domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 118 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO QUINTO

2 (1)

Veía ante mí una cosa erguida sobre un cerro. No distinguía claramente su cabeza, pero, con todo,  adivinaba que su forma no era común, sin precisar no obstante la disposición exacta de sus contornos. No me atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y aun cuando hubiera tenido a mi disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (ni siquiera menciono las que sirven para la aprehensión de los alimentos y para la masticación) habría permanecido en el mismo sitio, si un incidente, insignificante en sí, no hubiese exigido un considerable tributo de mi curiosidad, que reventaba sus diques. Un escarabajo que hacía rodar por el suelo con sus mandíbulas y antenas una bola, compuesta principalmente de elementos excrementicios, avanzaba a paso rápido hacia el mencionado cerro, procurando hacer ostensible el propósito que lo animaba de tomar aquella dirección. ¡Aquel animal articulado no excedía en mucho el tamaño de una vaca! Si alguien duda de lo que digo que se me presente, y dejaré satisfecho al más incrédulo con la declaración de excelentes testigos. Lo seguí de lejos, manifiestamente intrigado. ¿Qué pensaba hacer con aquella voluminosa bola negra? ¡Oh lector! Tú que te vanaglorias permanentemente de tu perspicacia (y no sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero someter a ruda prueba tu conocida pasión por los enigmas. Confórmate con saber que el castigo menos severo que pueda infligirte es hacerte comprender nuevamente que ese misterio no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida, cuando entables discusiones filosóficas con la agonía al borde de tu cabecera… y hasta puede ser que al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado al pie del cerro. Ajusté mi paso a sus huellas, y todavía me encontraba a gran distancia del lugar de la escena; pues así como los estercorarios, aves inquietas como si estuviesen siempre hambrientas, se encuentran a gusto en los mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas templadas, de igual modo yo no me sentía tranquilo y avanzaba mis piernas con gran lentitud. ¿Pero hacia qué sustancia corporal yo avanzaba? Sabía que la familia de los pelícanos comprende cuatro géneros diferentes: el pájaro bobo, el pelícano, el cormorán, y la fragata. La forma grisácea que se encontraba ante mí, no era un pájaro bobo. El bloque plástico que yo distinguía no era una fragata. La carne cristalizada que yo observaba no era un cormorán. ¡Ahora lo veía al hombre con encéfalo carente de protuberancia anular! Escudriñaba de un modo confuso en los repliegues de mi memoria, buscando en qué comarca tórrida o glacial había visto yo ese pico larguísimo, ancho, convexo, abovedado, de arista saliente, ungular, abultado y muy ganchudo en su extremidad; esos bordes dentados, rectilíneos, esa quijada inferior de ramas divergentes hasta la proximidad de la punta; ese vacío relleno de una piel membranosa; esa amplia bolsa amarilla y sacciforme que ocupa totalmente el cuello, y que podría dilatarse desmesuradamente; y esos orificios nasales muy angostos, longitudinales, casi imperceptibles, abiertos en un surco basal. Si aquel ser vivo de simple respiración pulmonar, de cuerpo guarnecido de pelos, hubiera sido un ave completa hasta la punta de los pies, y no sólo hasta los hombros, no habría tenido tanta dificultad en reconocerlo: cosa más bien fácil de hacer como comprobaréis vosotros mismos. Sólo que por esta vez me eximo; para la claridad de mi demostración, necesitaría que una de esas aves estuviera sobre mi mesa de trabajo, aunque fuera disecada. Pero no soy lo bastante rico para procurármela. Siguiendo paso a paso una hipótesis previa habría señalado en primer término su verdadera naturaleza, y luego, habría descubierto un sitio, en los cuadros de la historia natural, a aquel a quien admiraba la nobleza de su aspecto enfermizo. ¡Con qué satisfacción de no ser totalmente ignorante de los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aun más, lo contemplaba yo en su persistente metamorfosis! ¡Aun sin poseer un rostro humano, me parecía tan bello como los dos largos filamentos tentaculiformes de un insecto, o mejor, como la ley de reconstrucción de los órganos mutilados, y, sobre todo, como un líquido eminentemente putrescible! Pero sin prestar ninguna atención a lo que pasaba a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí, con su cabeza de pelícano. Otro día retomaré el final de esta historia.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+