Sebastián tuvo que sufrir algo más que la pérdida de los ojos. Lo trataron con medicinas de efectos dolorosos y con sangrías muy fuertes, que tal vez fuesen necesarias, pero que tuvieron por efecto destruir su vigorosa salud, de tal modo que, en los pocos meses que le quedaron de vida, no se volvió a encontrar bien.
Sin embargo, en esos últimos tiempos
se derramó sobre él una alegría profunda y grande. La muerte no había sido
nunca para él causa de terror, sino que la había considerado toda su vida como
a una esperanza a la que miraba cara a cara, pues la conceptuaba el verdadero complemento
de la vida. También en su música había reflejado ese estado de su alma, y nunca
eran sus melodías tan hermosas y apasionadas como cuando en sus cantatas se
hablaba de la muerte y de la despedida de este mundo. Las personas en las que
no vive el genio no pueden comprender eso, y no saben hasta qué punto la vida
diaria y el destino terrenal les tienen que parecer a esos grandes espíritus
como unos lazos que impiden a sus fuerzas desarrollarse. Yo tampoco lo
presentía con toda su grandeza en vida de Sebastián, pues nunca hablaba de
ello. Éramos felices juntos, y él estaba siempre ocupado en sus trabajos. Pero
sé que tenía a menudo rápidos vislumbres de que la mejor esperanza de esta vida
era poder dejarla alguna vez para reunirse con el Salvador, a quien tan profundamente
amaba.
En mi juventud esa ansia de muerte de
Sebastián me asustaba y entristecía; y a veces meditaba yo si podía apartarle
de esa idea y en qué forma. Pero desde que se fue de este mundo y he pensado tanto
en su modo de ser, en su vida y en sus palabras, cuando intento imaginar
nuestra pasada vida, llego a comprender que la muerte le parecía a él una mayor
libertad, en la que sus fuerzas, que nunca podrían desarrollarse del todo,
podrían mostrar su poder en la inmensa amplitud de las antesalas de nuestro
Señor.
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