domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (36)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 1)


A fines de aquella primera semana del mes de diciembre, Rastignac recibió dos cartas, una de su madre y otra de su hermana mayor. Las escrituras tan conocidas lo hicieron palpitar de placer y temblar de terror. Aquellos dos sencillos papeles contenían una sentencia de vida o de muerte para sus esperanzas. Si sentía algún terror acordándose de la angustia de sus padres, tenía sobradas pruebas de su predilección para no temer que hubiese chupado sus últimas gotas de sangre. La carta de su madre estaba concebida en estos términos:

“Mi querido hijo: te envío lo que me has pedido. Emplea bien ese dinero, porque aun cuando se tratase de salvarte la vida, no podría encontrar por segunda vez una suma tan considerable sin que tu padre lo supiese, lo cual turbaría la armonía de nuestro hogar. Para procurárnoslo sería preciso hipotecar nuestra tierra. No puedo juzgar el mérito de proyectos que no conozco; pero, ¿de qué naturaleza pueden ser estos para que temas contármelos? Esta explicación no exige volúmenes, porque a nosotras las madres nos basta una palabra, y esa palabra habría bastado para evitarme las angustias de la incertidumbre. No puedo ocultarte la dolorosa impresión que me causó tu carta. Hijo querido, ¿qué sentimiento te ha impulsado a causar tal espanto a mi corazón? Mucho debiste sufrir escribiéndome, porque yo sufrí mucho leyéndote. ¿Qué carrera emprendes? ¿Tu vida y tu dicha te obligan acaso a parecer lo que no eres, a ver un mundo que no puedes frecuentar sin hacer gastos que no puedes sostener, sin perder un tiempo precioso para tus estudios? Mi buen Eugenio, ten fe en el corazón de tu madre y créeme que las vías tortuosas no conducen a nada grande. La paciencia y la resignación deben ser las virtudes de los jóvenes que están en tu posición. No te riño, no quisiera comunicar a nuestra ofrenda ninguna amargura. Mis palabras son las de una madre tan confiada como previsora. Si sabes cuáles son tus obligaciones, yo también sé qué puro es tu corazón y qué excelentes son tus intenciones. Así que puedo decirte sin temor: ¡Adelante, querido mío, adelante! Tiemblo porque soy madre; pero ninguno de tus pasos dejará de ir acompañado de nuestras bendiciones. Sé prudente, hijo querido. Debes ser juicioso como un hombre, porque el destino de cinco personas que te son queridas depende de ti. Sí, toda nuestra fortuna eres tú, como tu dicha es la nuestra. Rogamos a Dios para que te secunde en tus empresas. Tu tía Marcillac ha sido, en esta circunstancia, de una bondad inaudita: llegó hasta concebir lo que me dices de los guantes. Pero ella siente debilidad por el primogénito, como comenta alegremente. Mi Eugenio, quiere bien a tu tía, cuya acción no te daré a conocer hasta que hayas salido airoso porque, de lo contrario, su dinero te quemaría las manos. ¡Tú no sabes, hijo, lo que es sacrificar los recuerdos! Pero ¿qué no sacrificaría una por vosotros? Me encarga que te diga que te bese en la frente, y que quisiera con un beso la virtud de ser siempre feliz. Esta buena y excelente mujer te habría escrito si no tuviera la gota en los dedos. Tu padre está bien. La cosecha de 1819 colma nuestras esperanzas. Adiós, hijo querido. No te digo nada de tus hermanas, porque Laura te escribe y quiero dejarle el placer de comunicarte los pequeños sucesos de la familia. ¡Ojalá que salgas victorioso en tu empresa! ¡Oh, sí, Eugenio mío, triunfa, porque me has hecho conocer un dolor demasiado vivo para que pueda soportarlo dos veces! No he sabido lo que era ser pobre hasta que deseé la fortuna para dársela a mi hijo. Bueno, adiós. No nos tengas sin noticias tuyas y recibe el beso que te envía tu madre.”

Cuando Eugenio terminó de leer esta carta lloraba amargamente y pensaba en papá Goriot retorciendo los objetos de plata y vendiéndolos para ir a pagar la letra de cambio de su hija. “Tu madre ha fundido sus joyas”, se decía Eugenio. “Tu tía ha llorado al vender algunas de sus reliquias. ¿Con qué derecho maldecirías a Anastasia? Por egoísmo de tu porvenir acabas de hacer lo que ella hizo por su amante. ¿Quién es mejor, tú o ella?” El estudiante sintió sus entrañas abrasadas por una sensación de intolerable calor. Quería renunciar al mundo, quería dejar intacto aquel dinero. Experimentó esos nobles y hermosos remordimientos secretos cuyo mérito rara vez es apreciado por los hombres cuando juzgan a sus semejantes, y contribuye a veces a que los ángeles del cielo absuelvan al criminal condenado por los tribunales de la tierra. Rastignac abrió la carta de su hermana, cuyas inocentes y graciosas expresiones le refrescaron el corazón.

“Tu carta llegó muy a tiempo, querido hermano. Ágata y yo queríamos emplear nuestros ahorros de tan diferentes maneras, que no sabíamos por cuál decidirnos. Has hecho como el criado del rey de España cuando tiró los relojes de su amo: nos has puesto de acuerdo. De veras, estábamos constantemente disputando sobre cuál de nuestros deseos merecía la preferencia, y no habíamos adivinado cuál era el único empleo que encerraba todos nuestros deseos. Mi buen hermano, Ágata saltó de alegría. En fin, hemos estado todo el día como dos locas, de tales muestras, en el estilo de la tía, que mamá nos decía con aire severo: “¿Pero qué tienen ustedes, señoritas?” Si nos hubiesen reñido un poco, yo creo que aun hubiéramos estado más contentas. ¡Una mujer debe encontrar mucho placer en sufrir por aquel que ama! Yo únicamente estaba pensativa y apenada en medio de mi alegría. Seré sin duda una mala mujer, porque soy demasiado gastadora. Me había comprado dos cinturones y un bonito alfiler para sujetar los claveles en el pecho; de modo que tenía menos dinero que esta gorda Ágata, que es económica y amontona escudos como una urraca. ¡Ella tenía doscientos francos! Yo, mi pobre amigo, no tengo más que cincuenta escudos. Me veo bien castigada. Quisiera arrojar a un pozo mi cinturón, porque siempre me apenará llevarlo. Te he robado. Ágata se ha mostrado encantadora. Me dijo: “Enviémosle trescientos cincuenta francos entre las dos. Pero yo no he podido resistir el deseo de contarte las cosas tal como han pasado. ¿Sabes cómo nos hemos arreglado para obedecer tus órdenes? Hemos tomado nuestro glorioso dinero, nos hemos ido juntas de paseo y, una vez en la carretera, corrimos a Ruffec, donde entregamos sencillamente la suma al señor Grimbert, el administrador de las Mensajerías Reales. Al volver, vinimos ligeras como golondrinas. “¿Es que la dicha nos aligera?”, me dijo Ágata. Nos hemos dicho mil cosas que no repetiré, señor parisiense, porque se trata de usted. ¡Oh, querido hermano, te queremos mucho, eso es todo, en dos palabras! Respecto del secreto, según mi tía, mascaritas como nosotras son capaces de todo, hasta de callarse. Mi madre ha ido misteriosamente a Angulema con mi tía, y ambas guardaron silencio acerca de la elevada política de su viaje, que no tuvo lugar sin largas conferencias, de las cuales fuimos desterradas, así como el señor barón. Grandes conjeturas ocupan los espíritus en el Estado de Rastignac. El traje de muselina salpicado de flores que bordan las infantas para su majestad la reina avanza en el mayor secreto. Ha quedado decidido que no se haría de la parte de Verteuil, pero que se pondrá un seto. El pueblo menudo perderá con esto frutas y espaldares, pero en cambio se ganará una hermosa perspectiva para los extranjeros. Si el presunto heredero necesitase pañuelos, ha quedado decidido que, escudriñando la viuda de Marcillac sus tesoros y maletas designados con los nombres de Pompeya y Herculano, saque una hermosa pieza de tela de Holanda, cuya existencia ignoraba, y que las princesas Ágata y Laura dispongan sus agujas, su hilo y sus manos siempre un poco rojas. Los dos jóvenes príncipes, don Enrique y don Gabriel, han conservado la funesta costumbre de saciarse de arrope, de hacer rabiar a sus hermanas, de no querer aprender nada, de divertirse en recoger nidos de pájaros, de meter ruido y de cortar mimbres para hacer látigos, a pesar de las severas leyes del Estado. El nuncio del Papa, llamado vulgarmente el señor cura, los amenaza con excomulgarlos si continúan dejando los santos cánones de la gramática por los cánones del belicoso saúco. Adiós, querido hermano. Jamás carta alguna ha rebosado tantos votos hechos por tu dicha ni tanto amor satisfecho. ¿Tendrás mucho que contarnos cuando vuelvas? Sí, a mí, que soy la mayor, sé que me lo dirás todo. Mi tía nos ha dejado entrever que has sido muy bien recibido entre la alta sociedad.

Se habla de una dama, mas se calla el nombre (1).

Mira, Eugenio, si quieres, podemos dejar los pañuelos y hacerte camisas. Respóndeme enseguida sobre este punto. Si necesitas camisas bien hechas, tendríamos que poner acto seguido manos a la obra, y si en París hay hechuras que nosotras no conocemos, envíanos patrones, sobre todo para los puños. Adiós, adiós. Recibe un beso en la parte izquierda de la frente, en la sien que me pertenece exclusivamente. Dejo la otra hoja para Ágata, que me ha prometido no leer nada de lo que te digo; pero, para estar más segura, permaneceré a su lado mientras te escriba. Tu hermana que te quiere.

LAURA DE RASTIGNAC.”

“¡Oh, sí!” se dijo Eugenio. “¡Sí, fortuna a toda costa! No hay tesoros que puedan pagar este cariño. Quisiera llevarles todas las dichas juntas.” “¡Mil quinientos francos!”, se dijo después de una pausa. “Es preciso que cada moneda dé resultado. Laura tiene razón. ¡Ya lo creo!... No tengo sino camisas de tela burda. Las jóvenes se vuelven astutas cuando se trata de la dicha de otro. Inocente para ella y previsora para mí, es como el ángel del cielo que perdona las faltas de la tierra sin comprenderlas”.

Notas

(1) Variante del verso 1200 de Cinna, de Corneille.

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