sábado

DOS PARÁBOLAS VIOLENTAS (3) - SANDINO NÚÑEZ


2ética radical: al César lo que es del César (1)

Hay muchas variantes del episodio evangélico de la cena de Betania. Y no sólo entre los textos de los Evangelios. Una de las versiones dice así: María unge los pies de Jesús con un perfume puro de nardo, muy caro. Judas, el tesorero, se enoja. Tú nos has educado en la austeridad —dice—, tú nos has enseñado a abominar de la riqueza y del lujo. Como si no oyera los reproches de su discípulo, se diría que Jesús no quiere reaccionar. El otro insiste, con amargura. Trescientos denarios por lo menos vale ese ungüento; pudimos haberlo vendido y repartido el dinero entre los pobres. Jesús sigue allí, ensimismado, como si nada. El otro se siente autorizado a seguir: no son éstos tiempos de derroche, ¿qué tiempo lo es?, ¿por qué traicionas tu propia prédica? Entonces Jesús se pone de pie. Al principio no dice nada: simplemente lo mira a los ojos. Y su mirada es terrible. Finalmente le dice con dureza: no quiero hablar contigo ahora, quiero que te vayas en este momento: pero queda sabiendo que no has entendido ni una sola palabra de todo lo que he estado predicando. Hasta aquí la anécdota, que puede adornarse con el enojo explosivo de Jesús, gritándole a su discípulo y tirando lejos el aceite.

¿En qué fracasó la interpretación de Judas de la enseñanza de Jesús? ¿No era verdad acaso que Jesús predicaba la sencillez e iba contra la riqueza y el derroche? ¿Y por qué esa mala interpretación, por otra parte, provoca tanta decepción y tanto enojo? Quizás no sea del todo inútil recordar que presumiblemente Judas era zelote: integrante de un movimiento armado de conspiración y resistencia a la ocupación romana. Seguramente los trescientos dineros podrían haber sido destinados al montaje de alguna operación de la resistencia, para que huyeran compañeros clandestinos comprometidos, para apoyar la lucha contra la tiranía y la opresión imperial. En medio del estruendo sordo de la lucha y de la resistencia al poder, en medio de la nitidez insoportable de un asunto de vida o muerte, en medio de la urgencia por el sufrimiento de mis hermanos, de la épica, del heroísmo, de lo militar-patriótico, etcétera, Jesús, el mesías que he elegido, comete la incoherencia idealista de predicar sobre un reino que no es de este mundo, un reino ilusorio que incluso tal vez termina por servir a los intereses materiales de mi adversario. Y quizás precisamente por ese compromiso, por esa responsabilidad, habría que considerar que Judas es la esperanza intelectual de Jesús. Por encima de la interpretación común (incluida la de muchos de los propios discípulos), Judas sabe de la superchería conformista de la pobreza, sabe de lo penoso de ese folclore demagógico de la revancha ultramundana del desposeído contra el poderoso de este mundo, al desterrarlo de un reino de los cielos del cual el adversario no tiene no tiene ni noticia ni deseo. Judas entiende que esa interpretación es ideología, y que en ese sentido es, propiamente, opio conformista para el pueblo. Entonces,  razonablemente, critica ese relato e interviene. Y ahí vuelve a caer en la trampa. Recae. Contra la riqueza, el derroche y la ostentación, el antídoto no era la austeridad, ni el ahorro, ni el cálculo del tesorero (y ni siquiera, llegado el caso, una distribución buena de los bienes materiales). Peor aún: este antídoto no hace sino confirmar la ley de su antagonista: mantiene a su practicante cautivo del principio de la equivalencia y del valor, y lo liga, con doble fuerza ahora, a la lógica económica de la existencia. De lo que se trata es de no contar en dinero. El ungüento de nardo no tiene valor, o su valor de cambio es aquello que no debería importarnos: uno, dos, trescientos, mil dineros: lo mismo da. Solamente tiene significado. Jesús sabe que el episodio de la cena de Betania es un signo de que su muerte está próxima.[2] O valora la cortesía, el regalo, el don y el cuidado de María: aquello que se da sin esperar nada a cambio es lo sagrado, aquello que cae fuera del régimen del intercambio y la equivalencia. Y esta es la verdad negativa que Judas, con su reproche, muestra no haber entendido o aceptado: un desprecio narcisista profundo y radical, no del pobre contra el rico, sino de la ley del sujeto contra el funcionamiento económico de la vida. Aunque el sujeto encarne en el pobre y el funcionamiento económico en el rico. Judas no ha sido, todavía, capaz de atravesar el fantasma del gen económico de la vida. Y si no ocurre esta acción básica, esta segunda negación, la emancipación o la liberación de Judas tiene piernas cortas: se construirá un mundo sin haber destruido del todo al anterior, o, peor, se construirá una forma de vida basada en la misma célula elemental de la anterior, que terminará por reproducir o clonar al superorganismo que se pretendía destruir. En suma, citando a Badiou, se trata de entender que la política no puede plantearse nunca como un medio o un instrumento para conseguir ciertos fines o resultados, sino que debe considerarse como un fin en sí mismo.

Ahora bien. El argumento de Jesús es, de más está decirlo, extremadamente delicado y peligroso. Para quien “ha atravesado el fantasma” de la economía, la máxima dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios podría ser una buena respuesta narcisista a una máquina avasallante cuyo funcionamiento debe ser desterrado, encapsulado en un afuera, neutralizado y condenado —ese funcionamiento no puede ser parte del mundo nuevo que estamos construyendo con paciencia infinita (y cuya metáfora bien podría ser el reino de los cielos, ese reino que no es de este mundo). Pero para aquel cuya ontología y cuya lógica todavía se arman en torno a la ley económica, la máxima en cuestión no es sino una prédica decadente y reaccionaria de aceptación resignada del orden natural de la riqueza y la pobreza (o del orden pagano del Estado Romano). La misma ambigüedad ocurre con la expulsión de los mercaderes del templo. Por un lado, se trata de la creación de un lugar que corte el flujo automático de la puesta en valor, un lugar en el cual las cosas no se vendan ni se compren ni se intercambien, un lugar (por lo menos uno) dentro del cual no haya, rigurosamente, cosas, sino significantes: ese lugar es el lenguaje, lo público, la ekklesía. Pero, por otro, no ignoramos que al templo concurre mucha gente y parece razonable entonces que los comerciantes armen allí sus puestos; entre especuladores e inescrupulosos seguramente hay quienes sencillamente necesitan llevar el pan a sus hijos al final de la jornada. Y Jesús no echa solamente a los primeros: los echa a todos. Su intervención lesiona, para muchos pobres y necesitados, su herramienta de subsistencia, el principio básico de aprovechamiento del espacio, o del territorio, mejor, como condiciones de sobrevivencia. Entonces se trata de una intervención antipática e impopular, además de autoritaria en tanto se realiza virtuosamente en nombre de un poder patriarcal sobrenatural y amenazante (no hagáis mercado de la casa de mi padre).[3] En cualquiera de los dos casos, Jesús nos pone en medio de una especie de sutileza criptorrevolucionaria que parece demasiado densa y oscura para ser entendida inmediatamente, incapaz por lo tanto de ser incorporada por una racionalidad táctica o estratégica (militar, competitiva), y que termina por mostrarse entonces, sobre todo en tiempos difíciles y urgentes de sobrevivencia, o de resistencia y lucha contra el poder, como sencillamente conservadora, cuando no reaccionaria o autoritaria. Y ese es, precisamente, el dilema.


Notas
[
2] Jesús sabe ya el final de la historia (la traición, la muerte, la resurrección, la germinación de su prédica en el futuro, etcétera). O lo anticipa y lo prepara. En cualquier caso, como el sujeto hegeliano, lee la historia hacia atrás, como si el final ya hubiera ocurrido. Eso que para cualquiera es un simple episodio contingente en la plenitud de su ser presente, para él es lo necesario mismo del sentido.

[3]  Es una intervención decididamente antidemocrática, en el sentido que tenderíamos a darle a esa expresión en el mundo contemporáneo: corta el flujo de mercancías y cuerpos (libertad de mercado), y también el de dialectos y voces (subordinación de la fiesta o la feria imaginaria a una autoridad o a un principio de trascendencia).

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