LA ENTRADA EN EL MUNDO
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A fines de aquella
primera semana del mes de diciembre, Rastignac recibió dos cartas, una de su
madre y otra de su hermana mayor. Las escrituras tan conocidas lo hicieron
palpitar de placer y temblar de terror. Aquellos dos sencillos papeles
contenían una sentencia de vida o de muerte para sus esperanzas. Si sentía
algún terror acordándose de la angustia de sus padres, tenía sobradas pruebas
de su predilección para no temer que hubiese chupado sus últimas gotas de
sangre. La carta de su madre estaba concebida en estos términos:
“Mi querido hijo: te
envío lo que me has pedido. Emplea bien ese dinero, porque aun cuando se
tratase de salvarte la vida, no podría encontrar por segunda vez una suma tan
considerable sin que tu padre lo supiese, lo cual turbaría la armonía de
nuestro hogar. Para procurárnoslo sería preciso hipotecar nuestra tierra. No
puedo juzgar el mérito de proyectos que no conozco; pero, ¿de qué naturaleza
pueden ser estos para que temas contármelos? Esta explicación no exige
volúmenes, porque a nosotras las madres nos basta una palabra, y esa palabra
habría bastado para evitarme las angustias de la incertidumbre. No puedo
ocultarte la dolorosa impresión que me causó tu carta. Hijo querido, ¿qué sentimiento
te ha impulsado a causar tal espanto a mi corazón? Mucho debiste sufrir
escribiéndome, porque yo sufrí mucho leyéndote. ¿Qué carrera emprendes? ¿Tu
vida y tu dicha te obligan acaso a parecer lo que no eres, a ver un mundo que
no puedes frecuentar sin hacer gastos que no puedes sostener, sin perder un
tiempo precioso para tus estudios? Mi buen Eugenio, ten fe en el corazón de tu
madre y créeme que las vías tortuosas no conducen a nada grande. La paciencia y
la resignación deben ser las virtudes de los jóvenes que están en tu posición.
No te riño, no quisiera comunicar a nuestra ofrenda ninguna amargura. Mis
palabras son las de una madre tan confiada como previsora. Si sabes cuáles son
tus obligaciones, yo también sé qué puro es tu corazón y qué excelentes son tus
intenciones. Así que puedo decirte sin temor: ¡Adelante, querido mío, adelante!
Tiemblo porque soy madre; pero ninguno de tus pasos dejará de ir acompañado de
nuestras bendiciones. Sé prudente, hijo querido. Debes ser juicioso como un
hombre, porque el destino de cinco personas que te son queridas depende de ti.
Sí, toda nuestra fortuna eres tú, como tu dicha es la nuestra. Rogamos a Dios
para que te secunde en tus empresas. Tu tía Marcillac ha sido, en esta
circunstancia, de una bondad inaudita: llegó hasta concebir lo que me dices de
los guantes. Pero ella siente debilidad por el primogénito, como comenta
alegremente. Mi Eugenio, quiere bien a tu tía, cuya acción no te daré a conocer
hasta que hayas salido airoso porque, de lo contrario, su dinero te quemaría
las manos. ¡Tú no sabes, hijo, lo que es sacrificar los recuerdos! Pero ¿qué no
sacrificaría una por vosotros? Me encarga que te diga que te bese en la frente,
y que quisiera con un beso la virtud de ser siempre feliz. Esta buena y
excelente mujer te habría escrito si no tuviera la gota en los dedos. Tu padre
está bien. La cosecha de 1819 colma nuestras esperanzas. Adiós, hijo querido. No
te digo nada de tus hermanas, porque Laura te escribe y quiero dejarle el
placer de comunicarte los pequeños sucesos de la familia. ¡Ojalá que salgas
victorioso en tu empresa! ¡Oh, sí, Eugenio mío, triunfa, porque me has hecho
conocer un dolor demasiado vivo para que pueda soportarlo dos veces! No he
sabido lo que era ser pobre hasta que deseé la fortuna para dársela a mi hijo.
Bueno, adiós. No nos tengas sin noticias tuyas y recibe el beso que te envía tu
madre.”
Cuando Eugenio terminó de
leer esta carta lloraba amargamente y pensaba en papá Goriot retorciendo los objetos
de plata y vendiéndolos para ir a pagar la letra de cambio de su hija. “Tu madre
ha fundido sus joyas”, se decía Eugenio. “Tu tía ha llorado al vender algunas
de sus reliquias. ¿Con qué derecho maldecirías a Anastasia? Por egoísmo de tu
porvenir acabas de hacer lo que ella hizo por su amante. ¿Quién es mejor, tú o
ella?” El estudiante sintió sus entrañas abrasadas por una sensación de
intolerable calor. Quería renunciar al mundo, quería dejar intacto aquel
dinero. Experimentó esos nobles y hermosos remordimientos secretos cuyo mérito
rara vez es apreciado por los hombres cuando juzgan a sus semejantes, y
contribuye a veces a que los ángeles del cielo absuelvan al criminal condenado
por los tribunales de la tierra. Rastignac abrió la carta de su hermana, cuyas
inocentes y graciosas expresiones le refrescaron el corazón.
“Tu carta llegó muy a
tiempo, querido hermano. Ágata y yo queríamos emplear nuestros ahorros de tan
diferentes maneras, que no sabíamos por cuál decidirnos. Has hecho como el criado
del rey de España cuando tiró los relojes de su amo: nos has puesto de acuerdo.
De veras, estábamos constantemente disputando sobre cuál de nuestros deseos
merecía la preferencia, y no habíamos adivinado cuál era el único empleo que
encerraba todos nuestros deseos. Mi buen hermano, Ágata saltó de alegría. En
fin, hemos estado todo el día como dos locas, de tales muestras, en el estilo
de la tía, que mamá nos decía con aire severo: “¿Pero qué tienen ustedes,
señoritas?” Si nos hubiesen reñido un poco, yo creo que aun hubiéramos estado
más contentas. ¡Una mujer debe encontrar mucho placer en sufrir por aquel que
ama! Yo únicamente estaba pensativa y apenada en medio de mi alegría. Seré sin
duda una mala mujer, porque soy demasiado gastadora. Me había comprado dos
cinturones y un bonito alfiler para sujetar los claveles en el pecho; de modo
que tenía menos dinero que esta gorda Ágata, que es económica y amontona
escudos como una urraca. ¡Ella tenía doscientos francos! Yo, mi pobre amigo, no
tengo más que cincuenta escudos. Me veo bien castigada. Quisiera arrojar a un
pozo mi cinturón, porque siempre me apenará llevarlo. Te he robado. Ágata se ha
mostrado encantadora. Me dijo: “Enviémosle trescientos cincuenta francos entre
las dos. Pero yo no he podido resistir el deseo de contarte las cosas tal como
han pasado. ¿Sabes cómo nos hemos arreglado para obedecer tus órdenes? Hemos
tomado nuestro glorioso dinero, nos hemos ido juntas de paseo y, una vez en la
carretera, corrimos a Ruffec, donde entregamos sencillamente la suma al señor
Grimbert, el administrador de las Mensajerías Reales. Al volver, vinimos
ligeras como golondrinas. “¿Es que la dicha nos aligera?”, me dijo Ágata. Nos
hemos dicho mil cosas que no repetiré, señor parisiense, porque se trata de
usted. ¡Oh, querido hermano, te queremos mucho, eso es todo, en dos palabras!
Respecto del secreto, según mi tía, mascaritas como nosotras son capaces de
todo, hasta de callarse. Mi madre ha ido misteriosamente a Angulema con mi tía,
y ambas guardaron silencio acerca de la elevada política de su viaje, que no
tuvo lugar sin largas conferencias, de las cuales fuimos desterradas, así como
el señor barón. Grandes conjeturas ocupan los espíritus en el Estado de
Rastignac. El traje de muselina salpicado de flores que bordan las infantas
para su majestad la reina avanza en el mayor secreto. Ha quedado decidido que
no se haría de la parte de Verteuil, pero que se pondrá un seto. El pueblo
menudo perderá con esto frutas y espaldares, pero en cambio se ganará una
hermosa perspectiva para los extranjeros. Si el presunto heredero necesitase
pañuelos, ha quedado decidido que, escudriñando la viuda de Marcillac sus
tesoros y maletas designados con los nombres de Pompeya y Herculano, saque una
hermosa pieza de tela de Holanda, cuya existencia ignoraba, y que las princesas
Ágata y Laura dispongan sus agujas, su hilo y sus manos siempre un poco rojas.
Los dos jóvenes príncipes, don Enrique y don Gabriel, han conservado la funesta
costumbre de saciarse de arrope, de hacer rabiar a sus hermanas, de no querer
aprender nada, de divertirse en recoger nidos de pájaros, de meter ruido y de
cortar mimbres para hacer látigos, a pesar de las severas leyes del Estado. El
nuncio del Papa, llamado vulgarmente el señor cura, los amenaza con
excomulgarlos si continúan dejando los santos cánones de la gramática por los cánones
del belicoso saúco. Adiós, querido hermano. Jamás carta alguna ha rebosado
tantos votos hechos por tu dicha ni tanto amor satisfecho. ¿Tendrás mucho que
contarnos cuando vuelvas? Sí, a mí, que soy la mayor, sé que me lo dirás todo.
Mi tía nos ha dejado entrever que has sido muy bien recibido entre la alta
sociedad.
Se
habla de una dama, mas se calla el nombre (1).
Mira, Eugenio, si
quieres, podemos dejar los pañuelos y hacerte camisas. Respóndeme enseguida
sobre este punto. Si necesitas camisas bien hechas, tendríamos que poner acto
seguido manos a la obra, y si en París hay hechuras que nosotras no conocemos,
envíanos patrones, sobre todo para los puños. Adiós, adiós. Recibe un beso en
la parte izquierda de la frente, en la sien que me pertenece exclusivamente.
Dejo la otra hoja para Ágata, que me ha prometido no leer nada de lo que te
digo; pero, para estar más segura, permaneceré a su lado mientras te escriba.
Tu hermana que te quiere.
LAURA DE RASTIGNAC.”
“¡Oh, sí!” se dijo
Eugenio. “¡Sí, fortuna a toda costa! No hay tesoros que puedan pagar este
cariño. Quisiera llevarles todas las dichas juntas.” “¡Mil quinientos francos!”,
se dijo después de una pausa. “Es preciso que cada moneda dé resultado. Laura
tiene razón. ¡Ya lo creo!... No tengo sino camisas de tela burda. Las jóvenes
se vuelven astutas cuando se trata de la dicha de otro. Inocente para ella y
previsora para mí, es como el ángel del cielo que perdona las faltas de la
tierra sin comprenderlas”.
Notas
(1) Variante del verso
1200 de Cinna, de Corneille.
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