XXVIII / ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (4)
Dos días después de esta aventura, supe que don Hilario se había marchado de Montevideo. Estaba convencido de que no había descubierto nada; era posible, sin embargo, que hubiese dejado a alguna persona para vigilar la casa, y como Paquita estuviera ahora muy deseosa de volver cuanto antes a su país, resolví no retrasar más nuestra partida.
Bajando al puerto, encontré al capitán de una pequeña goleta que traficaba entre Montevideo y Buenos Aires, y enterado de que pensaba partir para este último puerto en tres días, arreglé con el él para que nos llevara; también consintió en recibir a Demetria inmediatamente. En seguida, le mandé un recado al señor Baker, rogándole que trajera a Demetria a Montevideo y la llevara a bordo de la goleta, sin pasar por la casa. Dos días después, por la mañana me avisaron que estaba a bordo; y habiendo así burlado al bribón de Hilario, cuyo cráneo ofidio mucho me hubiera gustado aplastar con el pie, y teniendo todavía un día desocupado, fui una vez más a visitar el cerro, para dar desde su cima un último vistazo a aquella Tierra Purpúrea donde había pasado tantos memorables días.
Cuando me acerqué a la cima del gran cerro solitario, no contemplé extasiado el soberbio panorama que se desplegaba ante mis ojos, ni pareció alborozarme el viento, que soplaba fresco del amado Atlántico. Miraba al suelo y arrastraba los pies como una persona cansada. Sin embargo, no estaba cansado, pero ahora empecé a acordarme que en otra ocasión había dicho, en este mismo cerro, muchas torpezas y cosas vanas de un pueblo cuyo carácter e historia entonces ignoraba. Recordé, igualmente, con extremada amargura, que mi visita a este país había traído un gran sufrimiento, quizás duradero, a un noble corazón.
-Cuántas veces me he arrepentido -dije para mí- de las crueles y desdeñosas palabras que dirigí a Dolores aquella última vez que nos vimos, y ahora, una vez más, “vengo a coger las toscas y ásperas bayas” del arrepentimiento y de la expiación, a mi humillar mi orgullo insular y a retractarme de todas las injusticias en que incurrí la vez pasada, precipitadamente y sin pensar.
-No es una peculiaridad exclusivamente británica el considerar a la gente de otras nacionalidades con cierto desdén, pero tal vez entre nosotros el sentimiento sea más fuerte, o se exprese con menos reserva. Permítaseme ahora, por fin, reivindicarme de esta falta, que es inofensiva y quizás hasta recomendable en los que se quedan en sus casas, además de ser muy natural, puesto que el desconfiar y no gustar de las cosas lejanas y desconocidas forma parte de nuestra irracional naturaleza. Permítaseme, por último, despojarme de estos anticuado anteojos ingleses, con guarnición de madera y lentes de cuerno, para enterrarlos para siempre en este cerro, que durante medio siglo y más ha contemplado un pueblo joven y febril, luchando contra agresiones extranjeras, y también contra el enemigo de su propia casa, y donde, hace pocos meses, ensalcé la civilización británica, lamentando que hubiese sido aquí plantada y regada copiosamente con sangre, para ser desarraigada otra vez y arrojada al mar. Después de mis correrías por el interior, donde llevaba conmigo sólo una pizca menguante de aquel sentimiento, para impedir que existiera la más perfecta armonía entre yo y los paisanos con los cuales me asociaba, confieso no ser ahora de la misma opinión. No puedo creer que mi trato con la gente habría tenido aquel delicioso y agreste sabor que he hallado si la Banda Oriental hubiese sido conquistada, y colonizada por Inglaterra, y todo, lo avieso en ella, enderezado según nuestras ideas. Y si aquel sabor característico no puede coexistir con la prosperidad material que produce la energía anglosajona, deseo fervientemente que este país jamás conozca dicha prosperidad. No tengo pizca de ganas de ser asesinado; no hay hombre que la tenga; pero, antes de ver al avestruz y al venado ahuyentados más allá del horizonte, al flamenco y al cisne de cuello negro muertos sobre las azulinas lagunas, y al pastor enviado a puntear su romántica guitarra en los infiernos, como paso imprescindible para la seguridad de mi persona, prefiero mil veces andar preparado para defender mi vida en cualquier momento contra el repentino ataque de un asesino.
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