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EL DÍA DE LA MARMOTA (2) - SANDINO NÚÑEZ


Entonces, propongo pensar con cierta ingenuidad necesaria o inevitable. Sabemos que detrás de Trump, de Macri, de Lacalle, etc., hay dinero, intereses, privilegios, grupos de poder y presión, capitales, compromisos, deudas, e incluso ideologías, posturas filosóficas, perfiles de clase y blablablá. Pero también sabemos que ese trasfondo no es tan claro o tan nítido en las llamadas izquierdas electorales y eso complica el razonamiento: las izquierdas terminan por resultar más funcionales, más ajustadas al ideal técnico de las democracias administrativas, de gestión o gerencia del capital (como si la lógica del capital fuera un saber de lo real). Pero, paradójicamente, eso también pone a la izquierda más cerca de una intervención en el espacio público, una intervención técnica y angelical que limpie un poco este aire absurdo, carnavalizado y circense que ya ha arrastrado a las formas institucionales de la política. Entonces quiero sugerir algunos cambios en el juego electoral, cuya superficialidad o ingenuidad podría ser sólo aparente. Hay que terminar con el vergonzoso corso ilimitado de la campaña electoral. Hay que extirpar ese tumor dañoso y obsceno. En principio, hay que lograr la reunificación de esa metástasis de desparramadas instancias electorales: internas, presidenciales, legislativas, municipales. Ciertamente, hay que derogar el balotaje (hay que recuperar cierta dignidad intelectual que nos permita separar el juego de la realidad: si la lógica es la del incremento del juego y la competencia, para poder ir muchas veces a 18, excitadísimos con nuestras banderitas, podríamos agregar al balotaje una especie de play-off o de tie-break). Entonces, en rigor, no habrá campañas electorales, en el sentido más positivo y bobo de esa expresión. No habrá publicidad electoral. No habrá cartelería, ni logos, ni heráldica, ni jingles, ni eslóganes. Estarán prohibidos. Y la más minúscula profanación del espacio público (incluido el espacio electrónico-virtual) con publicidad electoral será sancionada. Los candidatos o los partidos podrán exponer o explicar (o incluso expresar) sus programas o sus tendencias, gratuitamente, en espacios pautados (y distribuidos igualitariamente, en forma independiente del tamaño o del potencial caudal electoral del partido o el candidato) en la prensa (televisión, impresos, radios, medios electrónicos). Pero nadie podrá facturar por servicios vinculados a la campaña electoral. Merecemos un mundo en el que no haya que soportar la violencia de las gigantografías con las caras emperifolladas, soñadoras o graves o comprometidas o responsables, de los candidatos, o la agresividad del volumen, de las musiquitas, de los jingles, de las frases y los eslóganes, la invasión de palabritas y pequeños cantos (tweets) cansadores, absurdos e irresponsables (“por la positiva”, “ey, votalo a Ney”, “Abreu crece”, “el futuro es ahora”, “el Uruguay que queremos todos”, “aprontá tu corazón”, “vamos Uruguay”, etc.). La madurez intelectual de una sociedad se debería medir en términos de su capacidad de limpiar lo político-público de esta estúpida invasión de lo privado y lo imaginario del mercado. Merecemos una sociedad en la que una idea (política, para el caso) no esté empujada, urgida, endeudada con la ansiedad competitiva, con la necesidad de gustar o de impactar, o de ser divertida o hipernítida, o de resignarse a no demandar más que un par de minutos de la atención lábil del disperso mental a la que va dirigida. Por otra parte, y para presentar las cosas en una escena práctica: ¿quién se anima a calcular las cantidades obscenas de dinero que corren cada cuatro años detrás de los votos, las listas, las caravanas, la facturación publicitaria en tele, radio o prensa escrita, las encuestadoras y sus monos sabios de Power point, las agencias de publicidad, los asesores y creativos, los jingleros y los poetas, los diseñadores gráficos, el papel, los impresos, el alquiler o la compra de locales o autos u ómnibus, los contingentes de no militantes que reparten listas o pegan y cuelgan carteles?

El voto, eso que tendemos espontáneamente a asociar con el civismo y la madurez pública, etc., es en realidad la forma dinero del mundo de la democracia electoral de medios y masas: se cambia por todo porque no significa nada. Y este fetiche no va a ser abolido con estas medidas, eso es claro. Algún día tendremos (no se trata de un “algún día” empírico) una práctica política que no sea entendida en términos electorales, o de partidos, o de Estado, o que no esté degradada como un simple medio o una técnica instrumental para conquistar algún tipo de objetivo. Pero mientras tanto, la formalidad ingenua de estas medidas —e incluso su retórica explícita de interdicto y prohibición— apunta directamente a un juego y a un mercado que en tanto ya adquirió hace rato una cierta autonomía, alegre y fiestera, pero al mismo tiempo empresarial, tiende a psicotizar el mito de refundación de lo social cada cuatro años, como en la anécdota de El día de la marmota —es decir, ni siquiera nos permite pensarlo como mito, para poder criticarlo: hay demasiado barullo. Entonces supongo que es necesario golpear en ese punto: quizás repercuta en otros puntos, y luego en otros. Ya vivimos en una hermosa y plena sociedad en la que tomar La Bastilla es una metáfora de ir de compras a un shopping center en una especie de coreografía que liga amorosamente a todo el barrio y a toda la ciudad. Ahora pensemos que esa idiotez es exactamente la misma cuando vamos a votar.


(2016)

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