domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (94) - ESTHER MEYNEL


Sebastián tuvo que sufrir algo más que la pérdida de los ojos. Lo trataron con medicinas de efectos dolorosos y con sangrías muy fuertes, que tal vez fuesen necesarias, pero que tuvieron por efecto destruir su vigorosa salud, de tal modo que, en los pocos meses que le quedaron de vida, no se volvió a encontrar bien.

Sin embargo, en esos últimos tiempos se derramó sobre él una alegría profunda y grande. La muerte no había sido nunca para él causa de terror, sino que la había considerado toda su vida como a una esperanza a la que miraba cara a cara, pues la conceptuaba el verdadero complemento de la vida. También en su música había reflejado ese estado de su alma, y nunca eran sus melodías tan hermosas y apasionadas como cuando en sus cantatas se hablaba de la muerte y de la despedida de este mundo. Las personas en las que no vive el genio no pueden comprender eso, y no saben hasta qué punto la vida diaria y el destino terrenal les tienen que parecer a esos grandes espíritus como unos lazos que impiden a sus fuerzas desarrollarse. Yo tampoco lo presentía con toda su grandeza en vida de Sebastián, pues nunca hablaba de ello. Éramos felices juntos, y él estaba siempre ocupado en sus trabajos. Pero sé que tenía a menudo rápidos vislumbres de que la mejor esperanza de esta vida era poder dejarla alguna vez para reunirse con el Salvador, a quien tan profundamente amaba.

En mi juventud esa ansia de muerte de Sebastián me asustaba y entristecía; y a veces meditaba yo si podía apartarle de esa idea y en qué forma. Pero desde que se fue de este mundo y he pensado tanto en su modo de ser, en su vida y en sus palabras, cuando intento imaginar nuestra pasada vida, llego a comprender que la muerte le parecía a él una mayor libertad, en la que sus fuerzas, que nunca podrían desarrollarse del todo, podrían mostrar su poder en la inmensa amplitud de las antesalas de nuestro Señor.

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