por Augusto Munaro
Cuarenta poemas (Editorial Lisboa),
del poeta Alfredo Fressia (Montevideo, Uruguay, 1948), es una exquisita
redición de una antología aparecida originalmente en 1988, cuando el autor iba
a cumplir 40 años de edad. En dicha oportunidad, un grupo de poetas jóvenes
deciden homenajearlo editando una selección de sus primeros trabajos. Hoy, la
nueva circulación del libro oficia como doble homenaje y una oportunidad para
regresar a una de las voces más interesantes de la poesía latinoamericana.
Lejos del hermetismo, sus versos fluyen siempre cristalinos y claros. Una obra
íntima, inteligente y precisa que alcanza niveles de introspección notables,
siempre interpelando al lector. Una poesía atravesada por el amor, la duda, el
exilio; “una colección limitada de obsesiones que se entretejen de modo
incesante”, como alguna vez dijo el propio autor de La mar en medio. Vale aclarar que Cuarenta poemas, es el cuarto libro de Fressia
publicado en tierra Argentina; todos aparecidos bajo el mismo sello: Editorial
Lisboa.
Alfredo Fressia es poeta y traductor.
Enseñó letras francesas durante más de cuarenta años. Profesor de Literatura,
fue destituido de la enseñanza por la dictadura uruguaya. Se instala entonces
en São Paulo, Brasil, donde reside desde 1976. Su obra poética ha sido
traducida al portugués, inglés, francés, rumano, italiano, griego y turco.
Algunos de sus libros publicados a la fecha: Un esqueleto azul y otra agonía (1973), Clave final (1982), Noticias extranjeras (1984), Destino: Rua Aurora (1986), Frontera móvil (1997), Amores impares (1998), Veloz eternidad (1999), Eclipse. Cierta poesía 1973-2003 (2003), El memorial de hombres que me amaron (2012), Susurro Sur (2016), La mar en medio (2017).
¿Por qué pensás que la lengua materna
es, para vos, tu más sólida identidad?
Porque tuve que ser trilingüe. Mi vida tuvo que circular entre tres idiomas, el castellano “uruguayo” (que incluye mi infancia), el francés y el portugués. Siempre supe que en ese trípode el ángulo central era el español, donde reencontraba mi intimidad, con ese barroco tan español, los sujetos pospuestos, los pronombres pleonásticos, las jotas como clarines. Y sí, ese ámbito que llamo intimidad, el de la reflexión, el del espejo que piensa y se piensa, tiene del barroco ese movimiento, ese ir y volver, esas volutas, tan sugestivas en español. Agregale la infancia, el descubrir palabras, la leche materna del idioma, ese que se hablaba en mi barrio en Montevideo, lleno de italianos –como mi familia paterna-, de españoles -como los gallegos de mi lado materno-, de gente que venía de Europa central en aquellos años ’40, después de la guerra. Ese idioma mestizo es mi identidad, la que no me deja extraviarme. Y hasta hoy, después de más de 40 años en Brasil y un denso pasado francés, sigo siendo irremediablemente uruguayo.
Han transcurrido 30 años desde la
publicación de la primera edición de esta antología. ¿Qué diferencia al joven
Fressia de 1988, del Fressia de 2018?, ¿qué obsesiones lo marcaban entonces y
cuáles ahora?
El viejo Fressia conoce más secretos del oficio, tiene más cautelas y poca más sabiduría, creo. El viejo Fressia, a los 70 años, le ve la cara a la muerte, la real, no la literaria, la ve rondar, trata de hablarle (es lo único que lograría hacer) aun si ella se queda en silencio (no, ella no es de muchas palabras.). El viejo Fressia sigue circulando por su cuerpo, y le sigue pesando, pero ya casi no habla del amor, ni del sexo. Tanto el viejo como el joven Fressia aprendieron que vivir es lidiar con un destino, hacerle trampas, buscar atajos, negociar con él, pero el viejo sabe que los hilos de lana ya han hecho su trama. Por eso el viejo es más silencioso, o menos estridente, y se embarca con frecuencia en endecasílabos, en alejandrinos, como en busca de un consuelo.
Sobre tu metodología de trabajo.
¿Cuándo pensás que un poema está libre de correcciones, y por ende, en
condiciones de ser publicado?
Pienso que un poema sólo debe ser
escrito cuando ya no puede no ser escrito. Cuando ya ha cobrado densidad dentro
de uno, y quiere nacer. Entonces sí, que nazca como pueda, y hasta como quiera.
Generalmente viene con su final, su ritmo, su tono, y el poeta funciona –en mi
caso, hablo de mi experiencia- como un lector. No creo en “filosofías de la
composición”, como la de Poe, y que tanto seducía a un poeta que sin embargo
admiro como João Cabral de Melo Neto.
Yo no sé “construir” un poema, no lo lograría y no es lo mío, soy el anti
constructivista. El poema tiene derecho a nacer solo. Esa especie de autonomía
del poema respecto al poeta, esa “vida propia” la sentí siempre, y quizás me
asombra más cuando escribo en metros y con rimas, ver ese nacimiento del poema,
surgiendo uno no sabe de dónde. Proust hablaba en el Contre Sainte-Beuve del “otro yo” del escritor, yo
hablaría del “otro yo” que crea el poema. Por todo esto las correcciones que
mencionás sólo deben existir en la medida en que puedan ayudar al nacimiento,
pero como principio general son desaconsejables y, creo, nunca mejoran el
objeto ya nacido.
Me gustaría te refieras al idioma del
tiempo. El habla de la memoria en que están construidos muchos de tus versos,
como en el notable “Tarjeta postal”. ¿Cuál es el tiempo de la poesía?, ¿es
siempre un tiempo aparte, uno indiferente a la lógica de los relojes y
calendarios?
Sí, y eso está en la base de la vocación de eternidad del arte. Sin duda, la literatura y la música son “artes del tiempo”, supuestamente por oposición a las artes plásticas, pero lo son también porque descomponen el tiempo cronológico y crean el suyo, su tiempo propio, que vuela o entonces se desplaza con infinita lentitud. Sí, le poema es un agujero negro, al mismo tiempo recuerdo y profecía, pasado y futuro. Él nos domina, nosotros no tenemos o casi no tenemos dominio sobre él. Asomarse a un poema es disponerse a aceptar ese tiempo otro, enrarecido o liberador.
“Hora de sal”, es un notable poema de
factura surrealista. ¿El delirio puede servir como método para asociar imágenes
y con ellas construir un sentido personal del mundo?
Los surrealistas dicen que sí. Lo que pienso es que para que el poema exista uno debe dejarle esa libertad, donde la lógica “euclidiana” deja de existir, donde muchas paralelas pueden pasar por un punto exterior a una recta. Paradójicamente eso significa recuperar la lógica del poema, que es la prístina. Fijate, la línea recta, tan pensada, tan cartesiana, no existe en la naturaleza, es un principio ajeno también a la poesía. Y en cambio el meandro, sea voluta o curva inesperada, eso es lo que puede parecer peligrosamente “irracional” a la razón construida. Lo que quiero decir es que la poesía vino al mundo para unir al ser humano a la libertad primera, la del día de la Creación. En esa “Hora de sal”, un poema de los ’70, cuando el mundo se desplomaba (“la tortuga de Esquilo caída sobre el Uruguay”, dirá otro poema mío, y por cierto, también podría decir “caída sobre la Argentina”), los objetos tienden todos a esa caída, al derrumbe, a la descomposición. Podrán ser menciones de apariencia delirante, pero construyen un sentido, o varios, y dialogan entre sí dentro del poema.
Tu poema “El 21 de marzo de 1976”, es
fuerte. Crudo por el modo en que refleja tu experiencia dura, difícil, del
exilio. Más allá de lo obvio, ¿cómo, pensás, maduró tu voz desde entonces?
¿Pero habrá madurado, Augusto?
No lo creés así.
A veces pienso que más que una voz,
lo que tengo es sólo un tono, un tono que atraviesa mis poemas desde los ’70.
Una “voz” tal vez sea demasiado para este hombre empujado por la historia,
escribiendo como quien se protege del vendaval, tratando de entender. Y de dar respuestas,
que a veces llegan cuando ya olvidamos las preguntas. El margen de libertad de
una vida humana es pequeño… Pero bueno, sí, hubo etapas, los poemas de sexo de
los ’80 (y algunos comparecen en “Cuarenta poemas”), los poemas del exilio, los
de “El futuro”, los poemas llenos de erudición, barrocos, de “Eclipse”, los
“senryus” minimalistas, los mitos adánicos de “Poeta en el Edén”, la reflexión
sobre la poesía de “La mar en medio”, y todo precedido por esa extraña ouverture que fue aquel “Un esqueleto azul y otra
agonía” de 1973. Son avatares de ese “tono” que básicamente fue siempre uno y
sólo uno, creo yo.
Además de poeta, ensayista y traductor
de poetas brasileños, sos profesor de lengua y literatura francesa. ¿Qué
encontrás de estimulante en la lengua de Gide que no descubrís en otras
literaturas?
La lengua de la razón, del
alejandrino raciniano, la búsqueda, desesperada a veces, del equilibrio y el
orden… A mí, recuerdo, estudiar la estructura de la lengua francesa (como
después la del latín) me ayudaba mucho en mi adolescencia, cuando uno necesita,
so pena de angustia, poner orden en el mundo (y creer que lo logra). Aquellos
análisis lógicos, esa estructura que debía buscarse en la frase, con sus
oraciones principales y sus subordinadas, aquellos discursos organizados en
tesis, antítesis y síntesis… todo eso me resultaba un auxilio. Podría decir
así: yo era un niño amigo del oxímoron: estudiaba gramática con alegría… Porque
de hecho sólo después uno descubre que eso es sólo una tentativa de evitar el
caos que sin embargo nos vigila. Y que esa lengua francesa es también el idioma
de tantos surrealistas y de un discurso confesional o de “autoficción” que
viene desde siempre, y que pasa como un río impetuoso por las literaturas
francófonas. Y bueno, en mi caso, y a propósito de uruguayeces, es imposible no
recordar a Lautréamont, el Isidoro, aquel
uruguayo…
Es conocida tu amistad con Juan
Introini, y, por ejemplo, Álvaro Ojeda, Jean-Francis Aymonier… Franceses,
uruguayos… Tantos años viviendo en Brasil, ¿tuviste oportunidad de coincidir
con los autores de la Poesía Concreta?, por cierto, ¿qué opinión guardás sobre
ella?
Sí, claro, tuve oportunidad de
conocer bastante bien el movimiento concretista. Fue, efectivamente, una
especie de vanguardia en los ‘50, que no dio los resultados que uno hubiera
esperado, y en todo caso pasó… Mantuve relaciones cordiales con Haroldo de Campos,
en los años ’90, cuando ya había escrito “Galaxias”, texto
magnífico, barroco, él me decía que estaba harto de que lo llamaran “poeta
concreto” cuando hacía añares que él ya nada tenía que ver con el concretismo,
cuando era un espléndido poeta barroco. Pero es que el concretismo ha hecho
mella, al menos en Brasil. Hasta hoy hay movimientos residuales, y aún hay
alguna querella entre los que se sitúan a favor o contra. La pelea de Ferreira Gullar con
ellos fue larga -duró hasta el fin de su vida-, inútil y perniciosa para la
poesía local. Pero sí, para bien o para mal, es evidente que el concretismo
sedujo a muchos. Me hablás de Juan, de Jean, del maravilloso poeta Álvaro Ojeda… Yo te
diría que la poesía también nos da amigos. Es imposible leer a Ojeda, por
ejemplo, y no sentirse cercano. Y me permito nombrarte al poeta argentino Felipe Herrero, muy
joven y ya con un trabajo de editor excelente (quien además es un amigo de la
poesía uruguaya que viene editando a varios compatriotas míos, de Ojeda
justamente acaba de salir un poemario nuevo). A Juan Introini lo
recordaré siempre como mi amigo más íntimo (mi “otro yo mismo”, como decía
Berenice, ya que hablamos de Racine) y un ser humano extraordinario, un gran
latinista con sólida formación tanto en Montevideo como en Roma. Reflexionó
sobre los límites y el sentido de estudiar literatura clásica en este tercer
mundo, decía él. Fue además un caso infrecuente de un filólogo que amaba la
poesía. Sus clases sobre poetas latinos eran un placer, leer con él una página
de Geórgicas o de Ovidio era justamente como descubrir el amor. Pero además fue
un narrador, de esos que los uruguayos llaman “raros”. Te aconsejo que empieces
por su novela “La Tumba”.
¿Te considerás un poeta errante, aún
hoy, a tus 70 años?
¿Como Caín?
Como Caín.
Sí, claro. Explico a veces que Caín fue un exiliado y “erró”, vagó por
el mundo, al este del paraíso. Fue la condena que Yahvé le impuso por su crimen.
Y se dedicó a construir ciudades. Ciudades como poemas, digo yo, porque sólo
concibo al poeta como un errante, siempre listo para construir sus ciudades.
“Ciudad de papel” es el título de un libro mío de crónicas de los dos mil. ¿Te
fijaste que casi siempre los poetas migrantes hablan de ciudades? Yo lo decía
hace unos años en un prefacio de mis traducciones de Ferreira Gullar en México.
Uno lee su “Poema sucio” y ve a Caín construyendo el inmenso edificio del país
de Lot…, el pobre Gullar reconstruyendo su São Luís do Maranhão natal en la
pieza que ocupaba en Buenos Aires en aquellos duros años ’70…
¿Escribir es una forma de desafiar a la
muerte?
Te decía que a los 70 años uno atisba
a veces la cara de la muerte, me ha ocurrido últimamente y observo que cada vez
que me ocurrió pensé en esa especie de discurso incesante que los escritores
dejamos. Es el discurso que recomienza cada vez que un lector recomienza un
poema, la frase, el raciocinio o el “delirio” que a veces él entenderá y otras
veces no. Es un desafío dirigido al olvido, aun sabiendo -claro- que el olvido
ganará siempre la partida. Por otro lado, la poesía también nos ayuda en el
final, creo, como nos ayuda en todos los momentos difíciles, casi como un
mantra… Pero además de la poesía, imaginar lo que vendrá, eso también debe ser
útil… La última mujer de Enrique Lihn, el
poeta chileno, me contó que, al fin de su vida, en el hospital, muy angustiado
y ya acometido por el cáncer que lo mataría, lo único que lo calmaba era “la
curiosidad” por lo vendría después, si algo venía…
Alfredo, ¿qué es lo que más te atrae de
la poesía?
Cuando era niño, en aquellas tardes silenciosas del barrio proletario
donde vivíamos en Montevideo, cuando veía un poema impreso, lo que me gustaba
era la forma espiralada, aquel dibujo, vertical y cambiante sobre el blanco.
Después repetía las rimas, el ritmo, era una música inesperada que surgía de
las palabras. El sentido era la última etapa, como debe ser, digo yo, y
entendía lo que un niño puede entender (y que no es lo poco que solemos
imaginar). Hoy diría que lo que me atrae de ella es algo parecido y que podría
llamarse su doble juego: el desafío a la inteligencia y la invitación al viaje.
Y entiendo lo que un adulto puede entender (y que no es todo lo que solemos
imaginar).
(Colofón / 19-2-2018)
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