domingo

PAPÁ GORIOT (8) - HONORÉ DE BALZAC


PAPÁ GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 2)

La fachada de la pensión da sobre un jardincito, de manera que la casa forma un ángulo recto con la calle Nueva de Santa Genoveva, desde donde la veréis cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardín, hay un empedrado acanalado, de poco más de un metro de ancho, delante del cual se extiende un paseo enarenado bordeado de geranios, de laureles rosas y de geranios plantados en grandes tiestos de porcelana azul y blanca. Se entra al paseo por una puerta falsa, en cuya parte superior hay un cartel en que se lee: Casa Vauquer, y debajo, Pensión burguesa para ambos sexos y otros. Durante el día, una puerta con claraboya, armada de una campanilla chillona deja ver, al extremo de la acera, sobre la pared opuesta a la calle, un soportal pintado, imitando mármol verde, por un artista del barrio. Sobre el fondo que simula esta pintura, se levanta una estatua que representa al Amor. Por el barniz escamado que la cubre, los aficionados a símbolos tal vez descubrieran en ella un mito del amor parisiense, que se cura a pocos pasos de allí. Bajo el zócalo, esta inscripción media borrada recuerda el tiempo a que se remonta el adorno, por el entusiasmo que denota por Voltaire, que entró en París en 1777:

Quien quiera que seas, he aquí a tu maestro,
que lo es, lo fue o debe serlo.

Al oscurecer, la puerta con claraboya es sustituida por una puerta completa. El jardincito, del mismo ancho que la longitud de la fachada, está encajonado por el muro de la calle y por la pared medianera de la casa vecina, a lo largo de la cual cuelga un manto de yedra que la cubre totalmente y atrae la mirada de los transeúntes por su efecto, pintoresco en París. Cada una de estas paredes está tapizada de espaderas y viñas, cuyos frutos raquíticos y polvorientos son el objeto de los temores anuales de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los pensionistas. A lo largo de cada pared, hay un estrecho paseo que conduce a una bóveda de tilos, palabra que la señora Vauquer, no obstante ser de soltera Conflans, pronuncia obstinadamente tiilos, sin atender a las observaciones de sus huéspedes. Entre los dos paseos laterales hay un cuadro de alcachofas, rodeado de árboles frutales, podado en forma de huso, y bordeado de acederas, lechugas o perejil. Bajo la cobertura de los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de asientos. Allí, durante los días de calor, los huéspedes bastante ricos para permitirse tomar café, van a saborearlo con una temperatura capaz de incubar huevos. La fachada, de tres pisos y rematada en buhardillas, está construida con morillos y embadurnada con ese color amarillo que da un carácter innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas de cada piso tienen cristales pequeños y están provistas de celosías, todas diferentes, de manera que sus líneas contrastan entre sí. En el fondo de la casa hay dos huecos que, en el piso bajo, tienen por adorno barrotes de hierros entrelazados. Detrás del edificio existe un patio de unos veinte pies de ancho, donde viven en buena armonía cerdos, gallinas y conejos, y en cuyo fondo se levanta un cobertizo para guardar la leña. Entre este cobertizo y la ventana de la cocina cuelga la despensa, bajo la cual se vierten las aguas sucias del fregadero. Este patio tiene sobre la calle Nueva de Santa Genoveva, una puerta estrecha, por donde la cocinera arroja las basuras de la casa, teniendo que limpiar esa sentina con mucha agua, para evitar la pestilencia.

Especialmente destinado a la explotación de la pensión, el piso bajo se compone de una primera pieza iluminada por las dos ventanas de la calle, y a la cual se entra por una puerta vidriera. Este salón comunica con un comedor que está separado de la cocina por la caja de la escalera de peldaños de madera y ladrillos descoloridos y gastados. Nada hay más triste que este salón amueblado con sillones y sillas tapizados con una tela a rayas alternativamente mates y relucientes. En el centro se ve una mesa redonda con piedra de mármol Santa Ana, decorada con es bandeja de porcelana blanca ornada de filetes de oro medio borrosos, que hoy se encuentra en todas partes. Esta habitación, bastante mal entarimada, tiene un pequeño zócalo. El resto de la pared está empapelado con un papel brillante que representa escenas de Telémaco, donde los clásicos personajes aparecen coloreados. El tablero que hay entre las dos ventanas enrejadas ofrece a los pensionistas el cuadro del festín dado al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años, esta pintura provoca las bromas de los jóvenes pensionistas que se creen superiores a su posición y se burlan de la comida a que la miseria los condena. Adornan la chimenea de piedra, cuyo hogar siempre limpio demuestra que no se enciende el fuego sino en las grandes ocasiones, dos floreros con flores artificiales, viejas y apretadas en cada uno, acompañados de un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor sin nombre en el idioma y que podría llamarse olor a pensión. Huele a cerrado, a moho, a rancio; da frío, humedece la nariz, penetra las ropas; tiene el gusto de una sala donde se ha comido; hiede a cocina, a servicio, a hospicio. Tal vez podría ser descrita si se inventara un procedimiento para valorar las cantidades elementales y nauseabundas que dejan allí las atmósferas catarrales y sui generis de cada pensionista, joven o viejo. Pues bien, no obstante tales horrores, si comparaseis aquella habitación con el comedor contiguo, la encontrarías elegante y perfumada como un tocador de mujer. Aquel comedor, completamente cubierto de madera, fue hace tiempo de un color que hoy no se distingue y que forma un fondo sobre el cual la grasa ha impreso sus capas que dibujan figuras extravagantes. Está amueblado con armarios grasientos, en los cuales se ven garrafas festoneadas, empañadas, y pilas de platos de porcelana ordinaria con ribetes azules, fabricados en Tournay. En un ángulos se halla una caja de compartimientos numerados que sirven para guardar las servilletas, o sucias, o vinosas, de cada pensionista. Se encuentran allí muebles de esos indestructibles, proscritos de todas partes, pero puestos en la habitación como los despojos de la civilización en los Incurables. Veréis un barómetro con un capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que quitan el apetito, con marcos de madera negra y filetes dorados; un reloj de concha con incrustaciones de cobre; una estufa pintada de verde, quinqués de Argand  donde el polvo se combina con el aceite, una gran mesa cubierta con tapete de hule lo bastante grasiento como para que un gracioso de afuera escriba en él su nombre sirviéndose del dedo como de un estilo, sillas deterioradas, pequeñas alfombras lastimosas de estera que se deshilacha constantemente sin acabar de deshacerse, miserables tufillas con las rejas rotas y la madera carbonizada. Para explicar qué viejo, estropeado, podrido, enclenque, roído, manco, tuerto, inválido, expirante estaba aquel moblaje, sería preciso hacer una descripción que retardaría demasiado el interés de esta historia y que las personas impacientes no perdonarían. El suelo de ladrillos, rojo, está lleno de valles producidos por el frote o por los fondos de color. Por fin, allí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada, rapada. Si no tiene barro, tiene sus manchas; si no tiene agujeros ni andrajos, no tardará en caerse de podredumbre.

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