I
El gorrión
da en el suelo saltitos y pía. La gata
contempla golosa y astuta. Parece
que creyera que el ave no puede volar
e ilusionada de banquete,
cautelosa, comienza a aproximarse.
Cuando casi concreta el negocio,
el pajarito
vuela a la horqueta de un hibisco a menos
de un metro de tierra. La gata
parece que calculara
si podrá o no podrá con el salto.
Tensa los músculos como un resorte
pero no llega a proyectarse:
el gorrión ha volado hasta el pretil,
donde ahora sí que ya no.
Por la ventana entreabierta
retorna la gata a su domicilio,
donde es cosa segura que consiga alimento
aunque de una manera
distinta a la ancestral.
II
Algo menos que a media mañana
estallan las flores rojas
–sangre feliz del sol–
con el muro gris por fondo.
Tal belleza acaece
sin conciencia ni intención,
como si sucediera para nadie.
III
Parada en su rama,
la golondrina contempla
la brisa
que acaricia la verde
cabellera del prado.
No es feliz ni infeliz, la golondrina.
Es golondrina y punto
porque así son las cosas.
IV
a W. B., in memoriam
Tiene el murciélago lo negro apenas
para recortarse en vuelo
contra el cielo violeta
que anochece.
Tiene el murciélago
la negritud bastante
para ser noche volando,
disuelta en la noche cerrada.
Tiene el murciélago
lo suyo de rata y lo suyo de halcón
–además de una oculta belleza
que algunas pocas almas sensibles le sospechan,
mientras vuela escapando de la luz,
sobre el filo del alba.
V
Es un ave simbólica,
conceptual.
Es un color y un brillo,
más en los ojos o en el pensamiento
que en la realidad.
Es un vuelo casi
sin cosa volándolo.
Es un pétalo leve y vibrátil
que se instala un momento en cada flor
–siempre que tenga forma de campana–
y parte de inmediato.
Es un pez pequeñito
que nada por los ríos invisibles del aire,
también marcha atrás.
Es un bocado tan inatrapable
que al gato que lo captura
lo condecoran sus congéneres
–pero vive ese honor para el luego
de sus vidas restantes
con profundísima melancolía.
VI
Como chispas de un fuego
que en luz enciende
pero no en calor
las gotas de lluvia
rebotando en los vidrios.
VII
Vertical,
la araucaria añejísima
señala al mismo tiempo
al cielo y al pasado.
Es la protagonista del jardín
de un edificio de lujo
que aunque triplica su altura
no llega a tener
ni la décima parte
de su majestad.
VIII
Parado en la cúspide
del mástil en que aún
ningún funcionario ha izado
bandera ninguna,
el pájaro
no afirma ninguna verdad
acerca de las patrias de los hombres.
Se está simplemente allí,
breve pajaridad tomando el sol,
mientras el tipo que ha de izar el trapo
no venga y lo espante.
IX
En el cedro más viejo del parque
y en su horqueta más alta
se ha posado un halcón
con una comadreja
moribunda en las garras.
En un banco del sendero,
a la sombra del cedro,
un oficinista
que ha cedido al impulso de faltar al trabajo
también almuerza.
A menos
de doscientos pasos de hombre,
ómnibus y automóviles van y vienen
por la avenida,
como si tal cosa.
X
Nadie ve a la muchacha bellísima
que amanece en su cuarto
sola
ni tampoco a la anciana
que sola en su cuarto agoniza.
Tiene que haber un Dios para mirarlas.
XI
Más ciertos
en la memoria a veces
los paisajes soñados
que los vistos de veras con los ojos
y la desnudez
imaginada de la que se amó
sin demasiada fortuna
que otras pieles de veras transitadas
por el gusto, el olfato y el tacto.
Múltiples y misteriosos
los modos
de lo visible.
XII
Cerrada la reja de hierro de las sin adornos
–es la inseguridad–
el sol se ha ausentado del largo y estrecho pasillo
hace pocos minutos pero el suelo
ha de estar tibio aún, porque el perrazo
no interrumpe su siesta todavía.
No avanza ninguna mujer llave en mano y con rumbo
a la puerta del fondo, cansada,
pero sonriendo en la inminencia
de hallarse por fin otra vez en su casa.
No le hace fiestas el perrazo al ama
que regresa por fin.
Ni lo uno ni lo otro ocurre pero bien podría
suceder en un rato, cuando nadie,
salvo el perrazo la mujer y Dios,
estén para verlo.
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