domingo

EL RAT-PICK (4) - JOSÉ ENRIQUE RODÓ


(Una profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)

Cuando la penúltima exposición de París, en uno de los simulacros de lidias taurinas que se realizaban, con toros y diestros verdaderos, llegada la ocasión en que el espada señalaba la acción de matar, se vio que doña Isabel II salía a la barandilla de su palco para gritarle, ardiendo de impaciencia: “¡Mátalo, mátalo!”. Y “¡mátalo!” coreó la alborozada muchedumbre, y el lidiador no se hizo de rogar, y las cañas se volvieron lanzas, a despecho de la ley Grammont y de las conveniencias de la oportunidad y del ambiente. No es dudoso que hay en estas cosas una manifestación degenerada de ese extraño placer de la crueldad, de esa terrible sensualidad del derramamiento de sangre o del sufrimiento impuesto a otro, que nos repugna en las demencias feroces de las degollaciones de vencidos, en el frenesí de los tiranos sanguinarios, y en el encarnizamiento de los capataces de esclavos y de los carreteros y arrieros, y que monstruosamente se complica con la misma voluptuosidad del amor, en aquellas perversiones del instinto genésico a que el Marqués de Sade vincula su cantaridada memoria. Y después de todo, entre estos impulsos de excitación brutal, pero venida del fondo inconsciente e irrefrenable de la sensibilidad, y la frialdad repugnante de los que, en los circos de gallos, ya terminada la riña, traban nuevas apuestas, según he oído referir, sobre el número de convulsiones que tendrá el gallo moribundo antes de rendir el último aliento, me quedo cien y cien veces con aquellas palpitaciones de franca y viril ferocidad. He hablado con quien, en los combates de gallos, confesaba participar de la excitación, de la calentura de la pelea, hasta el punto de retirarse ebrio y extenuado y de atribuir a la frecuencia en las metamorfosis y transmigraciones, el vegetarianismo de que hay huella en los Vedas, y la efusión de piedad por los sufrimientos de los animales, de que aun dura testimonio en el célebre hospital de Surata. Si, por una parte, la necesidad de la caza, o de la inmolación del animal domesticado, y por otra, los artificios de la vida de civilización, en su más alto punto, por obra del conocimiento científico, lo restablece, teóricamente, por lo menos; y en esto, como en otras muchas cosas, las conclusiones de la sabiduría vienen en confirmación de los vislumbres del primitivo candor. La investigación científica, reduciendo considerablemente la distancia que el orgullo humano imaginara entre nuestra especie y las inferiores; patentizando entre unas y otras las similitudes de organización y el parentesco probable, tiende a rehabilitar aquellas simpatías, nacidas del natural instinto, por cuanto ofrece, como ellas, fundamento para la piedad y compasión respecto de seres que reconocemos dotados de todas las capacidades elementales de nuestra sensibilidad, muy ajenos del automatismo sin alma que en un tiempo se le atribuía al animal, identificado casi por los cartesianos con los muñecos de resorte.

En esta parte del mundo hay razón para conceder a las cosas de que conversamos especial interés. Como descendientes de pastores, y pastores hoy mismo, adaptados a la labor cruenta en que la bestia perece, nuestra sensibilidad para con el irracional está embotada por la herencia y la costumbre. Cuando las invasiones inglesas, un viajero europeo hacía resaltar, en página que se transcribe en la “Historia de Belgrano”, el contraste entre la lenidad con que el criollo de Buenos Aires trataba a sus esclavos, y la crueldad de que hacía gala con el animal. Es la huella de la ferocidad del matadero; el sedimento de los usos brutales que fomenta esta industria de impiedad y matanza, a diferencia de los suaves hábitos que maduran, con la dorada mies y el dulce fruto, en la vida del agricultor.

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