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Para construir
mecánicamente el meollo de un cuento soporífero, no basta con disecar estupideces
y embrutecer a fondo con dosis repetidas la inteligencia del lector, de modo
tal que se llegue a paralizar sus facultades por el resto de sus días, como
consecuencia de la ley infalible de la fatiga; es necesario, además, mediante
un excelente fluido magnético, colocarlo hábilmente en una condición de
sonambulismo en la que es imposible moverse, forzándolo a ofuscar sus ojos,
contra su naturaleza, por la fijeza de los vuestros. Quiero decir, no para
hacerme comprender mejor, sino tan sólo para desarrollar mi pensamiento que
interesa e irrita a la vez por una armonía de las más penetrantes, que no creo
en la necesidad, para alcanzar el objetivo propuesto, de inventar una poesía
completamente al margen del proceso ordinario de la naturaleza, y cuyo hálito
pernicioso parece subvertir hasta las verdades absolutas; pero lograr tal
resultado (conforme, por lo demás, con las reglas de la estética, si uno lo piensa
bien), no es tan fácil como se cree: esto es lo que quería dar a entender. ¡Por
eso haré todos los esfuerzos para lograrlo!
Si la muerte pone término a la fantástica emaciación de los dos largos
brazos que pertenecen a mis hombros, utilizados en el lúgubre aplastamiento de
mi yeso literario, quiero al menos que el enlutado lector pueda decir: “Hay que
hacerle justicia. Me ha cretinizado en forma. ¡Qué no habría hecho de haber
vivido más tiempo! Es el mejor profesor de hipnotismo que conozco.” Grabarán estas
pocas palabras conmovedoras en el mármol de mi tumba, y mis manes quedarán
satisfechos.
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