por Luis Hornstein
En una civilización donde –sostiene el autor de este ensayo– “resulta
inmoral no ser feliz” y donde predominan “la evasión, la violencia mediática y
la frivolidad”, sucede que “el hombre actual sufre por no querer sufrir”. Y
prospera el “infantilismo”, que declara: “Sufro: alguien tiene que ser el
causante”. Es el argumento que Nietzsche llamó “de las ovejas enfermizas”.
La moral y la felicidad, antes enemigas
irreductibles, se han fusionado; actualmente resulta inmoral no ser feliz.
Hemos pasado de una civilización del deber a una del placer. Allí donde se
sacralizaba la abnegación y la privacidad tenemos ahora la evasión, la
violencia mediática y la frivolidad. La dictadura de la euforia sumerge en la
vergüenza a los que sufren. No sólo la felicidad constituye, junto con el
mercado de la espiritualidad, una de las mayores industrias de la época, sino
que es también el nuevo orden moral.
El hombre actual
sufre por no querer sufrir. Quiere anestesia en la vida cotidiana. Ciertos
sufrimientos sólo preocupan cuando son desmesurados, sea por la duración, sea
por la intensidad. Para atenuarlos, para borrarlos, recurrimos a diversas
estrategias: los fármacos, el alcohol, las drogas, la calma chicha de ciertas
corrientes orientales que decretan vanos nuestros afectos y compromisos. Otra
estrategia es el infantilismo y la victimización. Ambas intentan eludir las
consecuencias de los propios actos. “‘Sufro: indudablemente alguien tiene que
ser el causante’: así razonan las ovejas enfermizas”, escribió Nietzsche.
¿Qué es el
infantilismo? Tenemos derecho a evitar la intemperie, pero otra cosa es
pretender la protección que se le da al niño. El infantilismo combina una
exigencia de seguridad con una avidez sin límites. La victimización es
convertirse en inimputable según el modelo de los damnificados. Al demostrar
que el ser humano es movido también por fuerzas que no conoce (lo inconsciente),
Freud proporcionó una batería de pretextos para justificar sus actos (mi
infancia desgraciada, mi madre “castradora”, mi padre ausente). La infancia
termina con la pubertad. Pero tiene sus reediciones, que aportan un flujo
renovador. Tal vez una vida más plena sea eso. No es necesario hacerse todas
las cirugías ni hablar a la moda, basta con recuperar la capacidad de asombro
de la infancia.
En toda pérdida –la
muerte o rechazo de alguien significativo, el despido laboral, los sinsabores
de un proyecto– está presente una distancia: entre antes y ahora, entre
realidad y fantasía. Eso duele. Es un dolor que a veces intenta extirparse con
psicofármacos, con alcohol o con otras conductas de evasión. Algún día, para el
que perdió a un ser querido y creyó haber perdido todo, el sufrimiento deja de
estar omnipresente. Sin embargo, todos conocemos personas que son un continuo
lamento.
La persona que sufre
tiene dificultades para “investir”, para poner combustible al motor de su
psique. “Investir” e “invertir” a veces son sinónimos. Invierto en la carrera
universitaria o deportiva de mi hijo. Invierto esperanzas en una corriente
política o un proyecto. “Desinvestir” es el proceso inverso: retirar la
inversión, el entusiasmo, el interés. La indiferencia se convierte en escudo
contra ciertas afrentas. A veces son repliegues tácticos, para volver a la
carga. A veces implican que uno ha bajado los brazos.
Abordar los
sufrimientos actuales implica considerar las dimensiones subjetivas de los
procesos sociales. La tarea concierne a diversas disciplinas. ¿Podremos
intercambiar? Vean la lista de los autores leídos por Freud: poetas, filósofos,
médicos, historiadores, políticos, biólogos. Vean cómo mantiene el timón en el
mar embravecido de tanta lectura, que a otro llevaría al eclecticismo o a la
dispersión.
Vivimos en lo
efímero, la obsolescencia acelerada. Un modo bursátil de vivir, a la Wall
Street. Hoy “se usa” un aire juguetón de ligereza, el compromiso light. Algo
falla en el pum para arriba, que necesita drogas diversas, anabólicos, bebidas
energizantes. Este “politeísmo de los valores” al decir de Max Weber, esta
ausencia de brújulas éticas, ¿qué sufrimientos genera? ¿Cómo orientarnos en
este laberinto? Esa crisis no es sólo la de los marcos morales heredados de las
grandes confesiones religiosas, sino también la de los valores laicos que les
sucedieron (ciencia, progreso, emancipación de los pueblos, ideales solidarios
y humanistas). Algunos buscan una restauración retornando a los valores
tradicionales (nacionalismo, familiarismo, fundamentalismo, integrismo) o en la
búsqueda de ideales new age. Ya no hay tampoco una tradición indiscutida de la
familia (las hay ampliadas, nucleares, monoparentales, homosexuales, etcétera).
La práctica nos
confronta con un cóctel de sufrimientos: oscilaciones intensas de la autoestima
y desesperanza, apatía, hipocondría, trastornos del sueño y del apetito, crisis
de ideales y valores, identidades borrosas, impulsiones, adicciones, labilidad
en los vínculos, síntomas psicosomáticos.
Los pacientes
fragmentados por los especialistas devienen presos del nomadismo de los
hipocondríacos y van de consulta en consulta. Son escépticos que no creen en
ningún tratamiento pero que los prueban todos, acumulan homeopatía, acupuntura,
hipnosis y alopatía. Pero no es imposible encontrar una escucha que contenga.
Será la oportunidad de inscribir el sufrimiento en la trama de una historia
personal.
Marea la cantidad de
síntomas que no se dejan arrear fácilmente a los tres corrales de la neurosis,
la perversión y la psicosis. Ante el mareo hay soluciones que evitan el
reduccionismo pero nos obligan a estudiar. O bien, como Ulises, nos atamos al
mástil salvador de la clínica.
El Manual Diagnóstico
y Estadístico de los Trastornos Mentales, conocido como DSM, es uno de los
intentos de evitar el mareo. Fue ideado para encontrar un esperanto entre
distintas corrientes. Soslayando el conflicto instaló la paz, una paz que se
parece a la del sepulcro. A veces los diagnósticos hacen olvidar que estamos en
una intrincada selva y no en un cómodo safari. La psicología se ocupa de
pasiones y sufrimientos. El DSM IV no ha logrado aquietarlos, los ha
anestesiado mediante categorías que tranquilizan al psiquiatra, pero no
aquietan las tormentas subjetivas.
Los casos “puros” no
abundan. ¿Existe la pureza? Todo lo que vive ensucia, todo lo que limpia mata.
El agua pura es agua sin mezcla, y, por lo tanto, es un agua muerta, lo cual
dice mucho sobre la vida y sobre una cierta nostalgia de la pureza.
En la última década,
los avances de la genética han sido apabullantes. Hay un gen para la salud y la
enfermedad, para la criminalidad, la violencia y hasta para el “consumismo
compulsivo”. Para el biologicismo los sufrimientos psíquicos no tendrían que
ver con el desempleo, la brecha entre riqueza y pobreza extremas, las
injusticias sociales o las formas enfermantes de convivencia. Desmiente así los
problemas subjetivos o sociales al pensar solo en causalidades biológicas. Se
ilusiona con que el conocimiento de los 3000 millones de nucleótidos que forman
el genoma humano tendría la clave de lo viviente. El objetivo es convencer al
público de que las enfermedades para las que no se ha encontrado una causa
microbiana o viral tendrían un origen genético que se acepta matizar con
consideraciones sobre el modo de vida (alimentación, cigarrillo, actividad
física, ansiedad o depresión).
¡Qué alivio sería
encontrar un gen del sufrimiento! Tal sería dar con un gen de la felicidad o
del fanatismo... La vida tendría la linealidad de un programa: estaría
inscrita, en la arborescencia del ADN. Habría ansiosos impregnados por la
adrenalina y la serotonina y habría atontados con el cerebro inundado de
dopamina. Sin embargo, el misterio del sufrimiento psíquico no se reduce a la
genética. La vida tiene la estructura de una promesa, no de un programa.
Por supuesto que lo biológico no debe ser excluido, más allá de la
propaganda de las empresas farmacéuticas. Los sujetos no son espíritus libres
restringidos solamente por los límites de la imaginación o por los
determinantes socioeconómicos. Pero tampoco son máquinas replicadoras de ADN.
Son efecto de una interacción constante entre “lo biológico” y “lo social” a
través de la cual se construye la historia. Los sufrimientos deben ser
abordados desde el paradigma de la complejidad considerando la acción conjunta
de la herencia, la situación personal, la historia, los conflictos, la
enfermedad corporal, las condiciones histórico-sociales, las vivencias, el
funcionamiento del organismo sin descartar los desequilibrios bioquímicos.
(Página 12 / 29-10-2011)
(Página 12 / 29-10-2011)
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