domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (87) - ESTHER MEYNEL


El año de la boda de Lieschen cumplió Sebastián los sesenta y cuatro, y su semblante, cuando no lo suavizaba su sonrisa maravillosa, tenía una expresión severa, capaz hasta de asustar a los desconocidos que no sabían cuánta bondad encerraba. Las líneas de su rostro de habían marcado y acentuado, la boca se cerraba con más firmeza, una arruga profunda le bajaba hasta el mentón. Y también las del entrecejo se habían profundizado. Pero el ceño no se lo había producido la cólera, sino el esfuerzo visual que hubo de hacer en sus últimos años, pues la vista se le había cansado en el curso de su vida, a fuerza de leer y escribir partituras. La mirada franca que tenía cuando yo le conocí, había desaparecido, y ya lanzaba, por debajo de los párpados casi cerrados, una mirada aguda y penetrante, para poder reconocer los detalles del mundo exterior. Creo que si un extraño hubiese conocido a Sebastián en aquellos años, hubiera creído ver en él un hombre serio, severo y, hasta cierto punto, temible. Pero esa impresión sólo duraba hasta que Sebastián examinaba un momento, con la cabeza inclinada y los ojos esforzándose por ver, al visitante, pues así que empezaba a hablar y se sonreía, aparecía toda su bondad y dulzura, bajo la que acompañábamos toda la familia como bajo la protección de una roca, y hasta el más extraños de los visitantes comprendía por qué su mujer, sus hijos y sus discípulos lo querían tanto. A nosotros no dejaba mirar en su corazón, que era el más hermoso que ha latido en este mundo. Pero no lo abría a todos, y naturalmente, muchos no le amaban y no tenían escrúpulos en decir de él cosas tan malas como inciertas. En Leipzig tuve que padecer mucho por la envidia de ciertas personas y por las innumerables discusiones que tuvo que sostener de palabra y por escrito. Aunque generalmente no solía hacer caso de esas cosas, las mentiras que sobre él hacía correr el señor Scheibe le irritaron tanto, que rogó a su amigo el Magister Birnbaum que contestase por él públicamente en la Prensa, pues no tenía ni tiempo ni ganas se separarse de su música para hacerlo personalmente. Lo que se escribía sobre él, le dejaba completamente indiferente; y así, dejó de comunicar al señor Mattheson detalles de su vida, que le había pedido para un Diccionario de músicos que publicó con el título: “Lista de honor en la que figuran las vidas, obras y méritos de los mejores directores de orquesta, compositores, críticos de arte musical y virtuosos”. Debo confesar que estaba un poco apenada por la actitud displicente de mi marido, pues me hubiera gustado ver escrita su vida en aquella obra. En los últimos años se iba concentrando cada vez más en sí mismo y en su casa, como si presintiera que aun había de escribir mucha música y le quedaba muy poco tiempo.

-Querida -me dijo una vez-, al viejo Bach -así le llamaban los alumnos de la Escuela de Santo Tomás- no le quedan ya muchos años de vida para escribir su música, y no debe malgastarlos en cosas profanas.

Durante algún tiempo, hasta se negó a ingresar en la Sociedad de Ciencia Musical de Mizler; en parte, porque, como miembro de ella, hubiera tenido que encargarse un retrato al óleo, para regalárselo a la Sociedad. Finalmente, cedió ante la insistencia de Mizler; hizo pintar su retrato -que por cierto salió muy bien- y escribió un triple canon a siete voces y variaciones, con el título de “¡Desde lo alto del Cielo!”, para donarlo a la Sociedad, que mandó reproducirlo en grabado. Lorenzo Mizler, el fundador de esa Sociedad, había sido durante algún tiempo discípulo de Sebastián y, en una disertación que pronunció poco antes de marcharse de Leipzig, había dicho:

-He obtenido grandes beneficios de tu enseñanza de la música práctica, ilustre Bach, y lamento no poder seguir disfrutando de ella.

Mizler era muy diestro en muchas cosas, pero Sebastián no le tenía en gran estima porque era muy vanidoso y estaba muy pagado de sí mismo.

-A pesar de su inteligencia, no es más que un muchacho vulgar -había dicho Sebastián al juzgarlo. Tal vez fuese esta una de las razones por que vaciló tanto para ingresar en la Sociedad de Ciencias Musicales.

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