La feminización de la pobreza es un
hecho probado estadísticamente. Sin embargo, la brecha entre mujeres y hombres
no suele ser tan abultada como podría pensarse dadas las brechas de género en empleo,
renta, patrimonio, acceso al crédito o en la familia. Primero, esto tiene que
ver con la forma en la que se mide la pobreza donde la familia es una unidad
ausente de conflicto y discriminaciones internas. Y segundo, con la
aproximación a la pobreza como una cuestión monetaria, cuando tiene un carácter
multidimensional. Ambas cuestiones responden a la limitada aplicación del
enfoque de género en la construcción estadística y el análisis social y
económico.
En primer lugar, hay que tener en
cuenta que las estadísticas sobre pobreza miden los ingresos de los hogares en
su conjunto y el total se divide entre unidades de consumo asumiendo que todos
los miembros disfrutan de un reparto equitativo de los recursos. Sin embargo,
es importante recordar que la familia es, en palabras de Amartya Sen, un lugar
de conflicto cooperativo.
Si bien es cierto que miembros de una
familia sin ingresos propios se benefician del acceso a los recursos familiares
estableciéndose una dinámica cooperativa, no es menos cierto que tanto el
acceso a esos recursos como el reparto de los trabajos y los tiempos se dan en
condiciones de desigualdad, sobre todo con relación al género o la edad,
generando conflicto, discriminación e incluso violencia.
Así existen innumerables evidencias
históricas y actuales de las menores calorías y proteínas a las que acceden las
mujeres frente a los hombres en los hogares con bajos ingresos, o la diferente
apuesta por la inversión en educación de las familias primando a los varones, o
el desigual y discriminatorio reparto de los trabajos y los tiempos de las
obligaciones domésticas. Son las mujeres y las niñas, las responsables
culturales de esos cuidados empleando un número considerable de horas al día
que limita su participación en otras actividades, incluidas las vinculadas con
su educación, su participación en los asuntos de la comunidad, su propio
descanso, o asegurarse los ingresos necesarios para vivir una vida libre de
pobreza y exclusión social.
En segundo lugar, la pobreza es un
fenómeno muy complejo en el que intervienen muchos factores interconectados,
también sin expresión monetaria. Esa fue la línea abierta por Amartya Sen con
su enfoque de las capacidades y la seguida por Sabina Alkire y James Foster
cuando crearon el índice de pobreza multidimensional. También la estadística
pública europea ha sido sensible a esa multidimensionalidad, elaborando el
índice de riesgo de pobreza y exclusión social (AROPE), donde al indicador de
ingresos monetarios se añaden el de baja intensidad laboral y el de privación
material severa.
Para observar la pobreza es esencial
no sólo analizar la cuantía de la renta, sino también tener en cuenta la
riqueza, las posibilidades de consumo, la baja intensidad laboral y la
incidencia del paro, los índices de desigualdad o la protección que ofrecen
ante la vulnerabilidad las políticas públicas o el acceso a servicios públicos
de calidad. Y aunque se suele olvidar, también hay que considerar la
disponibilidad y autonomía sobre el tiempo.
De ahí que comencemos a hablar, también
en las sociedades opulentas, de la “pobreza de tiempo”, definida como el hecho
que comporta que algunas personas no dispongan de suficiente tiempo para
descansar o acceder al ocio después de haber dedicado el tiempo requerido a sus
trabajos, pagados y no pagados —los cuidados—, al estudio o a cubrir otras
necesidades básicas para la vida como el cuidado personal.
La pobreza de tiempo no sólo nos
permite ver qué ocurre a escala individual, sino también cuáles son las
dinámicas del hogar, sobre todo en relación con las desigualdades de género.
Además, la pobreza de tiempo no sólo nos permite ver la falta de tiempo y la
diferencia entre los distintos individuos, sino también la intensidad del
trabajo. Especialmente, la compatibilización del trabajo de cuidados con otros
trabajos, que en las encuestas de empleo del tiempo aparecen como actividades
secundarias. Se trata de una multiactividad de tareas que es especialmente
relevante para las mujeres y que las lleva a la social depletion o
agotamiento social de sus múltiples roles sin permitirles tener tiempo para
garantizarse una vida digna, sobre todo cuando se combina con las otras
dimensiones de la pobreza, ya que la pobreza de tiempo les impide disponer de
tiempo o flexibilidad horaria para ofertar su trabajo en condiciones de
garantizarse la autonomía financiera, formarse, acceder a los recursos básicos
o a los mínimos cuidados que les garanticen una vida digna y saludable y
plenamente integrada en sus comunidades o sociedades.
Lina Gálvez es
catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de
Olavide, de Sevilla, y directora del Observatorio GEP&DO.
[Este artículo forma parte del dossier 'Género y pobreza' publicado en
el número 53 de la revista AlternativasEconómicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo
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