domingo

ENTRE LAS RUINAS DE BERLÍN: A FOREIGN AFFAIR, DE BILLY WILDER



«Eran, en suma, los recuerdos de mi temps perdu, mi pequeño lado proustiano».
Billy Wilder

«Nuestra decepción se convirtió en ira y asco. No se podía comprender a un director que trataba las ruinas de una ciudad como un graciosos escenario, a los oficiales del gobierno militar como figuras cómicas y que introducía a los nazis en la película como figuras de tiro al blanco…, consideramos que era una película de muy mal gusto, en la que un tema tan delicado como la rehabilitación de Alemania, no era más que un chiste». Eran las palabras del productor Stuart Schulberg, quien presenció la exhibición de A Foreign Affair que se hizo para el Screening Committee del gobierno militar berlinés, buscando determinar si el filme era útil -como propaganda- para la reeducación del pueblo alemán en la posguerra inmediata. De alguna forma tenían que sentirse engañados, pues la película no se parecía en nada a lo que Wilder les había prometido durante su estadía en ese país en 1945: aquí en vez de héroes abnegados veremos a un capitán del ejército americano que trafica en el mercado negro y que es capaz de cambiar una torta de cumpleaños, que le ha enviado su novia desde Iowa, por un colchón en el cual poder acostarse con su amante alemana, que a la vez encubre a un oficial nazi.

“Propaganda mediante la diversión”, es el nombre del memorando del 16 de agosto de 1945 en el que Wilder da cuenta a las autoridades militares de su misión en Alemania y en el que se muestra deseoso de utilizar el cine argumental como herramienta propagandística, haciendo una película en la que “se consiguiera inculcar a la gente un poco de ideología”. Sin embargo, si uno se fija bien, el memorando contiene también las bases de lo que será en realidad A Foreign Affair, como lo muestran estos apartes tomados del libro de Hellmut Karasek, Nadie es perfecto:

“…se trata de una historia muy sencilla de un soldado de infantería, estacionado aquí con las tropas de ocupación, y de una chica alemana, o mejor dicho, de una mujer alemana…”

“…en lo que se refiere al soldado, no voy a hacer de él un héroe que vaya por ahí agitando la bandera o un apóstol teórico de la democracia. En realidad, quiero que al principio de la película no sepa muy bien qué demonios está en juego en esta guerra. Quiero incluir en la película la fraternización, la añoranza del país natal y el mercado negro…”

“…He vivido con algunos de sus soldados y he aprendido su jerga. He hablado con ayudantes de comunicaciones rusas y policías militares británicos. He fraternizado con alemanes, desde el catedrático de la universidad destrozado por los bombardeos hasta la putita de tres cigarrillos en el bar Femina. He vendido mi reloj de pulsera en el mercado negro de debajo del parlamento. Me he asegurado los derechos de la famosa canción «Berlin kommt wieder». Creo que estoy listo para reunirme con mis colaboradores y escribir el guión”.

“…la película deberá rodarse en Hollywood, es decir las escenas de interior, que suponen más o menos el 85% de la película. Las tomas de exteriores deberán rodarse en Berlín; se rodarán sin sonido y sólo hará falta un pequeño equipo, de unas ocho personas, y las dos estrellas…”

Wilder convenció a las autoridades militares de las bondades de hacer un filme de estas características y ellos le prometieron colaboración si la película se centraba en los objetivos y progresos de la ocupación. Al regresar a los Estados Unidos se encontró con el sorpresivo éxito de The Lost Weekend, luego se comprometió a ayudar a la Paramount para hacer una película con Bing Crosby –El vals del emperador– y el proyecto de su filme alemán se aplazó hasta la primavera de 1947, cuando retomó la idea. Sin embargo en ese momento ya los propósitos de la película parecían ser otros, más críticos y menos aleccionadores.

2

Al proyecto original de la relación furtiva entre un oficial y una alemana se le añadió una vertiente adicional: una congresista que va de visita a Berlín, idea que era fruto de un guion, Love in the Air, que la Paramount había comprado a sus autores, Irwin y David Shaw, y que Wilder y Brackett decidieron incluir. Con la ayuda inicial de Robert Harari en la adaptación, en mayo de ese año tenían un primer borrador. El guion completo sólo estaría listo en noviembre -treta ya utilizada por los guionistas para escapar de la vigilancia de la censura- y para completarlo contaron con la colaboración de Richard L. Breen. Aunque se consideraron varios títulos, incluyendo Operation Candybar, se optó al final por A Foreign Affair. En España se conoció con el título de Berlín Occidente.

La historia de un triángulo amoroso entre un avivado oficial del ejército americano, una congresista de visita en Berlín y una cantante alemana amiga de los nazis, requería de un excelente reparto. El papel masculino recaería en John Lund, no sólo ante la imposibilidad -ya repetida- de conseguir a Cary Grant, sino además por la presión de la Paramount que quería impulsar su carrera. «Era un hombre muy inteligente. Hablaba en la película como hablaba en la vida. Estaba al frente de la situación… excepto con el público. No sé si no era lo suficientemente apuesto o qué era lo que pasaba. No funcionó como un protagonista popular. No hizo muchas cosas después. De alguna forma no fue fuerte en las películas de los demás. Él era un tipo muy, muy divertido. No era un actor. Era demasiado bueno para ser un actor», evocaba Wilder en conversación con Cameron Crowe.

Para interpretar a la congresista, el director sacó de su exilio fílmico a Jean Arthur, quien no hacía cine desde su retiro de la Columbia en 1944. La tímida actriz desde un principio no se llevó bien con Wilder, exigiéndole estar en los créditos por encima de las otras dos estrellas y sintiendo celos de su coprotagonista femenina, que era nadie menos que Marlene Dietrich, tal como lo describe John Oller, autor de la biografía Jean Arthur: The Actress Nobody Knew: «Cada vez que [Wilder] visitaba a Marlene en su camerino para probar su cocina alemana, Arthur se enfurruñaba, con celos crecientes, en sus propios cuarteles. Ella se convenció que Wilder trataba de sabotearla y que estaba teniendo un romance con Marlene (“una alucinación”, diría el director más tarde). Una medianoche, recordaba Wilder, Arthur se le apareció con [su marido] Frank Ross y con lágrimas en los ojos lo acusó de quemar sus primeros planos para satisfacer el deseo de la Dietrich de hacer que su coestrella luciera mal. Un pasmado Wilder llevó a Arthur al cuarto de proyección al día siguiente, sólo para probarle que eso no era cierto. En efecto, tuvo él que admitirlo, Arthur era “simplemente maravillosa” en las tomas, lo cual era quizá la única cosa que le impedía deshacerse de ella. Arthur eventualmente hizo las paces con él, aunque eso le tomó cuarenta años. En 1988, después de ver en televisión lo que ella llamaba “nuestra película”, llamó a Wilder y le dijo que “absolutamente la amaba”. Arthur ya le había confesado a Roddy McDowall que ella había sido muy injusta con su antiguo director, y utilizó la ocasión de su llamada a Wilder para ofrecerle disculpas. Ella le preguntó si, después de cuatro décadas, aún podían ser amigos. Un divertido Wilder respondió afirmativamente».


El director y Marlene Dietrich se conocían desde los años veinte, cuando Wilder la entrevistó como reportero, a raíz de su participación en la revista musical Zwei Krawatten. A partir de ahí no dejaron de estar periódicamente en contacto y de admirarse mutuamente, así los separaran los continentes. «La gente hablaba de sus piernas. Eran muy buenas, tal como el resto de ella y también como su talento. Pero lo más maravilloso era su inteligencia. Ella tenía el coraje de sus convicciones. Ella reconoció a los nazis muy temprano y no aceptó sus premios o sus invitaciones, y se fue del país, incluso sin ser ella judía. Los del equipo de filmación la adoraban. Ella le encantaba encontrar a alguien agripado para poderle hacer una sopa de pollo. Le encantaba cocinar y se ponía una terrible red en el pelo. Hubiera sido suficiente para que cualquiera luciera fea, pero no Marlene. Ella no podía lucir fea», explicaba Wilder, que escribió el papel pensando en ella y la convenció -a medias- de aceptarlo, al proponérselo con la disculpa de querer únicamente su consejo para adjudicar el rol a otras actrices, preguntándole que pensaba de sus acentos. Dietrich, decepcionada con lo que oía en las pruebas que el director le mostró, le dijo que nadie distinto a ella podía interpretar el papel. Sin embargo sus convicciones antinacionalistas y su activo papel a favor de los aliados durante la Guerra le hacían dudar: «Ella estaba tan en contra de los Nazis que al principio no le gustaba interpretar a alguien que hubiera dormido con uno. Le dije, “Marlene, tu eres una actriz. Yo quiero que interpretes el papel, no que te unas al partido nazi“». De manera paradójica, justo antes de que el rodaje de A Foreign Affair se iniciara, Marlene fue distinguida con la Medalla de la Libertad, el honor civil más alto otorgado por el gobierno de los Estados Unidos, por sus servicios durante el tiempo de guerra.


´Las dos actrices parecían polos opuestos, tal como Wilder se lo hizo notar a John Lund al anotarle que: «Menuda película. A una de las damas le asusta mirarse en un espejo y la otra no dejaría de hacerlo», pero ambas ofrecieron interpretaciones de enorme solidez. Jean Arthur, como la congresista Phoebe Frost, es tan radical en sus convicciones como la Ninotchka que Greta Garbo interpretó para Lubitsch -en un guion de Wilder & Brackett-, sólo que es su imagen especular en lo político, como para recordarnos que los extremos se encuentran. El amor la trasformará y la hará brillar. Es la visión romántica, opuesta a la mirada pragmática de Erica von Schluetow (la Dietrich), esa cantante de cabaret barato que cede a las propuestas del oficial americano a sabiendas que eso le asegura salvoconductos, comida, agua, un colchón para retozar con él. Si en la visión original de Wilder esa alemana quería suicidarse por el desesperanza de ver su ciudad en ruinas, el personaje que dio vida Marlene -a los 46 años y a punto de ser abuela- es una mezcla bien sazonada de astucia, sexo y poder.

La filmación de exteriores se realizó en Berlín entre agosto 17 y septiembre 6 de 1947. El gran productor alemán Erich Pommer, que había vuelto a Berlín después de la guerra tras un exilio de más de una década, era el jefe de la división de cinematografía de la Information Control Division en Berlín y facilitó mucho los trámites del rodaje, poniendo a disposición de la Paramount los recursos de la UFA. Los interiores se filmaron en Hollywood entre el primero de diciembre y el diez de febrero de 1948 con posteriores retomas. La película fue montada en una semana y se estrenó en Nueva York el siete de julio de 1948.

«Berlín ya estaba en los titulares en toda América, pero Wilder puso la ciudad en la primera página de Variety y los berlineses en la industria del entretenimiento estaban encantados y orgullosos», escribe el mismo Stuart Schulberg en 1953, en carta al editor de The Quarterly of Film Radio and Television. Pero, sin embargo, el encanto y el orgullo no eran generalizados al momento del estreno de la película. El Departamento de Defensa afirmó que A Foreign Affair daba una visión falsa de las fuerzas de ocupación americanas, denunciándola ante el Senado, tal como lo hizo la Motion Picture Export Association. La Paramount sacó el filme de circulación un tiempo y el ejército prohibió su estreno en la Alemania ocupada, país en la que sólo pudo exhibirse en 1977.

Wilder se exponía por primera vez al escándalo y al rechazo con uno de sus filmes. ¿La razón? haber sido fiel a él mismo. El director no quería hacer un retrato hagiográfico de héroes tan intachables como falsos. El suyo era un cine de gente imperfecta o, que es lo mismo, real. Lo demás era una genuflexión incómoda, prestarse a intereses ajenos que le despertaban más de una sospecha. Por eso su aproximación es así de atrevida y de crítica, porque no quería retratar maniquíes perfectos a partir de esquemas prediseñados por otros, sino gente compleja, llena de faltas, viva. ¿O es que ningún soldado estadounidense dejó nunca una alemana en embarazo? ¿O negoció en el mercado negro? ¿O anduvo de juerga escandalosa alguna noche? ¿Se dedicarían todos a hacer guardia, a cumplir con sus ejercicios, a comer a horas y a rememorar a la novia que dejaron en Arkansas? Probablemente esa era la imagen que los militares querían que el mundo conociera a través de esta película, pero Wilder no iba a engañarse y a engañarnos, aún a costa de derrumbar una imagen que para muchos era sinónimo de valor, ideales patrióticos y libertad. Él conoció a los soldados y oficiales, se relacionó con ellos, supo de sus aventuras, negocios y trucos. No tuvo que inventar nada, sólo mostrar, con tono de ironía, lo que había visto.
Es probable que las décadas que han pasado maticen y suavicen esta opinión, y que en su momento la película haya sido poco menos que escandalosa, pero Wilder sabía que el tiempo le daría la razón y que con los años se agotaría la anécdota ampollosa y sobrevivirían los elementos que hacen rico y vital este filme: el alto nivel de los actores, la fluida interrelación de los personajes, el humor agudísimo (con líneas improvisadas por John Lund), el ácido desapasionamiento de las situaciones, las canciones de la Dietrich con el compositor Frederick Hollander al piano, y -sobre todo- las imágenes de esa Berlín destrozada, llena de escombros y nostalgias de vidas perdidas.

(Tiempo de Cine / 8-5-2016)
Publicado originalmente en el libro Elogio de lo imperfecto. el cine de Billy Wilder, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2008, p.44-50

©Editorial Universidad de Antioquia, 2008

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