por Fabiola Eme
“La
mente, así como todos los metales y demás elementos, pueden ser
transmutados, de estado en estado, de grado en grado, de condición en
condición, de polo a polo, de vibración en vibración. La verdadera
transmutación hermética es una práctica, un método, un arte mental.”
EL KYBALION.
EL KYBALION.
Un hombre gira sobre su eje mientras extiende poco a poco los
brazos, la palma de la mano derecha se dirige al cielo, la de la mano izquierda
apunta hacia abajo. El danzante gira, con los ojos cerrados y gesto de
ausencia. Se aleja de sí mismo, entra en un estado de gravitación: esa fuerza
que une a todas las cosas por sus lazos invisibles. Ahora es un canal entre lo
terrenal y lo divino, entre lo finito y lo infinito. Es el punto en el centro
del círculo que se expande y que se funde con el Todo, es el centro de la rueda
que con su periferia móvil representa la bipolaridad del eje donde lo que era
pasivo ahora es activo. El danzante derviche, en su conexión vertical, irradia
en el plano horizontal en una conversión de energía estática a energía
dinámica.
La danza de los derviches es parte de
las danzas sagradas del Asia central preservadas como un tesoro por ciertas
órdenes secretas desde hace cientos de años. El místico Gurdjieff enseñaba
algunas de esas danzas a sus seguidores y personalmente compuso la música para
lo que él llamaba MOVIMIENTOS. Éstos consistían en complejos ejercicios
combinados con música o sonidos mántricos que debían realizarse en recuerdo de
sí mismo, y que no sólo eran benéficas para quien las practicaba sino que
también creaban un efecto directo en el centro emocional de los que las
contemplaban, eran ejercicios diseñados para el despertar de la consciencia.
Los derviches no sólo danzan, giran sobre su eje para alcanzar el Nirvana y
conectar con Dios, hacen un viaje espiritual hacia la perfección y hacia la Verdad,
rotan para transmutar y pasar de un estado de ser a otro, alternando estados de
conciencia y de éxtasis místico.
Antes de iniciar la danza, se despojan
del sayal negro que les cubre, simbolizando la primera fase de la transmutación
alquímica: la materia bruta a punto de convertirse en materia pura a través de
la agitación, una transformación que da como resultado la pureza del ser,
representada por las amplias tanuras o faldas blancas que se extienden con los
giros.
La transmutación es cambio y el cambio
no es otra cosa que movimiento o la actualización de las potencialidades
espacio-temporales. El movimiento hace coexistir en sí mismo al espacio con el
tiempo, y esta coexistencia hace posible todo el mundo “físico”, la vida y la
forma sustancial, el reciclaje perenne de los elementos o componentes que
conforman la materia. El artista, como también se hacían llamar los
alquimistas, busca mezclar y vivificar esas potencialidades que todo hombre
lleva en sí mismo en forma latente y toda sustancia de manera inmanente,
conectando con el ritmo de todas las cosas, el ritmo universal.
“Toda
parte está dispuesta a unirse con el Todo para así, quizás, escapar de su parcialidad.”
Leonardo
da Vinci
Para los alquimistas la materia no
existe, sino que hay ciertos estados de la misma en relación con el mayor o
menor grado de intervención de los elementos que la conforman. La búsqueda de
las proporciones exactas era uno de los principios de la alquimia, como fue por
esta razón, una constante en la vida de Leonardo da Vinci, que dedicó muchos
años de estudio a la matemática de la música, la geometría de la naturaleza, la
astronomía o incluso a la exacta combinación de los placeres como lo demuestra
su afición a la cocina, donde al igual que en la alquimia, se suman una
serie de ingredientes que se unen a través de una quintaesencia, representada
por el talento o personalidad única del cocinero que los manipula. Leonardo
medía y registraba todo cuanto pasaba por sus manos, buscaba la fórmula del
universo, el arte de trascender la simple combinación de las cosas, la fórmula
matemática a partir de la cual Dios creó al hombre. Leonardo dedicó la mayor
parte de su vida a encontrar esa fórmula, y una de sus obras más logradas, el
hombre de Vitruvio, es un fiel reflejo de esa obsesión; en esa obra da Vinci
muestra compuestos complementarios integrados en un todo armónico, la unión de
los opuestos que también representa uno de los principios fundamentales de
la alquimia, el hombre de Vitruvio resume en su figura al hombre y al mundo, el
cuadrado y el círculo, lo estático y lo dinámico.
“Somos
nosotros quienes, a través de nuestra mirada, convertimos el polvo del
camino en oro.”
Shāh
Nimatullāh, maestro sufí del s. XIV
Los antiguos alquimistas pensaban que
el universo poseía una unidad fundamental, una única sustancia material de la
que provenían todas las cosas mediante distintas transformaciones, por lo que
era deducible una posible transformación material de un elemento en otro y
buscaban transmutar sustancias inferiores en aquella que supusiera el grado
máximo de la escala material, siempre que las condiciones fueran adecuadas.
Creían que las sustancias minerales básicas eran el azufre y el mercurio y que
los demás metales surgían de distintas proporciones en la combinación de estos
dos elementos pasados por fuego, elemento transformador por excelencia con el
que el hombre aprendió que la materia podía transformarse a voluntad.
Aseguraban que de esas mezclas era posible la obtención de oro, único metal
incorruptible e inalterable, símbolo de la perfección que también buscaban para
sí mismos en el plano anímico, donde también es posible la conversión del metal
vil en el más perfecto y luminoso oro.
“Existe
una piedra que no es tal piedra, un objeto precioso que carece de valor, un ente multiforme que no
tiene forma, una cosa desconocida que todos conocemos.”
Zósimo
de Panópolis. Alquimista griego
del s. III
Para que la transmutación alquímica sea
efectiva, es necesario un agente: la piedra filosofal o elixir de la vida, el
cual, según los alquimistas, es difícil de encontrar, pero está en todas
partes.
Incluso Isaac Newton se obsesionó con
la búsqueda de esta sustancia, llegando a perder la cordura temporalmente
debido a las constantes exposiciones al mercurio. Sin embargo, esta obsesión
sólo se puso en manifiesto doscientos años después de su muerte y gracias al
descubrimiento de una serie de documentos que permanecieron ocultos porque en
ese tiempo habrían sido considerados parte de un mundo de herejía: el
alquimista era un hereje, siempre se ha llamado así a quien no respeta el dogma
tradicional aunque lo que busque es el conocimiento. Newton entre otras cosas
escribió: “Hay un agente vital que se difunde en todas las cosas que hay en el
mundo, un espíritu mercurial extraordinariamente útil y absolutamente volátil”,
se refería a la piedra filosofal, éter o quinto elemento: la chispa de la vida.
Newton creía en la filosofía mecánica, según la cual, la materia sólo está
formada por partículas en movimiento, pero esto era demasiado limitada para él
y lo que realmente buscaba en la alquimia, eran los principios vitales de la
naturaleza, la vida secreta de la materia, la quintaesencia de la perfección,
una sustancia que significaba la liberación de todas las dolencias,
enfermedades y males, y por supuesto, de la muerte. Los alquimistas medievales
representaban la piedra filosofal como una sustancia muy densa, cristalina, de
color rojo o amarillo y se creía que con una porción insignificante se podía
transmutar una gran cantidad de mercurio o plomo en oro, tanto real como
metafóricamente.
“Hombre,
conócete a ti mismo, y conocerás el universo y a sus dioses”
Grabación
en la entrada del templo de Delfos.
La metáfora de la transmutación
alquímica también alcanzó a la psique, más concretamente en la década de los
veintes del siglo pasado y de la mano de Carl Gustav Jung. Al igual que el oro
que se obtiene tras el proceso alquímico, la psique es susceptible de ser
liberada de las sombras, de modo que al hacer consciente lo que es inconsciente
se está produciendo una especie de proceso alquímico, y Jung encontró en la
alquimia medieval el equivalente histórico a su propia psicología. Pensaba que
el simbolismo de la alquimia tenía mucho que ver con la estructura del
inconsciente, encontró imágenes arquetípicas procedentes de tratados medievales
en los sueños de sus pacientes y ese descubrimiento representó su particular
solución al problema de la unión de los opuestos: la oscuridad del
subconsciente y la conciencia iluminada.
Así, las dos polaridades unidas,
amalgamadas en su pureza, representan el viaje místico de un individuo hacia
Dios -símbolo de lo que anhelamos ser-, materializando el magno conocimiento de
la alquimia: transmutar el plomo del ego y del deseo, en el oro espiritual de
la consciencia, pasar de las sombras a la luz, recobrar la lucidez.
“…entonces
dijo Elohim: sea la luz, y fue la luz”
Génesis,
I
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