(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)
Primera edición
WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
Una empalizada
protege a la chácara de los perros cimarrones. El barro seco de las precarias
edificaciones está sostenido por varillas y el techo de paja por fuertes
horquetas. La vivienda principal es larga y achatada y cuenta con varias
ventanas. A un costado de la casa, está el barril con agua potable sobre una
armazón de troncos con toscas ruedas, que permiten sacar agua del río. El resto
de las edificaciones está en escuadra y en ellas son guardados trebedos para poner
vasijas en el fuego, duelas de madera para los toneles, zarzos adonde colgar
aperos, barricas y cuarterolas. A cierta distancia y en un lugar ventilado,
sostenidos por cuatro postes, están los noques adonde guardar el trigo. El
corral para vacunos y yeguas es de espinillo y está atado con huascas de cuero.
Decenas de desjarretadoras han sido apoyadas por los paisanos contra las
paredes, con el jarretón en el suelo, muy probablemente serán usadas al día
siguiente, si los españoles no se rinden. Entre los bailarines comienzan los
chispeantes recitados. Una voz varonil se hace escuchar:
Igual que la tera al tero
para ser querida
la mujer arrastra el ala
como si estuviera herida.
Y una voz femenina
responde entre el gentío.
Los hombres son
como el macho torcaza
bajan la cabeza
cuando una mujer lo abraza.
Las celebraciones
llegan hasta Cecilio Guzmán que está apoyado en la empalizada. Es notoria su
impaciencia, desde que partió rumbo al Monte de Asencio el día anterior nada
sabe de su familia. Decide ir a verla ya que su rancho, en el que lo esperan su
Carmela, su mujer y sus hijos, es aledaño al de Rodríguez. Va por su lanza de tacuara. Cuando comienza a
cruzar el campo los rayos del sol apenas iluminan. Lo despide el ladrido de los
perros, que van callando cuanto el criollo más avanza. Lo invade el matizado
silencio del campo, el olor de la pradera y el crepúsculo escarlata. Hace rato
que no escucha los gritos y festejos y el sofocado entorno lo estremece, por lo
que intenta distraerse y especula con que invisibles entre el raleado pasto
sobre el que camina ha de haber escondites de mulitas. No lejos divisa un trío
de teros, picotean lo que seguramente serán insectos o pequeñas sabandijas que
quedaron expuestas al ararse la hacienda vecina. El hombre piensa que los teros
son excelentes guardianes ya que con una voz audible a la distancia avisan de
la presencia de cualquier intruso y que además, para esconder el nido, son
capaces de atraer para si la atención, de cojear o arrastrar el ala como si
estuvieran heridos, o de echarse en otro sitio. Al sentirlos intuye que está
cerca de sus crías; ahora las aves giran en un tronco, desde donde emiten un
griterío relativamente suave y corto. Continúa caminando y percibe que los chillidos
son más fuertes y que uno de los teros lo sobrevuela. Entonces instintivamente
levanta la lanza sobre su cabeza. Ahora los gritos son ensordecedores y los
teros vecinos acuden en auxilio. Son decenas y comienzan a rodearlo, surgen de
los leños, de los pastos, de las rocas, de los plantíos. La súbita rebelión de
la naturaleza cubre de rugidos y aleteos el aire. El día está en sus
estertores. Para la banda de teros aquel individuo es un intruso, un extraño y
con fuertes exclamaciones y castañeteos, lanzan un ataque. Merced a la luz del
recién encendido farol Cecilio distingue su casa y corre hacia ella. Lo sigue
un hervidero de furiosas aves, que desgranan colosales alaridos. Piensa en el
mandato de la naturaleza, cuando en la puerta del rancho abraza a sus hijos y
hunde su cara en el sensual perfume de su mujer. Pronto, muy pronto, tendrá que
abandonarlos, solamente las pasiones humanas son capaces de separar lo que está
predestinado a permanecer.
***
Es jueves 28 de febrero.
Amanece. Una exaltada multitud está reunida en los accesos a Capilla Nueva de Mercedes.
Hace calor y nadie ha dormido por la expectativa de lo que pueda suceder. Está
claro que aquella muchedumbre no es una “partida de salteadores” como la
rotularon las autoridades españolas. En ella hay comerciantes, vecinos
establecidos, soldados, paisanos que viven de su jornal o sueldo, el más amplio
espectro social. Y están prácticamente desarmados, su arsenal está compuesto
solamente por algún trabuco naranjero, alguna pistola, algún que otro sable,
pero predominan las lanzas de tacuara enastadas con tijeras de esquilar, las
medias lunas de desjarretar o simplemente las varas flexibles de membrillo y
guayabo y alguno, carente de cualquier otra posibilidad, carga en sus manos
simplemente rocas que ha recogido en el camino. Pero todos cuentan con la peor
arma, la más letal, es que sin excepción en sus ojos hay ira, una ira
incontenible que viene de lejos y que comienza a encontrar un cauce. A la
cabeza, junto a Viera y Benavidez, marcha Ramón Fernández y su partida:
-Los blandengues
trataron de pasarse y haciendo fuego el Comandante le seguí y le apresé, pero
comprendí que era americano y se comprometió a seguirnos en la empresa, por eso
lo incluí entre los que nos acompañan junto con su tropa -explica Viera a los
que le preguntan por Fernández.
Los españoles por
la noche no duermen. Expectantes, miran atrincherados desde las azoteas a las
bocacalles iluminadas y a la artillería instalada en cada esquina de la Plaza. Cada
media hora cañonean al viento procurando amedrentar, pero solamente logran enervar
aún más a la multitud. A su frente el murmullo crece, los paisanos estrujan sus
armas, chispea el metal y resoplan las bestias. Viera designa al histriónico
Reyes como parlamentario, quien con afectación asume su nueva obligación. Con
el pecho hinchado camina ceremoniosamente a entrevistarse con el Comandante
español.
-Tiene el aplomo
de un perfecto militar -comenta risueño en voz baja Correa a Viera.
Reciben al enviado
el Coronel Agustín de la Rosa y el Juez Comisionado don Juan Salinas. Como
siempre en estas ocasiones el momento es tenso.
-¿Qué gente es la
que viene? -pregunta el militar español.
La pregunta es
retórica. Más para generar expectativas que para otra cosa.
-Con el anteojo ya
vieron la columna de tropa…, de Buenos Aires y del continente...- responde el
improvisado embajador.
Los jefes
españoles calibran la situación. El silencio es de segundos, pero parecen
horas. Lo que tienen por delante es trascendente. Sospechan con razón que no
todos los que están de su lado llegado el momento van a obedecer, como es el
caso de veinte hombres voluntarios, hijos del país, comandados por el sargento
Ángel Rodríguez y el Cabo Isidoro Esquivel. Al repartirlos alrededor de la
Plaza les llamó la atención que los soldados colocaran un pañuelo en el
sombrero, lo que posiblemente fuera una señal. No podían saber que justamente
Reyes, con quien están parlamentando, había seducido al sargento. Le había dicho:
-Convoque a los
paisanos a su mando y a lo que avancen los insurgentes, viren contra los
españoles, pero que cada uno tenga un pañuelo en el bolsillo, para ponérselo en
la copa del sombrero a la hora del ataque y de esa forma serán conocidos por
los partidarios de la patria.
Los jerarcas
españoles dispusieron que de no rendirse, los hombres de la vincha serían los
primeros en perecer.
***
La situación de
los españoles es por demás endeble. El contingente frente suyo es importante y
además están infiltrados. No les queda alternativa.
-Ya se vencen los
tres minutos que traigo de plazo y no responden nada, por eso con permiso de
ustedes me voy -apresura Reyes a los españoles.
Pero el Comandante
lo detiene con un gesto.
-Entrego el pueblo
a la disposición del gobierno de Buenos Aires libre de vidas y haciendas.
Reyes está
radiante pero no quiere que los españoles lo noten. Y con la misma pomposidad
con la que inició la entrevista, regresa adonde está Viera. La gente lo mira
expectante. El portugués recibe la noticia y la comunica a Fernández e
inmediatamente ordena la forma cómo deben ingresar los sitiadores a la ciudad.
El júbilo es total. Van a tomar Mercedes, es la primera derrota española en la
Banda Oriental.
-La prisión que
hicieron los nuestros a la partida de españoles en Monte de Asencio les hizo
desmayar mucho, que sino hay un descalabro muy grande -evalúa exultante Correa
la claudicación de los peninsulares.
Y el improvisado
ejército comienza a andar.
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