lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (19)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 13)

Eugenio temió que su vecino estuviese indispuesto; aproximó el ojo al agujero de la cerradura, miró dentro de la pieza y vio al anciano ocupado en labores que le parecieron demasiado criminales para que no creyese prestar un servicio a la humanidad examinando lo que maquinaba nocturnamente el fabricante de fideos. Papá Goriot, que sin duda había atado a la pata de una mesa tumbada un plato y una especie de sopera de plata, arrollaba una especie de cable en torno de estos objetos, ricamente esculpidos, apretándolos con tanta fuerza que indudablemente los retorcía para convertirlos en lingotes. “¡Diablo! ¡Qué hombre!”, se dijo Rastignac al ver los nervudos brazos del anciano, que con ayuda de aquella cuerda amasaba sin ruido, como si fuese una pasta, la plata dorada. “¿Será acaso un ladrón o un encubridor que, para entregarse con más seguridad a su comercio, finge estupidez e impotencia y vive mendigando?”, pensó Eugenio irguiéndose un momento. El estudiante aplicó de nuevo el ojo al agujero de la cerradura. Papá Goriot, que había desenrollado el cable, tomaba la masa de plata, la ponía sobre la mesa donde había extendido una manta, y la enrollaba para convertirla en barras, operación que llevó a cabo con una rapidez asombrosa. “¿Tendrá acaso tanta fuerza como Augusto, rey de Polonia?” se dijo Eugenio cuando vio que la barra de plata hubo sido poco más o menos formada.

Papá Goriot miró su obra con aire triste; algunas lágrimas brotaron de sus ojos, apagó la vela a cuyo resplandor había retorcido aquella plata y Eugenio lo vio acostarse lanzando un suspiro. “Está loco”, pensó el estudiante.

-¡Pobre hija mía! -exclamó en voz alta Papá Goriot.

Al oír estas palabras, Rastignac juzgó prudente guardar silencio acerca de aquel acontecimiento y no condenar desconsideradamente a su vecino. Iba ya el joven a volverse a su cuarto, cuando oyó de pronto un ruido bastante difícil de precisar y que debió ser producido por hombres que subían la escalera calzados con escarpines. Eugenio prestó atención y reconoció, en efecto, el sonido alternativo de la respiración de dos hombres, y sin haber oído el chirrido de la puerta ni sus pasos, vio de pronto un débil resplandor en el segundo piso, en la habitación del señor Vautrin. “¡Vaya los misterios que encierra una casa de pensión!” se dijo. Bajó algunos escalones, se puso a escuchar y percibió el sonido del oro. La luz no tardó en ser apagada, las dos respiraciones volvieron a oírse en seguida sin que la puerta hubiese chillado. Luego, a medida que los dos hombres bajaban, el ruido fue debilitándose.

-¿Quién está ahí? -gritó la señora Vauquer abriendo la ventana de su cuarto.

-Soy yo, que estoy de vuelta, mamá Vauquer -dijo Vautrin con su voz gruesa.

“Es raro, Cristóbal había echado ya los cerrojos”, se dijo Eugenio volviéndose a su cuarto. Es necesario velar para saber lo que pasa en torno de uno cuando se halla en París. Estos pequeños acontecimientos lo desviaron de su meditación amorosa, y se puso a trabajar. Pero distraído por las sospechas que le inspiraban papá Goriot y más distraído aun por la figura de la señora de Restaud, que se le aparecía de cuando en cuando como la mensajera de un brillante destino, el estudiante acabó por acostarse y dormir a pierna suelta. De diez noches prometidas al trabajo por los jóvenes, siete pertenecen al sueño. Para velar se precisa tener más de veinte años.

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