía quedamos algunos en este conglomerado mundo de nosotros
que luchamos tercamente por recorrer un camino largo, solitario y pedregoso, y
esta es de hecho nuestra oposición. Nosotros no nos movemos, ni con mucho, tan
rápido como nuestros primos en la autopista. Tampoco producimos tanto, del
mismo modo que la granja familiar no obtiene tantas cosechas ni tanta ganancia
como la fábrica agrícola de nuestro tiempo. Nuestras realizaciones no tienen
derecho de llamarse mejores. Son solamente diferentes. Y si existe alguna
excusa para nosotros es que simplemente seguimos la vieja tradición del animal
mostrenco [maverick]. Pero somos una especie en extinción. Este honor solo
puedo aceptarlo en nombre de todos los animales mostrencos. Y también como un
tributo a la generosidad de todos ustedes, los dadores, aquellos con dirección
fija”.
Welles fue un maverick, un animal sin marca de hierro en un
flanco. Pagó un precio demasiado alto por esa falta de ataduras, pero era
incapaz de expresarse de otra forma. Dejó un sendero —pedregoso— que otros
después transitaron y algunos aún transitan, pero él fue el primero. No podía
ser distinto. Es qué no es fácil ser Orson Welles.
Referencias:
Bogdanovich, Peter y Orson Welles (1994), Ciudadano Welles, Barcelona, Grijalbo.
Bogdanovich, Peter y Orson Welles (1994), Ciudadano Welles, Barcelona, Grijalbo.
Welles, Orson (1975), “Orson Welles AFI Speech – 1975”, sitio web:
Wellesnet, en: http://www.wellesnet.com/orson-welles-afi-speech-1975/,
consulta: abril 28 de 2015.
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia No. 320 (Medellín, abril – junio de 2015), págs. 126 – 131
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia No. 320 (Medellín, abril – junio de 2015), págs. 126 – 131
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