domingo

EL GRITO - RICARDO AROCENA


(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la Patria Vieja)

Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

PRIMERA ENTREGA

Es el verano de 1811 y en Capilla de Mercedes todo parece mirar al río. Desde su diversidad parecen mirarlo los umbrosos y polícromos montes, lo mismo que los algarrobos y los espinillos, los ñapindá y las tinas de penca, que inclinadas y con sus larguísimas uñas arañan la quietud de las orillas. Loros, patos silvestres, martinetas, palomas, chimangos y hasta los venados que huyen del bochorno, están pendientes del río.  Miran al río las barrancas de pedernal, las chácaras, las casas de paja, palo y pique, pero también las más vistosas de azotea y ladrillo. Hasta el techo de tejuela de la Iglesia y las cruces del camposanto, parecen querer, desafiando la lejanía, mirar al río. Y en ocasiones también el viento lo mira, lo mismo que los pobladores, hechizados, unos con la esperanza de que enfilando sus aguas atraquen augurios de cambio, otros, espantados, con prevención y suspicacia. Los ardores del verano alimentan otros ardores y por eso el antiguo apostadero naval español adopta providencias.

Todo es nerviosismo y expectativa. Las noticias que arriban son interpretadas y repetidas. Las comentan las mujeres a la salida de la misa, las repiten sus maridos en las faenas camperas y hasta son el corrillo de los más chicos. Nadie a ciencia cierta conoce la procedencia de la información, pero todos dan por cierto que un tal Martín Rodríguez está por irrumpir en cualquier momento con un cuerpo de ejército. Y de ser así será el inicio de la guerra. Lo saben también el Alcalde, el Comandante militar español y los hombres de la guarnición y por eso, ante la eventualidad, apuran los preparativos.

***

-Dispongan las cinco plazas de artillería -brama el comandante, imperativo, a sus hombres. Mientras ordena, los mira satisfecho. Había conformado la comitiva con los mejores jóvenes del pago.

-Y están bien armados -piensa para sí, con orgullo.

Entonces cae en la cuenta que no hay con qué sostener los cañones.

-¡Improvisen cureñas! -decide.

No pueden dejarse sorprender. El comandante imparte órdenes a diestra y siniestra, camina, rezonga, aventura posibles situaciones. Las gotas de sudor corren por sus cejas y pestañas y le hacen arder los ojos. Mientras los seca con la manga del saco, cae en la cuenta de que las improvisadas cureñas de poco sirven, pero no está para detalles.

-¡Incauten todos los botes y canoas y pónganlos del lado del pueblo! ¡Que las custodie el cabo y cuatro hombres! -quiere evitar que caigan en manos rebeldes o que sirvan para que algún vecino huya a Buenos Aires.

***

Oculto entre los pastizales Justo Correa mira los preparativos y piensa que hay que estar capacitado para apoyar la llegada de los insurrectos. Y con ese pensamiento, emprende el regreso al pueblo. Está en aquellos pagos por razones de salud, pero en realidad la Junta Provisional le había encomendado desde el invierno anterior que reuniera armas y gente y los remitiera a Buenos Aires a disposición de Don Miguel de Azcuénaga. Está orgulloso de que hayan valorado su probidad y disposición, virtudes reconocidas por su desempeño como Alférez de Blandengues, hombres de la talla de Belgrano, Alberti y Moreno. Y no quiere fallarles, aunque su estado de salud limite sus movimientos. De cualquier forma, aunque esté forzosamente anclado en aquel lugar, colaborará en la medida de sus fuerzas. Es por eso que se ha impuesto la tarea de vigilar al enemigo español y de organizar a todos los que quieran enfrentarlo. Ante su paso estalla el aleteo de los pájaros. Los reconoce hasta por sus trinos. Adonde empiezan a amontonarse las casas, reconoce la tonada melancólica del chingolo, que intimida con silbos estridentes y concluye con un trino.

-Fie fii fiii pie pie pie pie.

Es de mañana y por tener al ave cerca, el canto parece dominar el paisaje sonoro nativo.

-Fii fi fi fi fi fi fi féii.

Tiene confianza en que el contacto con la naturaleza le permitirá mejorar de sus dolencias. Por otra parte sabe que son famosas las aguas del Río Negro por sus propiedades curativas, a tal punto que los virreyes la acarreaban en grandes toneles y que el Rey Carlos IV, le había otorgado a la vecina Soriano el título de “Muy noble, leal y valerosa villa y puerto de la salud del Río Negro”. Los paisanos le aseguran que bañarse en aquel lugar cura enfermedades de la piel, de los huesos, de la sangre y un largo etcétera, que incluye la punzante gota y que el poder curativo proviene de la zarzaparrilla sumergida en el río. Una inquieta ratonera que salta entre unos troncos saca a Correa de su ensimismamiento. En pecho y garganta el ave parece tener un frac blanco-parduzco. Su grito desafiante lo convoca a la realidad.

-Trkek trrek.

El canto no deja de ser agradable y melodioso. Lo entona mientras mueve las alas, como queriéndose refrescar del bochorno. Correa continua su camino, pero arrastrando la voz, el pájaro lanza un aullido enérgico y áspero que lo pone sobre aviso.

-YYeeek.

El alférez piensa que también la naturaleza se rebela cuando algo o alguien la amenaza y que hasta los pájaros parecen en son de guerra en aquel verano diferente. Ya no disfruta del monte, todo a su alrededor se le antoja premonitorio y hostil. Como cansado de lo viejo que no concluye de fenecer y anhelante ante lo que no acaba de nacer. Se siente en el borde del tiempo, convocado junto con su gente por un destino inexplorado que reclama sacrificios, porque nada puede ser sin ellos. Toda la costa del Río Uruguay está convulsionada por el mal gobierno de Montevideo y por el contagio revolucionario que llega de Buenos Aires. Aquel emplazamiento también comprende a Capilla Nueva de Mercedes y amenaza incendiar hasta sus pastos. Desde una endeble plataforma de ramas cruzadas, la vinosa paloma de monte, hincha su cuello iridiscente y suma un canto grave y gutural, al concierto libertario.

-Uaa – uuuhh wu – úh uuu wuuuhh.

Y Correa apura el paso.

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