domingo

EL GRITO (7) - RICARDO AROCENA


(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

Una empalizada protege a la chácara de los perros cimarrones. El barro seco de las precarias edificaciones está sostenido por varillas y el techo de paja por fuertes horquetas. La vivienda principal es larga y achatada y cuenta con varias ventanas. A un costado de la casa, está el barril con agua potable sobre una armazón de troncos con toscas ruedas, que permiten sacar agua del río. El resto de las edificaciones está en escuadra y en ellas son guardados trebedos para poner vasijas en el fuego, duelas de madera para los toneles, zarzos adonde colgar aperos, barricas y cuarterolas. A cierta distancia y en un lugar ventilado, sostenidos por cuatro postes, están los noques adonde guardar el trigo. El corral para vacunos y yeguas es de espinillo y está atado con huascas de cuero. Decenas de desjarretadoras han sido apoyadas por los paisanos contra las paredes, con el jarretón en el suelo, muy probablemente serán usadas al día siguiente, si los españoles no se rinden. Entre los bailarines comienzan los chispeantes recitados. Una voz varonil se hace escuchar:

Igual que la tera al tero
para ser querida
la mujer arrastra el ala
como si estuviera herida.

Y una voz femenina responde entre el gentío.

Los hombres son
como el macho torcaza
bajan la cabeza
cuando una mujer lo abraza.

Las celebraciones llegan hasta Cecilio Guzmán que está apoyado en la empalizada. Es notoria su impaciencia, desde que partió rumbo al Monte de Asencio el día anterior nada sabe de su familia. Decide ir a verla ya que su rancho, en el que lo esperan su Carmela, su mujer y sus hijos, es aledaño al de Rodríguez.  Va por su lanza de tacuara. Cuando comienza a cruzar el campo los rayos del sol apenas iluminan. Lo despide el ladrido de los perros, que van callando cuanto el criollo más avanza. Lo invade el matizado silencio del campo, el olor de la pradera y el crepúsculo escarlata. Hace rato que no escucha los gritos y festejos y el sofocado entorno lo estremece, por lo que intenta distraerse y especula con que invisibles entre el raleado pasto sobre el que camina ha de haber escondites de mulitas. No lejos divisa un trío de teros, picotean lo que seguramente serán insectos o pequeñas sabandijas que quedaron expuestas al ararse la hacienda vecina. El hombre piensa que los teros son excelentes guardianes ya que con una voz audible a la distancia avisan de la presencia de cualquier intruso y que además, para esconder el nido, son capaces de atraer para si la atención, de cojear o arrastrar el ala como si estuvieran heridos, o de echarse en otro sitio. Al sentirlos intuye que está cerca de sus crías; ahora las aves giran en un tronco, desde donde emiten un griterío relativamente suave y corto. Continúa caminando y percibe que los chillidos son más fuertes y que uno de los teros lo sobrevuela. Entonces instintivamente levanta la lanza sobre su cabeza. Ahora los gritos son ensordecedores y los teros vecinos acuden en auxilio. Son decenas y comienzan a rodearlo, surgen de los leños, de los pastos, de las rocas, de los plantíos. La súbita rebelión de la naturaleza cubre de rugidos y aleteos el aire. El día está en sus estertores. Para la banda de teros aquel individuo es un intruso, un extraño y con fuertes exclamaciones y castañeteos, lanzan un ataque. Merced a la luz del recién encendido farol Cecilio distingue su casa y corre hacia ella. Lo sigue un hervidero de furiosas aves, que desgranan colosales alaridos. Piensa en el mandato de la naturaleza, cuando en la puerta del rancho abraza a sus hijos y hunde su cara en el sensual perfume de su mujer. Pronto, muy pronto, tendrá que abandonarlos, solamente las pasiones humanas son capaces de separar lo que está predestinado a permanecer.

***

Es jueves 28 de febrero. Amanece. Una exaltada multitud está reunida en los accesos a Capilla Nueva de Mercedes. Hace calor y nadie ha dormido por la expectativa de lo que pueda suceder. Está claro que aquella muchedumbre no es una “partida de salteadores” como la rotularon las autoridades españolas. En ella hay comerciantes, vecinos establecidos, soldados, paisanos que viven de su jornal o sueldo, el más amplio espectro social. Y están prácticamente desarmados, su arsenal está compuesto solamente por algún trabuco naranjero, alguna pistola, algún que otro sable, pero predominan las lanzas de tacuara enastadas con tijeras de esquilar, las medias lunas de desjarretar o simplemente las varas flexibles de membrillo y guayabo y alguno, carente de cualquier otra posibilidad, carga en sus manos simplemente rocas que ha recogido en el camino. Pero todos cuentan con la peor arma, la más letal, es que sin excepción en sus ojos hay ira, una ira incontenible que viene de lejos y que comienza a encontrar un cauce. A la cabeza, junto a Viera y Benavidez, marcha Ramón Fernández y su partida:

-Los blandengues trataron de pasarse y haciendo fuego el Comandante le seguí y le apresé, pero comprendí que era americano y se comprometió a seguirnos en la empresa, por eso lo incluí entre los que nos acompañan junto con su tropa -explica Viera a los que le preguntan por Fernández.

Los españoles por la noche no duermen. Expectantes, miran atrincherados desde las azoteas a las bocacalles iluminadas y a la artillería instalada en cada esquina de la Plaza. Cada media hora cañonean al viento procurando amedrentar, pero solamente logran enervar aún más a la multitud. A su frente el murmullo crece, los paisanos estrujan sus armas, chispea el metal y resoplan las bestias. Viera designa al histriónico Reyes como parlamentario, quien con afectación asume su nueva obligación. Con el pecho hinchado camina ceremoniosamente a entrevistarse con el Comandante español.

-Tiene el aplomo de un perfecto militar -comenta risueño en voz baja Correa a Viera.

Reciben al enviado el Coronel Agustín de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas. Como siempre en estas ocasiones el momento es tenso.

-¿Qué gente es la que viene? -pregunta el militar español.

La pregunta es retórica. Más para generar expectativas que para otra cosa.

-Con el anteojo ya vieron la columna de tropa…, de Buenos Aires y del continente...- responde el improvisado embajador.

Los jefes españoles calibran la situación. El silencio es de segundos, pero parecen horas. Lo que tienen por delante es trascendente. Sospechan con razón que no todos los que están de su lado llegado el momento van a obedecer, como es el caso de veinte hombres voluntarios, hijos del país, comandados por el sargento Ángel Rodríguez y el Cabo Isidoro Esquivel. Al repartirlos alrededor de la Plaza les llamó la atención que los soldados colocaran un pañuelo en el sombrero, lo que posiblemente fuera una señal. No podían saber que justamente Reyes, con quien están parlamentando, había seducido al sargento.  Le había dicho:

-Convoque a los paisanos a su mando y a lo que avancen los insurgentes, viren contra los españoles, pero que cada uno tenga un pañuelo en el bolsillo, para ponérselo en la copa del sombrero a la hora del ataque y de esa forma serán conocidos por los partidarios de la patria.

Los jerarcas españoles dispusieron que de no rendirse, los hombres de la vincha serían los primeros en perecer.

***

La situación de los españoles es por demás endeble. El contingente frente suyo es importante y además están infiltrados. No les queda alternativa.

-Ya se vencen los tres minutos que traigo de plazo y no responden nada, por eso con permiso de ustedes me voy -apresura Reyes a los españoles.

Pero el Comandante lo detiene con un gesto.

-Entrego el pueblo a la disposición del gobierno de Buenos Aires libre de vidas y haciendas.

Reyes está radiante pero no quiere que los españoles lo noten. Y con la misma pomposidad con la que inició la entrevista, regresa adonde está Viera. La gente lo mira expectante. El portugués recibe la noticia y la comunica a Fernández e inmediatamente ordena la forma cómo deben ingresar los sitiadores a la ciudad. El júbilo es total. Van a tomar Mercedes, es la primera derrota española en la Banda Oriental.

-La prisión que hicieron los nuestros a la partida de españoles en Monte de Asencio les hizo desmayar mucho, que sino hay un descalabro muy grande -evalúa exultante Correa la claudicación de los peninsulares.

Y el improvisado ejército comienza a andar.

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