domingo

BAUDELAIRE O LA IRRESISTIBLE FASCINACIÓN DEL MAL



por Virginia Moratiel

Cuánto desearíamos que Charles Baudelaire (1821-1867) hubiese representado realmente, como ser humano, aquello que quisiéramos encontrar en su poesía: la elección del mal en tanto fruto de una libertad radical que no se deja condicionar, ni siquiera por afán de desobediencia, ante ese ángel bueno que “baja airado del cielo” y, señalando la norma del amor, intenta forzarnos a realizar el bien. Aunque nos gustaría hallarlo oculto en sus versos, el réprobo no aparece nunca como un héroe libertario. Es tan sólo un rebelde que reacciona impulsado por el hastío y, cuando desafía la muerte o la eternidad de la condenación, lo hace para alcanzar en el placer, “por un segundo, el infinito del regocijo”. Y, sin embargo, no ha habido poeta que se desnudara biográficamente hasta ese extremo suyo y se atreviese a indicar, mejor que ninguno, dónde está el origen psicológico, no sólo existencial, de esa herida que desata la furia por ponerse más allá de todo límite y ansía, esclava o menesterosa, la belleza de una totalidad que se alcanza mediante el dolor y la autodestrucción. Así, el poema titulado “Bendición” franquea la entrada de Las flores del mal con el repudio a la madre y el resentimiento por no haberle concedido la exclusividad de su afecto:

Cuando así lo decretan los poderes supremos
y el poeta aparece en el tedio del mundo,
espantada su madre, barbotando blasfemias,
crispa un puño hacia Dios, que la acoge con piedad:
¡Ah! ¿Por qué no parí un ovillo de víboras,
en lugar de dar vida a irrisión semejante?
¡Oh, maldita la noche de placeres efímeros
en que pudo mi vientre concebir mi condena!
Ya que tú me escogiste entre todas las mujeres
para ser el desprecio de mi triste marido,
y que no me es posible arrojar a las llamas,
como esquela de amor, monstruo tan desmedrado,
voy a hacer que recaiga la aversión que me abruma
sobre el útil maldito que forjó tu maldad:
torceré de tal modo ese árbol mezquino,
que jamás podrá echar sus infectos rebrotes.
Hijo del segundo matrimonio de un exsacerdote, que trabajó como profesor de pintura y funcionario, con una mujer treinta y cuatro años menor, Baudelaire perdió a su padre cuando aun era niño. Al poco tiempo, la viuda volvió a casarse con un hombre más joven, disciplinado y puritano, que llegaría a ser general y diplomático. En ese trance se fraguó el profundo sentimiento de abandono del poeta y el inagotable rencor que profesó a su padrastro toda la vida. Educado primero por una sirvienta y expulsado por mala conducta de los colegios a los que más tarde fue en calidad de interno, donde pronto destacó componiendo versos en latín, se matriculó para realizar estudios de Derecho, pero los abandonó, sumido por la vida bohemia del París de entonces. La recriminación a la madre por su falta de cuidado y atención se expresó bajo la forma de una voracidad sin freno que lo hizo caer en toda clase de adicciones: al alcohol, al opio, al tabaco, al perfume, al hachís, al láudano, al ajenjo, que lo transportaron a otros mundos dentro de éste con el supuesto fin de explorar la creatividad. Como resultado, Baudelaire fue el primero en narrar y expresar poéticamente estas experiencias, sea en su libro Los paraísos artificiales (expresión que él mismo creó), donde aparece el poema dedicado al hachís y un texto sobre el opio, sea en lo que podríamos llamar sus “odas” al vino, incluidas en Las flores del mal, o en el siguiente poema en prosa perteneciente a El spleen de París:

Hay que estar siempre ebrio. Todo está allí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del tiempo, que rompe vuestros hombros y os inclina hacia la tierra, hay que embriagarse sin cesar. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa.
Pero, además, el efecto de la relación de amor-odio con la progenitora se plasmó en multitud de escarceos con prostitutas y cabareteras, mujeres despreciadas por su familia y con las que, a su vez, era imposible que forjase un compromiso sólido, de modo que la madre siempre permanecía como único centro de su vida. Entre ellas destaca la mulata Jeanne Duval, su “Venus negra”, de la que se dice que se enamoró apasionadamente y con quien mantuvo una tempestuosa y larga relación. También, la Louchette (la bizca), quien le contagió la sífilis, enfermedad que contrajo en su juventud y le llevó a la muerte con sólo cuarenta y seis años. A muchas les dedicó poemas, plagados de sinestesias, donde se cruzan de manera magistral sonido y aroma, a la vez que se trasluce cierto dejo de sadismo, porque en ellos predomina la sensualidad cruda y sin ambages de “la carne hecha espíritu”, la misma que envejece y degenera hasta la putrefacción:

—¡Y pensar que serás igual que esta carroña,
que te espera la misma podredumbre,
tú, la estrella y el sol de mis ojos, mi vida,
tú, ángel mío, a quien llamo mi pasión!
Oh, beldad mía, entonces di a los crueles gusanos
que contigo tendrán festín de besos,
que conservo la forma y la esencia divina
de estos amores míos que son polvo.
Aunque el tránsito temerario hacia lo peligroso y lo prohibido se relacione por su etiología con una relación materno-filial llena de frustraciones, lo importante es que, gracias a Baudelaire, se trasciende este origen subjetivo reflejándose en una nueva manera de hacer poesía. Ciertamente, el Romanticismo ya había ahondado en las profundidades abisales del ser humano y, de algún modo, había hecho comparecer al mal para mostrar hasta qué punto incide efectivo en nuestra vida. Pero, mientras la nostalgia romántica se apoyó en la memoria de un paraíso perdido para reconfigurar ese mundo fragmentado y en permanente conflicto entre sus partes, Baudelaire quiso construir un nuevo universo sensible, aquí y ahora, excitando la imaginación a través de las “correspondencias” entre el ámbito material y espiritual. Planteó esa tarea de modo revulsivo, produciendo –según afirma Walter Benjamin– una “estética des-figurada” o un “jacobinismo lingüístico”, al buscar la originalidad de las metáforas en la bajeza de los objetos de comparación. Y, dado que reconoció que estas analogías sólo pueden ser descifradas por los artistas, al final Baudelaire consiguió llevar la poesía hacia el simbolismo:

La Natura es un templo donde vívidos pilares
dejan, a veces, brotar confusas palabras;
el hombre pasa a través de bosques de símbolos
que lo observan con miradas familiares.
Como prolongados ecos que de lejos se confunden
en una tenebrosa y profunda unidad,
vasta como la noche y como la claridad,
los perfumes, los colores y los sonidos se responden.
Hay perfumes frescos como carnes de infantes,
suaves cual los oboes, verdes como las praderas,
y otros, corrompidos, ricos y triunfantes,
que tienen la expansión de cosas infinitas,
como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso,
que cantan los transportes del espíritu y de los sentidos.
Algo semejante podríamos decir de la incoherente actividad política del poeta. Por una parte, nos encontramos con la defensa de tesis ultraconservadoras como las de Joseph de Maistre o Edgar Allan Poe, de quien fue su traductor al francés. Baudelaire parece decepcionado ante la democracia y, sobre todo, ante la revolución, que concibe como una infección condenada a repetirse inútilmente. Y por contraste, el único gesto militante que se observa a lo largo de su vida es –como dice Sartre– salir a la calle durante la revuelta popular del 48 a pedir la cabeza del comandante militar de París, que “por casualidad” era su padrastro. Como en los otros dos casos, lo que originariamente comenzó siendo una actitud revanchista, avalada por posiciones meramente subjetivas, al final lo conduce hacia su autodestrucción. En esta ocasión, para convertir el yo poético en un ser anónimo y multitudinario, anunciando ese “se” impersonal del que más tarde hablarán Heidegger u Ortega y Gasset. Esto ha permitido a Benjamin detectar en Baudelaire al primer poeta de la Modernidad, quien supo elevar al nivel de verdadera experiencia lo que el hombre de las grandes ciudades europeas vivía en lo cotidiano. “La pérdida de la aureola”, uno de los poemas en prosa de El spleen de París, le sirve para mostrar cómo el nuevo modelo de poeta, quien, después de extraviar entre el movimiento y el barro de la ciudad su halo de dignidad y misticismo, pasea de incógnito mezclándose entre la gente corriente o entre parias, desde rameras, jugadores, lesbianas, traperos, hasta pobres, borrachos, asesinos o amantes, para entregarse a los placeres mundanos:

—¡Vamos, usted aquí querido! ¡Usted en un mal lugar, usted, el bebedor de quintaesencias, usted, el comedor de ambrosía! En verdad, hay de qué asombrarse
—Querido, usted conoce mi terror de los carruajes y de los caballos. Hace un rato apenas, cuando atravesaba yo el bulevar con gran prisa y chapoteaba entre el barro, a través de ese caos de movimiento, de donde la muerte llega al galope de todas partes a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, se deslizó en el fango del macadam. No tuve el valor de recogerla. Juzgué menos desagradable perder mis insignias que dejarme romper los huesos. Y luego, me dije para mi coleto: “No hay mal que por bien no venga. Puedo ahora pasearme de incógnito, cometer malas acciones y entregarme a la crápula, como los simples mortales”. Y heme aquí, completamente parecido a usted, como ve.
—Por lo menos debiera usted anunciar la pérdida de su aureola, reclamarla por el comisario.
—¡Oh no! Me siento bien aquí. Sólo usted me ha reconocido. Por otra parte, la dignidad me aburre. Y sobre eso, pienso con alegría que cualquier malvado la recogerá y se la pondrá impúdicamente. Hacer a alguien feliz. ¡Qué alegría! ¡Y sobre todo, un alguien feliz que me hará reír! Piense en X o en Z… ¡Qué divertido resultará!
El punto de partida que lleva hacia el mal se encuentra en el aburrimiento, esto es, el spleen, la enfermedad del que lo tiene todo y nada ansía. Justamente por eso, tampoco nada le basta ni lo contenta. Es la dolencia del rico inútil, de la alta burguesía que, atiborrada en exceso, sólo puede encontrar la medida de su ser en la huida de sí, en el dolor o en la fractura de esa totalidad indiferente. Como ya había observado Pascal, la diversión frívola y el tedio se alimentan entre sí:

Yo soy como ese rey de aquel país lluvioso,
rico, pero impotente, joven, aunque achacoso,
que, despreciando halagos de sus cien concejales,
con sus perros se aburre y demás animales.
Nada puede alegrarle, ni cazar, ni su halcón,
ni su pueblo muriéndose enfrente del balcón.
La grotesca balada del bufón favorito
no distrae la frente de este enfermo maldito;
en cripta se convierte su lecho blasonado,
y las damas, que a cada príncipe hallan de agrado,
no saben ya encontrar qué vestido indiscreto
logrará una sonrisa del joven esqueleto.
El sabio que le acuña el oro no ha podido
extirpar de su ser el humor corrompido,
y en los baños de sangre que hacían los Romanos,
que a menudo recuerdan los viejos soberanos,
reavivar tal cadáver él tampoco ha sabido
pues tiene en vez de sangre verde agua del Olvido.
Y para que el mal resulte frívolo o –como diría Hannah Arendt banal, el actor tiene que vaciarse de su yo y aceptar una máscara que oculta sus sentimientos haciéndolo impasible, que le permita alejar de sí todo dolor embelleciéndose tras una postura estética y que, a su vez, lo coloca por encima de esa vulgaridad propia de la burguesía. Entonces el poeta se convierte en un dandi, quien se distingue de los demás por su apariencia, por sus gustos exquisitos en el vestir, en el comer, en el tinte de su pelo, y en todas las excentricidades e impertinencias que derrocha a su paso, un dandi que espera –según reza el poema “Al lector”– que éste sea tan hipócrita como él, porque la poesía, esa mentirosa, no ofrece la verdad sino la belleza:

El poeta es un príncipe, gran señor de las nubes,
cuya casa es el viento, que no teme al arquero;
desterrado en el suelo, entre el vil griterío,
sus dos alas gigantes no le dejan andar.
Pero estas sólo son imposturas. La fascinación ante el mal no perdona, aunque –como hizo el poeta– las blasfemias y los rezos satánicos se mezclen con invocaciones al ángel bueno o el dolor y la muerte se conviertan en camino de purificación:
Cual si fuera un pintor al que un Dios que se mofa
condenase a pintar, ay, sumido en tinieblas;
allí soy cocinero que con fúnebre gusto
feroz guiso mi propio corazón que devoro.
En sus últimos años Baudelaire tampoco abandonó su vida disipada, pero al menos se concentró en el trabajo literario. Después de haberse gastado su herencia en vicios, plagado de deudas, intentó suicidarse para ablandar a la familia, dejando escrito: “Me mato porque soy inútil a los otros y peligroso a mí mismo. Me mato porque me sé inmortal y espero”. Hizo otro intento –fallido– a los postres de una cena con amigos en un cabaret, clavándose un puñal en el pecho. Lo trasladaron a la casa familiar, pero pronto la abandonó con la siguiente explicación: “No se bebe sino Burdeos en casa de mi madre y yo no puedo pasarme sin Borgoña”. Con la cara lacerada por las heridas sifilíticas, un ojo ciego y la lengua trabada, sin poder leer ni hablar, hemipléjico, tras una larga agonía, murió como un niño reconciliado en brazos de su madre, quien lo cuidó sin descanso hasta sus últimos días. Quizás en su interior aún resonase con insistencia alguno de sus poemas:

¡Y tú, Señor y Dios mío, concédeme la gracia de producir algunos bellos versos que me prueben a mí mismo que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio!

(El vuelo de la lechuza / 13-3-2018)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+