domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (16)


UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 10)

A fines del tercer año, papá Goriot redujo aun más sus gastos, se trasladó al tercer piso pagando únicamente cuarenta y cinco francos mensuales. Se privó del tabaco y despidió al peluquero, dejando de empolvarse los cabellos. Cuando se presentó la primera vez sin estar empolvado, la patrona dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver el color gris verdoso de su pelo. La fisonomía del anciano, que se había vuelto cada día más triste a causa de sus secretos pesares, parecía la más desolada de todas las que rodeaban la mesa. Entonces no hubo ya duda. Papá Goriot era un viejo verde, cuyos ojos sólo habían sabido preservarse de la maligna influencia de los remedios exigidos por sus enfermedades gracias a la habilidad de un médico. El color desagradable de sus cabellos provenía de sus excesos y de los remedios que había tomado para continuarlos. El estado físico y moral del buen hombre daba razón a estos desatinos. Cuando su ajuar estuvo gastado, compró tela de algodón de setenta céntimos la vara para reemplazar su hermosa ropa blanca. Sus diamantes, su cadena, su tabaquera de oro y sus joyas fueron desapareciendo una a una. Había dejado de usar su elegante levita azul y demás prendas, para llevar, lo mismo en invierno que en verano, una levita de tosco paño color marrón, un chaleco de piel de cabra y un pantalón gris de lana. Progresivamente se había ido poniendo delgado; sus pantorrillas habían desaparecido; su cara, hinchada por la alegría de una dicha burguesa, se arrugó desmesuradamente, su frente se llenó de pliegues, y sus mandíbulas empezaron a dibujarse. Durante el cuarto año de su residencia en la calle Nueva de Santa Genoveva, ya no parecía el mismo. El buen fabricante de fideos, de setenta y dos años, que sólo representaba cuarenta, el burgués alegre y fresco cuyo atildado porte regocijaba a los transeúntes, y que tenía algo de joven en la sonrisa, parecía un septuagenario alelado, vacilante y amarillento. Sus animados ojos azules se empañaron, palidecieron, no lagrimeaban ya, y su ribete rojo parecía llorar sangre. A unos les causaba horror, a otros les daba piedad. Unos estudiantes de medicina, habiendo notado lo muy saliente que era su labio inferior y habiendo medido su ángulo facial, lo declararon atacado de cretinismo después de haberlo maltratado algún tiempo sin haber logrado que les hiciera caso. Una noche, después de cenar, como la señora Vauquer le hubiese preguntado de una manera burlona: “¡Cómo!, ¿ya no vienen a verlo sus hijas?”, poniendo en duda su paternidad, papá Goriot se estremeció como si su patrona le hubiese aplicado un hierro candente.

-Sí, vienen a veces -le respondió con voz conmovida.

-¡Ah! ¡Ah! ¿Con que las ve usted a veces? -exclamaron los estudiantes-. ¡Bravo, papá Goriot!

Pero el anciano no oyó las bromas que motivó su respuesta, pues había caído en un estado meditabundo que quienes lo observaban superficialmente tomaron por embotamiento senil. Si lo hubiesen conocido bien, tal vez se hubiesen interesado vivamente ante el problema que ofrecía su situación física y moral, pero nada era más difícil. Aunque hubiese sido fácil saber si Goriot había sido realmente fabricante de fideos y cuál era el monto de su fortuna, la gente vieja, cuya curiosidad se despertó respecto a este punto, no salía nunca del barrio y vivía en la pensión como ostras aferradas a su roca. Respecto de las demás personas, el torbellino de la vida parisiense les hacía olvidar, al salir de la calle Nueva de Santa Genoveva, al pobre anciano de quien se burlaban. Para almas mezquinas y para jóvenes indiferentes la triste miseria de papá Goriot y su estúpida actitud eran incompatibles con ninguna clase de fortuna o de capacidad. En cuanto a las mujeres que él llamaba sus hijas, todo el mundo participaba de la opinión de la señora Vauquer, la que decía, con la severa lógica propia de las viejas acostumbradas a murmurar todas las noches: “Si papá Goriot tuviese hijas tan ricas como parecen serlo las mujeres que lo visitan, no estaría en mi casa en el tercer piso pagando cuarenta y cinco francos al mes y no iría vestido como un pobre.” Nada podía desmentir estas deducciones; así al finalizar el mes de noviembre de 1819, momento en que estalló el drama, todos los pensionistas tenían formado su concepto acerca del pobre anciano: nunca había tenido mujer ni hijas, y el abuso de los placeres lo convertía en un caracol, en un molusco antropomorfo digno de ser clasificado entre los Casquetíferos, como decía un empleado de Museo, habituado a las originalidades. Poiret, al lado de Goriot, era un águila, un elefante. Poiret hablaba, razonaba, respondía, y aunque al hablar, razonar y responder no dijese nada, pues tenía la costumbre de repetir en otros términos lo que los demás decían, al menos contribuía a la conversación, era animado, parecía sensible, mientras que papá Goriot -continuaba diciendo el empleado del Museo-  estaba siempre a cero Réaumur.

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